LA ESFINGE (Edgar Allan Poe)
Unknown
8:29 a.m.
DIMENSIÓN 33
,
Dimensiones Revista Literaria
,
Escritores invitados
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Durante el espantoso reinado
del cólera en Nueva York acepté la invitación de un pariente a pasar quince
días en el retiro de su confortable cottage, a orillas del Hudson. Teníamos
allí todos los habituales medios de diversión veraniegos; y vagabundeando por
los bosques con nuestros cuadernos de diseño, navegando, pescando, bañándonos,
con la música y los libros hubiéramos pasado bastante bien el tiempo, de no ser
por las temibles noticias que nos llegaban todas las mañanas de la populosa
ciudad. No transcurría un día sin que nos trajeran nuevas de la muerte de algún
conocido. Por lo tanto, como la mortalidad aumentaba, aprendimos a esperar
diariamente la pérdida de algún amigo. Al fin temblábamos ante la cercanía de
cada mensajero. El mismo aire del sur nos parecía impregnado de muerte. Este
paralizante pensamiento se apoderó de mi alma toda. No podía hablar, ni pensar,
ni soñar en nada. Mi huésped era de temperamento menos excitable y, aunque su
ánimo estaba muy deprimido, se esforzaba por confortar el mío. En ningún
momento lo imaginario afectaba su intelecto, bien nutrido de filosofía. Estaba
suficientemente vivo para los terrores concretos, pero sus sombras no lo
atemorizaban.
Sus intentos por sacarme del
estado de anormal melancolía en que me hallaba sumido fueron frustrados en gran
medida por ciertos volúmenes que yo había encontrado en su biblioteca. Por su
índole, tenían fuerza suficiente para hacer germinar cualquier simiente de
superstición hereditaria que se hallara latente en mi pecho. Había estado
leyendo estos libros sin que él lo supiese, y, por lo tanto, le resultaba
imposible explicarse a veces las violentas impresiones que habían hecho en mi
fantasía.
Uno de mis tópicos favoritos era
la creencia popular en presagios, creencia que en esa época de mi vida yo
estaba seriamente dispuesto a defender. Teníamos largas y animadas discusiones
sobre este punto, en las que él sostenía la absoluta falta de fundamento de la
fe en tales cosas, y yo replicaba que un sentimiento popular nacido con
absoluta espontaneidad —es decir, sin aparentes huellas de sugestión— tiene en
sí mismo inequívocos elementos de verdad y es digno de mucho respeto.
El hecho es que, poco después
de mi llegada a la casa, me ocurrió un incidente tan absolutamente inexplicable
y que tenía en sí tanto de ominoso, que bien se me podía excusar si lo
consideraba como un presagio. Me aterró y al mismo tiempo me dejó tan
confundido y tan perplejo, que transcurrieron varios días antes de que me
resolviera a comunicar la circunstancia a mi amigo.
Casi al final de un día de
calor abrumador, estaba yo sentado con un libro en la mano delante de una
ventana abierta desde la cual dominaba, a través de la larga perspectiva
formada por las orillas del río, la vista de una distante colina cuya ladera
más cercana había sido despojada por un desmoronamiento de la mayor parte de
sus árboles. Mis pensamientos habían errado largo tiempo desde el volumen que
tenía delante, a la tristeza y desolación de la vecina ciudad. Levantando los
ojos de la página, cayeron éstos en la desnuda ladera de la colina y en un
objeto, en una especie de monstruo viviente de horrible conformación, que
rápidamente se abrió camino desde la cima hasta el pie, desapareciendo por fin
en el espeso bosque inferior. Al principio, cuando esta criatura apareció ante
la vista, dudé de mi razón o, por lo menos, de la evidencia de mis sentidos, y
transcurrieron algunos minutos antes de lograr convencerme de que no estaba
loco ni soñaba. Sin embargo, cuando describa el monstruo (que vi claramente y
vigilé durante todo el período de su marcha), para mis lectores, lo temo, será
más difícil aceptar estas cosas de lo que lo fue para mí.
Considerando el tamaño del
animal en comparación con el diámetro de los grandes árboles junto a los cuales
pasara —los pocos gigantes del bosque que habían escapado a la furia del
desmoronamiento—, concluí que era mucho más grande que cualquier paquebote
existente. Digo paquebote porque la forma del monstruo lo sugería; el casco de
uno de nuestros barcos de guerra de setenta y cuatro cañones podría dar una
idea muy aceptable de sus líneas generales. La boca del animal estaba situada
en el extremo de una trompa de unos sesenta o setenta pies de largo, casi tan
gruesa como el cuerpo de un elefante común. Cerca de la raíz de esta trompa
había una inmensa cantidad de negro pelo hirsuto, más del que hubieran podido
proporcionar las pieles de veinte búfalos; y brotando de este pelo hacia abajo
y lateralmente surgían dos colmillos brillantes, parecidos a los del jabalí,
pero de dimensiones infinitamente mayores. Hacia adelante, paralelo a la trompa
y a cada lado de ella, se extendía una gigantesca asta de treinta o cuarenta
pies de largo, aparentemente de puro cristal y en forma de perfecto prisma, que
reflejaba de manera magnífica los rayos del sol poniente. El tronco tenía forma
de cuña con la cúspide hacia tierra. De él salían dos pares de alas, cada una
de casi cien yardas de largo, un par situado sobre el otro y todas espesamente
cubiertas de escamas metálicas; cada escama medía aparentemente diez o doce
pies de diámetro. Observé que las hileras superior e inferior de alas estaban
unidas por una fuerte cadena. Pero la principal peculiaridad de aquella cosa
horrible era la figura de una calavera que cubría casi toda la superficie de su
pecho, y estaba diestramente trazada en blanco brillante sobre el fondo oscuro
del cuerpo, como si la hubiera dibujado cuidadosamente un artista. Mientras
miraba aquel animal terrible, y especialmente su pecho, con una sensación de
espanto, de pavor, con un sentimiento de inminente calamidad que ningún
esfuerzo de mi razón pudo sofocar, advertí que las enormes mandíbulas en el
extremo de la trompa se separaban de improviso y brotaba de ellas un sonido tan
fuerte y tan fúnebre que me sacudió los nervios como si doblaran a muerto; y,
mientras el monstruo desaparecía al pie de la colina, caí de golpe, desmayado,
en el suelo.
Al recobrarme, mi primer
impulso fue, por supuesto, informar a mi amigo de lo que había visto y oído; y
apenas puedo explicar qué sentimiento de repugnancia me lo impidió.
Por fin, una tarde, tres o
cuatro días después de lo ocurrido, estábamos juntos en el aposento donde había
visto la aparición, yo ocupando el mismo asiento junto a la misma ventana y él
tendido en un sofá al alcance de la mano. La asociación del lugar y la hora me
impulsaron a referirle el fenómeno. Me escuchó hasta el final; al principio rió
cordialmente y luego adoptó un continente excesivamente grave, como si sobre mi
locura no cupiese ninguna duda. En ese momento tuve otra clara visión del
monstruo, hacia el cual, con un grito de absoluto terror, dirigí su atención.
Miró ansiosamente, pero afirmó que no veía nada, aunque yo le señalé con
detalle el camino de la bestia mientras descendía por la desnuda ladera de la
colina.
Entonces me alarmé muchísimo,
pues consideré la visión, o como un presagio de mi muerte, o, peor aún, como
anuncio de un ataque de locura. Me eché violentamente hacia atrás y durante
unos instantes hundí la cara en las manos. Cuando me destapé los ojos, la
aparición ya no era visible.
Mi huésped, sin embargo, había
recobrado en cierto modo la calma de su continente y me interrogaba con minucia
sobre la conformación de la bestia. Cuando le hube dado cabal satisfacción
sobre este punto, suspiró profundamente, como aliviado de alguna carga
intolerable, y siguió conversando con una calma que me pareció cruel sobre
varios puntos de filosofía que habían constituido hasta entonces el tema de discusión
entre nosotros. Recuerdo que insistió muy especialmente (entre otras cosas) en
la idea de que la principal fuente de error de todas las investigaciones
humanas se encontraba en el riesgo que corría la inteligencia de menospreciar o
sobrestimar la importancia de un objeto por el cálculo errado de su cercanía.
—Para estimar adecuadamente
—decía— la influencia ejercida a la larga sobre la humanidad por la amplia
difusión de la democracia, la distancia de la época en la cual tal difusión
puede posiblemente realizarse no dejaría de constituir un punto digno de ser
tenido en cuenta. Sin embargo, ¿puede usted mencionarme algún autor que,
tratando del gobierno, haya considerado merecedora de discusión esta particular
rama del asunto?
Aquí se detuvo un momento, se
acercó a una biblioteca y sacó una de las comunes sinopsis de historia natural.
Pidiéndome que intercambiáramos nuestros asientos para poder distinguir mejor
los menudos caracteres del volumen, se sentó en mi sillón junto a la ventana y,
abriendo el libro, prosiguió su discurso en el mismo tono que antes.
—De no ser por su
extraordinaria minucia —dijo— en la descripción del monstruo quizá no hubiera
tenido nunca la posibilidad de mostrarle de qué se trata. En primer lugar,
permítame que le lea una sencilla descripción del género Sphinx, de la familia
Crepuscularia, del orden Lepidóptera, de la clase Insecta o insectos. La
descripción dice lo siguiente: «Cuatro alas membranosas cubiertas de pequeñas
escamas coloreadas, de apariencia metálica; boca en forma de trompa enrollada,
formada por una prolongación de las quijadas, sobre cuyos lados se encuentran
rudimentos de mandíbulas y palpos vellosos; las alas inferiores unidas a las
superiores por un pelo rígido; antenas en forma de garrote alargado, prismático;
abdomen en punta. La Esfinge Calavera ha ocasionado gran terror en el vulgo, en
otros tiempos, por una especie de grito melancólico que profiere y por la
insignia de muerte que lleva en el corselete.»
Aquí cerró el libro y se
reclinó en el asiento, adoptando la misma posición que yo ocupara en el momento
de contemplar «el monstruo».
—¡Ah, aquí está! —exclamó
entonces—. Vuelve a subir la ladera de la colina, y es una criatura de
apariencia muy notable, lo admito. De todos modos, no es tan grande ni está tan
lejos como usted lo imaginaba; pues el hecho es que, mientras sube
retorciéndose por este hilo que alguna araña ha tejido a lo largo del marco de
la ventana, considero que debe de tener la decimosexta parte de un pulgada de
longitud, y que a esa misma distancia, aproximadamente, se encuentra de mis
pupilas.
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