LA CALLE (Andrés Pérez)

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Es un domingo luminoso, alegre, como casi todos los domingos. Cierta tranquilidad recorre las calles de los barrios distantes del centro, donde llega muy débil el plañir de las campanas. En la cancha del barrio, los chicos juegan a la pelota o dan vida con sus gritos y risas al parquecito infantil. Cuatro calles más allá pasan los jóvenes con sus camisas de fútbol tocando el tambor, sacudiendo las banderas y entonando un pegajoso cántico, que se va alejando poco a poco por la autopista rumbo al estadio. Niños en las canchas, hinchas clamando una victoria que sacie su euforia, matrimonios que se dan impulsos para continuar las siguientes horas juntos, parejas que quieren vivir la eternidad de este sol, cuerpos habitando el ocio; el sopor agradable de la tarde, en la que todo parece fluir dentro de esas partículas encadenadas, unas a otras formando sutilmente un rizoma que se propaga por el cosmos.

Dejo de mirar un instante por la ventana, dirijo mi mirada hacia el interior del cuarto, observo en silencio la micropartícula de la cual formo parte el día de hoy.

La escena está representada por hombres y mujeres ataviados de vivos colores. Hablan por doquier mientras se maquillan: un poco de rubor sobre las mejillas para disimular la palidez de siete días; un trazo negro sobre los parpados inferiores para abrir el ojo, amplificar la mirada, el panorama y ver lo que no se puede ver. El labial rojo recorriendo los labios de las chicas, quizás alguno tenga al final de la tarde, la suerte de robarle un beso a esos labios.

Terminan de retocarse, de agregar los últimos detalles y se disponen a salir, para integrarse en la fanfarria dominguera, que sacude el polvo de la semana entre gritos y sonrisas.  Pero antes un momento de recogimiento grupal, se dan las últimas consignas, toman sus instrumentos musicales y abriéndose la puerta inicia la función con un grito de batalla.

El sol les estalla en la cara, dejando ver lo trazos del maquillaje. Los primeros en verlos son los niños, que forman corrillos y los acompañan calle arriba hacia al parque, hacia el nudo en el que se congregan todos los matices y colores del pueblo, no se detienen, son una comparsa, una caravana que destila alegría en sus pasos. La gente, entre el asombro y el entusiasmo, ve avanzar la micropartícula de payasos, que se disemina, vuelve y reagrupa; canta, baila y sacude el polvo de nuestros cuerpos.


En pleno clímax, en lo que llaman la hora pico, llegan al parque; ebullición al 100%, la temperatura sube, gotas de sudor rodando por las mejillas hasta estallar contra el piso. “Llegaron los que faltaban” —dicen algunos—. “Estos de dónde salieron” —dicen otros—. Sin prestar atención a los comentarios avanzan entre pitos y tambores, porque la calle les pertenece, porque la calle es de todos; de los hinchas aglomerados en sus cánticos, de las parejas en su eterno abrazo, de los viejitos recogidos en el paso del tiempo, de las matronas, los ladrones, los borrachos, los hippies y sus utopías, los niños, los incapacitados, los mendigos y adinerados, los predicadores y sus nefastas predicaciones, los tinteros, los venteros, las palomas, los perros, los gatos, las ratas, las hormigas y los búhos, las putas, los policías, los políticos y de los artistas que sobreviven, de todos, los que dentro de ese gran espacio construimos microespacios, nichos de vida. La caravana habita su nicho en un rincón del parque, el sol ha declinado y una noche despejada les regala el mejor telón de fondo. El poco y curioso público toma asiento en el piso, adiós a los protocolos, al recato, el parque les pertenece. La caravana se apresta a dar inicio, pero antes convocan a sus dioses, a Dionisos, para que los acompañen en el ritual, en la magia del teatro, un grito de batalla que retumba en las cuatro paredes del parque. Da inicio a la función.








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