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...Se levanta de nuevo, es la
quinta moneda que deja caer sobre el sombrero. Comienzo a creerme lo bueno que
soy tocando el violín. La gente pasa, mira, si acaso escucha y luego se va. A
este paso, considero mi destino en este parque como finito. Otra moneda, Él,
una tras otra, no importa si toco de nuevo la misma melodía, parece
disfrutarlo. Empiezo a detallarlo, lleva diez monedas cerca de una hora, solo
toco para Él, parece. Lleva gafas oscuras, un sombrero trajinado, y unas orejas
grandes que hacen juego con lo pequeño de su boca. Aquí viene de nuevo, otra
más, esta vez se queda cerca, más curioso y con una comodidad casual. Tiemblo a
desbaratarme, en cambio aumenta el vibrato, las horas pesan en mis manos, las
cuerdas me han fisurado la integridad. Ahora hace frío, en pocas horas
comenzará la lluvia, parece no importarle. Es hora ya de estar cansado, además
de llevar lleno mi sombrero. Toco la última, un silencio, también la moneda no
suena, la última. Guardo mi violín, aseguro el dinero y antes de partir
agradezco, en especial a ese hombre generoso, que aclama complacido y contento,
dándome su mano para apretar mi talento. Voy de salida, mi casa está lejos, el
paradero de bus a cortos pasos, espero uno. Mientras tanto desde allí, puedo
mirarlo, puesto en el mismo lugar que lo he dejado, merodeando, sacando de
pronto de su bolsillo una flauta en dos pedazos y destella la última luz del
rayo que advierte una pesada lluvia. Observo detenidamente, comienza a tocar,
se amontona la gente y no puedo verlo más, el bus se cruza en esa inquietud
esperando por mí, —¡qué se vaya!—. Me acerco de a poco, algo advertido, debo
escucharlo, debo ver qué hace este hombre. A lo contiguo, perplejo y empapado
encuentro la sorpresa: tal cual, una a una, en la misma tónica, las melodías
inéditas de mi sequía. No es el instrumento, es ahora su mirada que está sobre
mí, o al menos eso creo, sonríe y sus gafas apuntan a todas partes, sus manos
si me llaman y me acercan a su círculo. Es mi música en otras manos con las
notas embestidas y liberadas en la pasión de quien las escucha. No para de
llover, aún así toco a su lado. Hay magia en su flauta que se inunda, ni una
moneda, el pide mi sombrero y se congela al instante de metales. Es tarde como
la hora antigua, lo precipitado guarda las gentes, se esconden casi en las
chimeneas y nosotros ahí, fríos el uno del otro, sin una palabra que nos una.
Hubo la música, habrá metales que repartir y cuerdas oxidadas que reemplazar.
Nos importa la noche nada, ahora se mueve, cambia mi pensamiento, derrama las
monedas a los pies, se marcha y va tranquilo a otra tierra donde llueva tarde
al otro día, cómodo con mi sombrero en su lugar, seguro de haberlo comprado por
un buen precio.
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