CASTILLO DE NAIPES (Johnny C.)

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“I don't wanna be your friend
I just wanna be your lover”
Radiohead



La tarde cae apaciblemente mientras el humo del cigarrillo se trepa por la cortina, un cielo sin nubes se muestra más allá de la ventana, y el lento caminar de las personas, el silencio y la tranquilidad de la calle, la despreocupación y el letargo, la risa de los pocos niños que cruzan la calle; marcan en el recuerdo y el calendario un domingo que se desvanece sobre su propio peso. Acostado sobre la frescura de la baldosa, fumando rabiosamente con el cenicero sobre mi pecho; aparto la mirada del cristal y la dejo caer sobre su silueta. Ella, ella duerme irresoluta en la cama. Huele a sexo, a tristeza, a lo que debe oler el mar: ron, brisa salina y enormes cocoteros. El corto cabello apenas cubre su cuello, dejando su espalda desnuda a mi capricho de recorrerla con la mirada una y otra vez. Descansa con una respiración sosegada a pesar del calor, del desespero y un creciente e imperioso sentimiento de fracaso. Las cortinas apenas si se mueven con el débil viento que sopla entre los muros de las casas. El humo perezoso que exhalo dibuja complicadas y aleatorias nubecillas azulencas sobre el cielo de otro tiempo. Me levanto, dejando el cenicero sobre el suelo, el libro que hace rato intentaba leer se resbala hasta caer por inercia. Apoyo los antebrazos en la verja que protege el cristal de la ventana, aceptando finalmente la derrota, el temor de despertarla con el crujir de cada paso de página; sabiendo imposible comprender lo que dice allí, mientras cada respiración suya marca los segundos, y su silueta bajo la sábana me invite a espantarle las pesadillas en las que corra peligro de hundirse.

Una señora en la calle me sonríe con esa simpatía y a la vez arrogancia de la vejez, le devuelvo un tibio y apagado intento de mueca, y sigo con mi mirada el aterrizaje de una tórtola sobre los cables de la electricidad, seguida prontamente por su compañera que se posa también  a unos centímetros de ésta. Con medio cuerpo fuera, giro mi cabeza, buscándola de nuevo, tratando de atrapar una imagen distinta de la misma situación. Alcanzo a ver su pie que se escapa de la cobija, casi tocando el libro que horas atrás le obsequié, y recibió con poca o bien disimulada alegría. No recuerdo en qué momento fue a parar allí, justo al borde de la cama, de sus pies, de una posible caída. Me permito dejarlo donde está y terminar el cigarrillo, apreciar en lo posible la caída de la tarde, el enfriamiento de los colores y el horizonte que se empieza a perlar de pequeños y tímidos destellos.

Recuerdo nuestras sombras alargarse sobre el pavimento por las calles sin rumbo, al capricho de nuestros pasos, de tibios roces que nos alejaban procurando un silencio como la noche sin luna. Sintiendo que el mundo derruido a nuestro alrededor se reformaba de nuevo. También puedo ver el reflejo de nuestras siluetas sobre las ventanas del comercio y las carrocerías de los autos, sentir la lluvia que sin aviso nos empapaba lentamente la mirada del pasado y su lento e inútil escrutinio. Siento con fuerza la dulzura de su mano agarrada a la mía, y la impotencia de no saber qué hacer en contra de la fragilidad que devolvía su espejo; la mirada con la que siempre me envolvió dispersa en la bruma, buscando desaforadamente horizontes esquivos a nuestra brújula; su secreto y fuerte aroma a zozobra, a cigarrillos encadenados en una noche de insomnio, mientras enormes lagrimones le brotan y recorren silenciosamente su rostro hasta suicidarse de golpe sobre el pecho. Puedo sentir o no, el sabor de sus labios, el fuego que envolvía nuestra atmósfera, ese que nos abrigaba los días de lluvia y las noches impregnadas de ausencia.

“No matter how it ends
No matter how it starts”


Es diciembre, me retiro de la ventana para resguardarme de su itinerancia, de los constantes estallidos de celebración, que hacen aullar a pobres animales de alegría o tristeza. Ese mes en el que las pálidos y decaídos frentes de las casas, emergen en lucecitas y adornos desmañados. Me siento de nuevo sobre el suelo, apoyo la espada contra la pared. Espero pacientemente el despertar de su sueño, tal vez del mío; queriendo como siempre, estar ahí, en ese período de tiempo en el que abre su mirada, tratando de ayudar a mitigar la soledad de ese estado-lugar.

No pasa mucho tiempo hasta que ella abre los ojos por un instante, dejando caer de nuevo los párpados,  igual a cuando no se quiere ver por miedo o sorpresa  o alguna luz incandescente maltrata la visión; se estira cuan larga es sobre la cama, el libro se salva de ser ejecutado por enésima vez, luego se recuesta sobre su lado izquierdo  y acuña los brazos bajo su cabeza y almohada.
—¿Dormí mucho? —Pregunta con un tono de voz arrastrado y perezoso.
—Ya ves, es otra vez diciembre.
—¡Rayos! Y ¿por qué no me despertaste antes?
—No pensaba tener ese derecho.
—Hubieras utilizado el izquierdo.
—Lo intenté; pero soy tan torpe que terminé enredado, perdiendo el rumbo. Al final no sabía muy bien dónde estaba. Vos sabes muy bien  que mi orientación es estar desubicado. —Sonríe y aparta el cabello que cae por su rostro tras las orejas.
—¿Qué hiciste mientras dormía? —La pequeña sonrisa de sus labios  desaparece, dando paso a un rostro inmutable, como si de repente se hubiera topado con un feo recuerdo o una malsana realidad. La miro y me limito a guardar silencio, a ocultar la sonrisa; y dejar la pregunta en el aire, por lo menos un instante… “Forget about your house of cards And I'll do mine”
—Mirar por la ventana del pasado el sueño del presente —respondo finalmente sin convicción.
—¿Y cómo lo encontraste?
—Roto y perdido. Apesta vagamente a imposibilidad.
—Mierda. Eso está bien jodido. —Dice mientras se sienta sobre el colchón—. Pero eso no debería preocuparte, lo único que tenés que hacer es empezar con otro. En eso sos como un ilusionista que es capaz de sorprender siempre con un movimiento rápido y eficaz.
—No creo —trato de hablar sin saber de las palabras—. Me he ido envejeciendo y los sueños se me escurren por las grietas del tiempo, al igual que una vasija resquebrajada.
—Grave —se limita a decir—. Pero no tanto, rasgones y fisuras tenemos todos. Eso sí, grave, el asunto de que te estés yendo por esas rendijas.
—Prefiero irme junto a mi propio torrente de mierda, fluir; a quedarme atrapado, llorando como un nene, con miedo a salir, lleno de nada.

Se levanta sobre la cama, que, más que cama, es un colchón tirado en el suelo —¿Querés café?— Me pregunta mientras recoge su cabello en una cola. Le afirmo con la cabeza y la sigo con la mirada. Se arquea y  conecta la rutilante luz de un pequeño arbolito navideño, se queda mirándolo refulgir en su pequeño rincón —¿No es muy lindo?—.  Comenta para sí misma, como si estuviera  hablándole a un perro o un tonto gato. Regreso mi atención a la calle, luego, supongo, se dirige hasta el pequeño fogón de gas y pone a calentar el agua. Pronto la siento junto a mí, levanta el paquete de cigarrillos del suelo y enciende uno.
—¿Qué otra cosa hiciste mientras dormía?
—Te poseía íntegramente con la mirada, leía cada signo de tu piel, tratando o esperando encontrar allí lo que no me dicen tus labios—. Se queda en silencio, tal vez mirando mi silueta de espaldas golpeada por las lucecitas del árbol. Volteo y la encuentro con la mirada baja, el mentón pegado a su pecho. El humo del cigarrillo le envuelve la piel, el rostro, la confusión y tormentas de su crisálida. Regresa en busca del café; dándome la espalda, haciendo tintinear los pocillos mientras revuelve, me pregunta:
—Y ahí…  ¿Qué encontraste?
—Un intrincado rompecabezas —le respondo, tratando de encender un cigarrillo. Ella regresa, me da el pocillo y se sienta sobre el suelo—. Uno que desconozco si está completo; uno, de tantas e innumerables piezas, que aturde a simple vista.
Me siento y aparto mi encendedor defectuoso, ella me extiende el suyo, haciendo que por un momento nuestros dedos se rocen. Permanecemos algunos minutos en completo silencio, en la semioscuridad del cuarto; sorbiendo el café, agarrados del cigarrillo, sosteniendo las miradas como lo harían un par de enemigos o amantes; esculcando la bolsa de las balotas, removiéndola secretamente y con temor de extraer, otra vez, la equivocada.

—¿Decime por qué diablos hacemos esto? ¿Por qué hijueputas? ¿ah? —Pregunta llevando sus manos sobre la cabeza, hundiendo los dedos en el cabello, en la desesperación, el miedo y el odio.
—La respuesta es que no existe respuesta.
—El problema no radica en la respuesta, y de seguro, tampoco en la pregunta —. Habla mirando a la nada, con el cigarrillo quemándose en sus labios, como si estuviera en uno de esos momentos de soledad, en los que se busca el convencimiento de algo; infringiéndose un valor sin sentido o que no se tiene, aferrándose a una idea estúpida.
—¿Sabés que mi intensión no está en contemplar la figura? —Digo— Que mi objetivo no es más que la delicia de ir uniendo, una a una las pequeñas piezas, sabiendo perfectamente que no existe resultado único, que siempre será cambiante la figura y que quizá; llegado el momento, sea necesario manotear la mesa con la intensión de retomar  o desechar el trabajo y mandar todo al demonio.

Ya no entra luz por la ventana, la noche se ha regado por toda la habitación. La luz parpadeante que emite el pequeño árbol, aun me deja distinguir parte de sus facciones, de su semblante. Aparto el cenicero y los pocillos que hay entre nosotros y nos separan, empuño sus manos; por un tiempo parecemos un par de colegiales sentados en un solitario pasillo mientras se miran en silencio, sin saber muy bien el por qué están ahí, en contra del miedo y la incertidumbre de no entender lo que pasa. Ella finalmente se levanta, al regresarme, la veo sentada sobre la cama, mirándome, alisando un pequeño mechón de cabello, sonriendo tibiamente, producto de la sinrazón, del desacuerdo y las pasadas intensiones truncas, deshechas por azar o consentimiento.  Tomo los pocillos y me levanto llevándolos hasta el fregadero, al volverme, ella, abrazando sus rodillas me dice:
—Vos podés decirme lo que querás, yo puedo responderte cualquier barbaridad vestida por la mentira; pero necesito imperiosamente que me ayudés a volar, y no sé cómo, ni con qué motivo, dejemos de soñar.
 








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