LAS OSCURAS RUINAS DEL HORIZONTE (Johnny C.)
johnnyc.dimensiones@gmail.com
Fotografía de Nico Polato
“Mientras haya hombres habrá guerras”.
Albert Einstein
Nos hemos visto obligados a retroceder debido al enorme asedio de las tropas enemigas, acompañado por fuego de mortero y artillería pesada. Corro en zigzag hasta una semiderruida pared impactada por el disparo de uno de los T-72 y me resguardo de las balas que cortan el aire en toda dirección. Me asomo y disparo varias ráfagas con mi AK-47 tratando de cubrir la retirada del resto de mis camaradas que también retroceden. En el aire flotan densas nubes de polvo y plomo, sobre el suelo y los montículos de escombros van quedando numerosos cuerpos. En los umbrales de casas y vehículos destruidos que vamos dejando atrás, se resguardan los soldados enemigos que buscan protección a la resistencia que ofrecemos. Algunos de mis camaradas se resguardan junto a mí y también responden al fuego enemigo. La retirada es la única opción y tal vez la última esperanza, de contener su fuerte avanzada y sobrevivir algunas horas más. Con el repliegue buscamos crear una especie de embudo, ayudado por las callejuelas detrás de nuestra línea, las que no podrían transitar sus tanques, y así, hacer caer a sus blindados en un campo previamente sembrado con minas. En el momento en que intenten flanquear sólo pueden hacerlo por el oeste, y allí los espera nuestro segundo grupo de defensa. Nosotros, el primer grupo, hemos sido completamente doblegados; pero eso era lo que se esperaba, no disponemos de armas suficientemente poderosas para hacer frente a los T-72 y sus cañones de 125 mm. Pego la espalda contra el muro y me siento, cambio el cartucho vacío por otro y de nuevo abro fuego. En frente, la calle, un completo campo de batalla tapizado de cadáveres destripados o heridos que gritan por sus madres, esposas, amantes y dioses entre las improvisadas barricadas y los montículos de escombros. Casa por casa van avanzando, ganando territorio que nunca más podremos recuperar; el fuego de una ametralladora nuestra en un segundo piso de una casa cercana impide que lo hagan más rápido.
Las calles se llenan cada vez más de gritos y explosiones; confusión y muertos. Se puede oír como silban las balas de mortero en su viaje, antes de explotar a unos metros cerca. Uno de éstos, impactó justo adelante del muro donde nos resguardamos, despedazando a dos de los nuestros, mientras trataban de alcanzarnos, ahora son carne desmembrada y humeante. En esta ocasión el ataque parece ser definitivo, intentan tomar la cuidad por completo; inteligencia nos había confirmado que eso sucedería más temprano que tarde. Un disparo de tanque envuelve a nuestro nido de ametralladora en una bola de fuego, el fuerte impacto estremece toda la edificación, y hace volar trozos de muro por todas partes. No puedo incorporarme, estoy completamente aturdido, siento un horrible chillido en toda mi cabeza, el cuerpo enteramente apaleado me vibra, ya no responde a mis intentos de moverme. Alguien me arrastra y trata de levantarme tomándome por las axilas, y con voz desgarrada grita –Retirada–. El hombre que me ha levantado, también recoge mi arma y me la entrega, para luego obligarme entre empujones a correr. Antes de abandonar ese lugar puedo ver los cuerpos ensangrentados y cubiertos de escombros de dos hombres que permanecían conmigo.
–Vamos… Muévete… –no puedo oír lo que me dice claramente, es como si estuviera metido bajo el agua–. Uno de sus tanques… en las minas… les tomará tiempo… demás y regresar… oeste… Tenemos… para reagruparnos y seguir… defendiéndonos…
Así que corremos entre el fuego de artillería, los escombros, la chatarra de vehículos retorcidos, tratando de empujar las demás unidades desorientadas por el pánico y el miedo. En nuestro camino quedan toda clase de heridos que ni queriendo, podríamos socorrer.
Hace quince días que sufrimos el asedio de las fuerzas enemigas con constantes bombardeos sobre la ciudad, en las últimas setenta y dos horas perdimos todo contacto radial, las pocas vías de acceso que aún controlábamos y por lo tanto, la posibilidad de recibir suministros de alimento, medicamentos y munición. Absolutamente nadie puede salir, incluso, los caminos secundarios por los que se evacuaba a los heridos y se entraba munición, también han caído en manos enemigas. Los pocos que logramos retroceder hasta esta derruida edificación –una biblioteca antes de la guerra–, y algunos más que se resguardan en una casa a unos quince metros en diagonal; somos el último bastión que impide a la pinza cerrarse completamente.
Ellos por alguna razón detuvieron su avance, no sabemos el porqué, ya que su infantería nos supera en relación de diez a uno, y son acompañados por fuego antitanque. Nuestra fuerza equiparada con eso, simplemente no puede hacer mucho; sólo tenemos armamento regular y las granadas de mano que puedan tener algunos. No creo que se hayan detenido para reanudar un bombardeo, es estúpido pensar en esa posibilidad, ya que ellos conocen tan bien como nosotros nuestras limitaciones. Dentro de poco anochecerá, me encojo detrás del muro bajo de una ventana y observo el paisaje devastado por la guerra. Allá afuera, no se puede ver a nadie, pero sabes que ciertamente están allí, no se oyen más que los torbellinos de aire que levantan remolinos de polvo y se cuelan entre los esqueléticos edificios, emitiendo una música extrañamente cautivadora y la más tétrica que puedas llegar a escuchar.
Rendirse es igual a muerte, ya que el enemigo no está tomando prisioneros. En la última semana, a medida que perdíamos posiciones y el control de edificios y calles, los soldados enemigos ejecutan en el acto a todo herido o rezagado que quedaba detrás de su línea. Quizás eso sea mejor a quedar prisionero o quedarte tirado en el suelo en medio de un charco de tu propia sangre esperando la muerte, no lo sé. Antes de la avanzada definitiva, eso era lo que pensaba. Los francotiradores se hacían un festín sin discriminar entre civiles, niños o soldados; aquellos que por alguna razón sobrevivían al disparo, se les podía escuchar los estertores de dolor, los gritos y ruegos, hasta que finalmente morían, simplemente porque nadie se atrevía a rescatarles, debido al miedo de terminar con el cráneo reventado y los sesos esparcidos en toda la calle polvorienta.
Tal vez, estemos a horas o minutos del final. Aisladamente se escuchan ráfagas de tres disparos, seguidos por risas macabras o insultos que hacen eco en los muros deteriorados y en su gran mayoría abandonados de las edificaciones. Este lugar será nuestra tumba, estamos completamente rodeados por tres flancos, y el sur lo bifurca un río, cuyas aguas torrenciales son un impedimento absoluto para tratar de huir. De cualquier forma, no creo que esa idea, la de huir, sea parte de alguna de las calaveras que están atrincheradas en el interior de este edificio o de los que defienden el lado oeste. Una retirada descoordinada y fuertemente asediada, provocó que nos separáramos y al mismo tiempo condenó aún más la posibilidad de una mejor defensa en cuanto el enemigo decida continuar su avance, y así cerrar por completo sus tenazas.
Es absurdo tratar de explicar el porqué de ésta o cualquier guerra, todo intento sólo se convertiría en un malgasto de palabras y frases. Ningún hombre aquí o en otra latitud podrá hacerlo, sin desprenderse de razones, verdades, ideales o sentimientos que cree propios y no alcanza siquiera a vislumbrar. Ninguna razón o ideal puede valer algo o tener suficiente peso cuando las armas son las que hablan. Entonces, ¿por qué estoy aquí? Abrazando una Kaláshnikov, provisto de tres cartuchos de treinta rondas cada uno y una granada de mano; sin haber probado bocado alguno en las últimas cuarenta y ocho horas, bebiendo agua escasa y de sabor herrumbroso; con una segunda piel costrosa formada por polvo, sudor y sangre; sin cigarrillos y esperando la muerte vestido de ropa militar deteriorada y maloliente. Mi presencia aquí no implica simpatía por ideales inutiles y ultrajados que otros profesan ciegamente; tampoco los colores de un simple pedazo de tela teñido, que invita a un nacionalismo ferviente, asqueroso y partidario del odio. Estoy aquí, obligado o no, como un simple hombre que enfrenta su destino; uno tan malo y horrible como cualquier otro.
Antes de verme y sentirme inmiscuido en este torbellino, transitaba por la calle como un estudiante, dueño de las mismas dudas, miedos e incertidumbres del ahora. Nada ha cambiado, tal vez en aquellos días, el único objetivo era alcanzar las metas que te traza e impone la participación en una entidad académica. En este momento, me siento igual a esas ocasiones, cuando debía presentar un examen con alto nivel de dificultad, quizá la gran diferencia, no importa lo mucho que se haga, la calificación más alta será por debajo de la muerte. No recuerdo o quiero olvidar cualquier circunstancia antes de este tiempo. Añorar el pasado sólo sirve para alimentar la corrosiva nostalgia; pensar, creer en un futuro, es caer en la red tóxica de los deseos y anhelos.
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Agazapados en este edificio, esperamos que el enemigo decida lanzar su golpe final. Un mar de tensión y nerviosismo juega con nosotros, somos una pequeña criatura obligada a ver, sentir y oler a la bestia hambrienta de fauces afiladas y sanguinolenta mirada, acercarse lentamente desde el otro lado del callejón con hilillos de baba pendiendo azarosamente de sus colmillos. No existe lugar a dudas, estamos muertos, cada uno de los que permanecemos aquí sabe y acepta eso. Hace tres días fue la última oportunidad para escapar de la poderosa avanzada enemiga. Esta pequeña ciudad, no representa ningún sitio estratégico o importante en el enorme tablero de ajedrez. Aquí no hay carboneras, reservas de combustible, fábricas de munición o armas; no es una vía obligada o que impida el acceso a sitios más vitales, es un simple pedazo de tierra prescindible y olvidado de la mano Dios; una victoria fácil y reivindicadora de las fuerzas enemigas, una oportunidad para rearmarse y proteger otros sitios de verdad necesarios. Quienes decidieron, eligieron o condenaron a quedarse aquí, sabían que sólo podían esperar la muerte; la mayoría son civiles-rebeldes, partisanos, soldados con escaso entrenamiento que por motivos de amor a la tierra que los vio nacer, no quieren ceder un solo centímetro sin oponer resistencia alguna.
Al fin la noche ha envuelto la ciudad con su manto, y sumido al edificio en completa penumbra. Las conversaciones entre los que permanecemos aquí se limitan a entrecortados susurros, los que aún conservan cigarrillos fuman ocultando el extremo encendido en la cuenca de las manos; en el techo hay un gran boquete por el cual se derrama la luz de una luna indiferente. Algunos heridos que lograron llegar hasta acá o de alguna forma alguien arrastró, acuchillan el poco sosiego con agonías de dolor; permanecen acostados en el costado sur de la edificación, una silueta casi imperceptible se mueve entre ellos cada cierto tiempo, tratando de mitigar su dolor. Es ella, Anna. Una de las pocas enfermeras sobrevivientes al bombardeo que acabó con el hospital; desde entonces, ha hecho lo mejor que puede sin medicamentos, vendajes o morfina para tratar de socorrer a los heridos. Debido a la completa insuficiencia de estos materiales y al inminente final, no tuvo otra opción diferente a empuñar un rifle y luchar junto a nosotros como un soldado más.
El resto, como ella, que aún estamos en capacidad para combatir, permanecemos parapetados junto al muro norte, escrutando, vigilando, las oscuras ruinas del horizonte. Cada una de esas siluetas a mis costados –diez en total–, no tienen forma de conciliar el sueño; han combatido día y noche, por setenta y dos horas, no sólo contra el enemigo, sino también contra el agotamiento, el hambre, la sed y sobretodo: el miedo. Nuestra mayor potencia de fuego son una ametralladora PK y algunas balas de mortero, material más que insuficiente para resistir mucho tiempo el próximo embate del enemigo. Sin contar los heridos, somos once en total y lo que cada uno lleve encima para defender hasta el final esta posición.
Alguien se acerca y se sienta a mi lado, es Anna.
–Es horrible –dice–, van a morir pronto si no se les opera.
–Todos vamos a morir pronto.
–Quisiera… quisiera que se callaran, que dejaran de gritar; pero no hay forma, están demasiado malheridos y no tengo nada con qué amortiguarles el dolor.
Anna se abraza las rodillas y hunde el mentón en su pecho haciéndose una bola. Pronuncia unas palabras apagadas que no alcanzo a oír. Luego de un rato, al notar que no le respondo nada, levanta la cabeza y tal vez busca mis ojos. Dice:
–El comandante dice que lo mejor es pegarles un tiro, pero que eso es decisión mía. ¿Por qué? ¿Cómo? En qué momento me convertí en alguien que pueda… ¿Por qué tomar esa decisión me corresponde a mí? –No puedo verla debido a la oscuridad, pero sé que por sus mejillas ruedan lágrimas. Tampoco tengo respuesta a sus preguntas, permanezco en silencio.
–¿Por qué crees que detuvieron el avance?
–Porque son muy buenos tipos –Anna vuelve su mirada hacia mí, puedo entrever o adivinar una pequeña sonrisa–. Tal vez dentro de poco salgan para invitarnos al asado con cerveza que deben tener allá, y todos terminemos bailando a la luz de una buena fogata, hablando entre risas y dejando a la muerte arreglada.
–Sí, y mañana cuando despertemos, cada quien sea libre de volver a su hogar, y así poder disfrutar de todo eso que descubrió hace poco, pero siempre tuvo al alcance de la mano.
En el centro del edificio resplandece un lago plateado, mientras la grieta del techo enmarca una luna casi llena, Anna absorta en la charca pálida, bucea en el recuerdo de otro tiempo; permanecemos en silencio hasta que ella decide levantarse de nuevo, con gráciles y cortos pasos regresa al lugar donde permanecen los heridos. Por más que intento escudriñar la oscuridad, sólo puedo ver su silueta, que se arrodilla ante cada herido. Puedo imaginar la calidez de sus manos, sus labios rotos y ajados de tanto mordérselos, la tierna y benevolente mirada. Ella es una mujer joven y hermosa a pesar de su cabello ralo y mal cortado, de la suciedad que le cubre la piel, de las uñas cortas, sucias de una combinación de tierra y sangre; del uniforme militar de talla mayor a su cuerpo que oculta gran parte de su deleitable figura, de las enormes bolsas negras que se han estancado bajo sus ojos claros; del miedo y la impotencia que se puede notar en su voz. También puedo y quiero imaginar su empalidecida desnudez, los finos muslos coronados por un sexo húmedo y tórrido, sus tobillos endurecidos por el campo de batalla; los senos que encajan perfectamente en las cuencas de las manos.
Permanecemos aquí, pero no hablamos entre nosotros, simplemente esperamos, como si de alguna forma presintiéramos que lo mejor es respetar ese silencio mortuorio antes de la tormenta; perdidos en una batalla intrincada contra el dominio del miedo, cada quien sumido en un nerviosismo rampante que lo traslada a diferentes e intrincadas formas de pensar, imaginar, recordar. La silueta se eleva, rodea la charca de luz como si temiera ahogarse en ella, y de nuevo, termina sentada a mi lado.
–A veces, basta únicamente la presencia de alguien más a tu lado para calmarte. –No contesto nada a lo que me dice, permanezco mirando el agujero del techo sin pensamiento alguno. Ella empieza a revolverse y buscar algo en todos los bolsillos de su equipamiento, extrae algo y lo desenvuelve cuidadosamente.
–Toma –suelto el arma por un momento y me entrega algo –Es chocolate–, me dice. Parto un pequeño pedazo y le devuelvo otro de igual o menor medida.
–Gracias. –Le digo. Ella se come su pequeña porción y me toma la mano en la que aún tengo la envoltura vacía, la aprieta por un breve tiempo y luego la retira. Por primera vez desde que todo esto comenzó, puedo desear otra realidad; tal vez, una en la cual, estuviéramos sentados en la banca de un parque o de algún cine, esperando el final de una mala película.
El cielo se torna púrpura debido a la luz que emiten varias bengalas disparadas por ellos. Mis compañeros empiezan por levantar ruidosamente el seguro de las armas, puedo oír el clic como un anticipo de los disparos. Se puede oír las primeras ráfagas de ametralladora y el fuerte estruendo de varios proyectiles. Compruebo el cargador de mi arma; el cielo parece derretirse con la caída de las bengalas, observo el rostro iluminado de Anna, quizá, por última vez.
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