LA CALLE (Andrés Pérez)
Es un domingo luminoso,
alegre, como casi todos los domingos. Cierta tranquilidad recorre las calles de
los barrios distantes del centro, donde llega muy débil el plañir de las
campanas. En la cancha del barrio, los chicos juegan a la pelota o dan vida con
sus gritos y risas al parquecito infantil. Cuatro calles más allá pasan los
jóvenes con sus camisas de fútbol tocando el tambor, sacudiendo las banderas y
entonando un pegajoso cántico, que se va alejando poco a poco por la autopista
rumbo al estadio. Niños en las canchas, hinchas clamando una victoria que sacie
su euforia, matrimonios que se dan impulsos para continuar las siguientes horas
juntos, parejas que quieren vivir la eternidad de este sol, cuerpos habitando
el ocio; el sopor agradable de la tarde, en la que todo parece fluir dentro de
esas partículas encadenadas, unas a otras formando sutilmente un rizoma que se
propaga por el cosmos.
Dejo de mirar un instante
por la ventana, dirijo mi mirada hacia el interior del cuarto, observo en
silencio la micropartícula de la cual formo parte el día de hoy.
La escena está representada
por hombres y mujeres ataviados de vivos colores. Hablan por doquier mientras
se maquillan: un poco de rubor sobre las mejillas para disimular la palidez de
siete días; un trazo negro sobre los parpados inferiores para abrir el ojo,
amplificar la mirada, el panorama y ver lo que no se puede ver. El labial rojo
recorriendo los labios de las chicas, quizás alguno tenga al final de la tarde,
la suerte de robarle un beso a esos labios.
Terminan de retocarse, de agregar los últimos detalles y se disponen a salir, para integrarse en la fanfarria dominguera, que sacude el polvo de la semana entre gritos y sonrisas. Pero antes un momento de recogimiento grupal, se dan las últimas consignas, toman sus instrumentos musicales y abriéndose la puerta inicia la función con un grito de batalla.
Terminan de retocarse, de agregar los últimos detalles y se disponen a salir, para integrarse en la fanfarria dominguera, que sacude el polvo de la semana entre gritos y sonrisas. Pero antes un momento de recogimiento grupal, se dan las últimas consignas, toman sus instrumentos musicales y abriéndose la puerta inicia la función con un grito de batalla.
El sol les estalla en la
cara, dejando ver lo trazos del maquillaje. Los primeros en verlos son los
niños, que forman corrillos y los acompañan calle arriba hacia al parque, hacia
el nudo en el que se congregan todos los matices y colores del pueblo, no se
detienen, son una comparsa, una caravana que destila alegría en sus pasos. La
gente, entre el asombro y el entusiasmo, ve avanzar la micropartícula de
payasos, que se disemina, vuelve y reagrupa; canta, baila y sacude el polvo de
nuestros cuerpos.
En pleno clímax, en lo que
llaman la hora pico, llegan al parque; ebullición al 100%, la temperatura sube,
gotas de sudor rodando por las mejillas hasta estallar contra el piso.
“Llegaron los que faltaban” —dicen algunos—. “Estos de dónde salieron” —dicen
otros—. Sin prestar atención a los comentarios avanzan entre pitos y tambores,
porque la calle les pertenece, porque la calle es de todos; de los hinchas
aglomerados en sus cánticos, de las parejas en su eterno abrazo, de los
viejitos recogidos en el paso del tiempo, de las matronas, los ladrones, los
borrachos, los hippies y sus utopías,
los niños, los incapacitados, los mendigos y adinerados, los predicadores y sus
nefastas predicaciones, los tinteros, los venteros, las palomas, los perros,
los gatos, las ratas, las hormigas y los búhos, las putas, los policías, los
políticos y de los artistas que sobreviven, de todos, los que dentro de ese
gran espacio construimos microespacios, nichos de vida. La caravana habita su
nicho en un rincón del parque, el sol ha declinado y una noche despejada les
regala el mejor telón de fondo. El poco y curioso público toma asiento en el
piso, adiós a los protocolos, al recato, el parque les pertenece. La caravana
se apresta a dar inicio, pero antes convocan a sus dioses, a Dionisos, para que
los acompañen en el ritual, en la magia del teatro, un grito de batalla que
retumba en las cuatro paredes del parque. Da inicio a la función.
NOTAS EN OTRA BOCA, MÚSICA EN OTRAS MANOS (Mb-6v!)
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EL BOLERO: “Dimensiones y pensamientos en compás nostálgico” (Urraca)
(…) Boleros que se
remontan a territorios hermosos de la
poesía o exploran
ondas sonoras de gran complejidad y belleza,
o mundos
empequeñecidos, por frases triviales que la gente
hace suyas y les da
un sentimiento y una entonación que se
merecen. Bolero del
cielo, bolero del fango, todos ellos son
boleros, boleros los
unos y boleros los otros.
César Pagano.
De antemano sabemos que las costumbres,
formas de pensar y vivir, las sensibilidades y comportamientos, y los rasgos
característicos de una comunidad determinada, se expresan de modo notorio en
sus manifestaciones culturales tradicionales.
Ubicándonos concretamente en el caso de los
pueblos hispanos, la mayoría de características tradicionales propias de cada
comunidad, medios de manifestación y comunicación cultural y artística de éstas;
aparecen de modo muy particular en las expresiones musicales de tipo popular o
semiculto, tal es el caso en España con la copla, en México con el corrido y la
ranchera, en Cuba, Puerto Rico y el área hispana del Caribe con la salsa; y de
una manera muy incluyente en el resto de los países hispanohablantes, casi
podría decirse, que camuflado y a veces oculto, reposando comúnmente en la
mayoría de colecciones musicales de aquellos febriles melómanos, y en la
memoria musical de éstos y de aquellos quienes aún se deleitan con ese vaivén
melódico y comúnmente característico cuando se piensa en romance; se encuentra
el bolero.
“En el
fondo de cada latinoamericano hay un bolerista dormido, que en cualquier
momento puede despertar y regalarle una serenata a la primera mujer que vea”.
El Bolero es un cuento
el cual narra, mezclando con melodías traviesas y ocurrentes; cosas únicas y
simples, historias sencillas y maravillosas que han sucedido en seres humanos, su
mayoría entre hombres y mujeres. Los Boleros son historias o cuentos que tienen
una trama, que plantean un problema, una oferta, una intención. Describen
poéticamente situaciones, en ocasiones de una manera muy acertada y exclusiva
en ciertos casos. Señalan visiones sobre las cosas, expresan deseos, nos
cuentan cómo se escurrieron o dejamos escapar actos o decisiones que tanto temimos realizar…
y otras tantas veces nos proponen las soluciones.
En la lírica del Bolero,
podemos encontrar un gran y fino discurso sumido en unas pocas y delicadas
líneas, que combinado con un lindo y refinado guión melódico, nos cuenta la
historia de algo que ocurrió o que está por ocurrir. Por lo general, el Bolero
utiliza un lenguaje metafórico, y la finalidad u objetivo de su texto debe
tratarse, elaborarse y pensarse detenida y profundamente por quien lo escucha.
Los Boleros que se entienden de inmediato, cuentan con el apoyo del factor
erótico, puesto que la pasión y el amor desempeñan dentro de este género una
fuerza cósmica y fatal.
"Por
alto que esté el cielo en el mundo, / por hondo que sea el mar profundo, / no
habrá una barrera en el mundo / que este amor profundo no rompa por ti".
(Pedro Flores, Obsesión; Orovio, El bolero, p. 87; variantes en Delgado de
Rizo, pp. 185-186).
Ocurre, como es bien visto, que el bolero
utiliza toda la casuística amorosa y que, retrocediendo en el tiempo nos puede
llevar a la sensibilidad modernista y también a la romántica. Y yendo más atrás
aún, a la del amor cortés, y más en concreto del siglo XV castellano.
El mar y sus playas, las puestas de sol, los
barcos y balsas, puertos y muelles, partidas, regresos, y las abundantes
alegorías de tipo náutico que se encuentran en la literatura del amor cortés;
también inundaron el afluente guión melódico del bolero y alcanzaron sus más
profundos sentidos en numerosas canciones, digamos "canciones
marítimas", cosa explicable, acaso y en parte si tenemos en cuenta las
peculiaridades geográficas de la Occitania Tropical:
"Yo ya me voy al puerto donde se haya /
la barca de oro que debe conducirme / [...]/ Voy a aumentar los mares con mi
llanto" (La barca de oro, de Abundio Martínez; ibíd. p. 392).
O bien: "Hoy
mi playa se viste de amargura / porque tu barca tiene que partir / a cruzar
otros mares de locura, / cuida que no naufrague tu vivir" (La barca, de
Roberto Cantoral; Orovio, El bolero, pp. 103-104).
O también: "Espera, aún la nave del olvido no ha partido, / no condenemos al
naufragio lo vivido" (La nave del olvido, de Diño Ramos; Delgado de Rizo,
p. 91).
Y, en
fin: "Y de tu amor de ayer sólo despojos / naufragan en el mar de mi
vivir" (Naufragio, de Agustín Lara; ibíd., p. 259).
En definitiva, las
canciones que se encuentran dentro de este género, cubren un amplio espectro de
situaciones y lugares. Inmersas dentro de un discurso amplio, cuentan e
interpretan las experiencias y afectos de mucha gente, sirviendo a todos:
blancos, negros, indígenas, migrantes, adultos, jóvenes, viejos y académicos; a
encontrar en algún fragmento o melodía, un alivio a su tristeza, o un pequeño
matiz de nostalgia a la esquiva alegría que algunos desaforadamente persiguen.
Pese a que en algún tiempo se pensó que este singular
género musical podría finiquitar, debido a las diversas y exóticas formas
rítmicas y melódicas extranjeras que cambiaron notoriamente el color, timbre y
textura de éste; su renacimiento puede sentirse en la reedición discográfica de
antologías realizadas por cantantes como Luis Miguel, Gloria Estefan, Plácido Domingo,
la fallecida Celia Cruz y de manera más reciente, con agrupaciones españolas de
un merecido prestigio internacional como Presuntos
Implicados, quienes en 1999, lanzaron un CD con canciones del famoso
bolerista Armando Manzanero y cuyo éxito condujo a que otros grupos ibéricos se
interesaran por incorporar este género en sus nuevas producciones.
Y sin apartar del legado, que entre muchos
otros también aportaron hacia un escalafón internacional del Bolero;
encontramos en la hermosa zona Caribe, plácidos y dedicados al subterfugio que
evoca el romance escondido; a los cubanos, boricuas y dominicanos, capturando
con sus cadencias galantes la rítmica que empujaría al incipiente Bolero a ganarse
un lugar en los millones de oídos que buscaban engalanarse con la riqueza
musical que éste ofrecía. Entre tanto México y Argentina con mayores
desarrollos melódicos que rítmicos, se posesionaron con dominio completo en la
zona Andina, lo cual también estaba más
acorde con la idiosincrasia de sus pobladores. Acústicos instantes se
apoderaron de las almas enamoradas cuando aparecieron los famosos tríos, tales
como: Los Panchos, los Tres Caballeros, el trío San Juan, los Tres Diamantes,
los Tres Ases y los Tres reyes. Estos virtuosos de sus instrumentos y sus
armonías vocales plagadas de sencillez, calidez y dominio musical, aplicados a
sus tradicionales canciones, sirvieron de motivo más que merecido para
inmortalizarlos en la mente, los oídos y en la nostalgia colectiva.
En Colombia, tierra donde el Bolero es tan
intenso como la cumbia, el vallenato o la salsa, los isleños con su fraseo sacaroso, su apacible vibrato y
sus singulares incorporaciones guajiras, realzaron y posesionaron dicho género.
En Latinoamérica, el respaldo que aún
evidencia el Bolero, es una muestra de que los intereses contemporáneos no
necesariamente deben pugnar con las tradiciones. El brillo de las disonancias
ocasionadas por los arreglistas de Luis Miguel, las interpretaciones de Eddie
Palmieri, o la acústica bien lograda de César Portillo; son parte de la armonía
que puede realizarse entre las diferentes generaciones.
El modo bolerístico internacional pudo
extenderse gracias a las acotaciones que estos artistas realizaron al género.
La riqueza musical de éste, también fue un
factor determinante en la proyección y prestigio internacional que alcanzó, ya
que ésta era inherente y compacta, pero a su vez dócil y moldeable a otras
estructuras rítmicas; y podía por medio de los compases de 2/4 y 4/4, mezclarse
en deliciosas síntesis que arrojaron entre otros: Bolero son, Bolero canción, Bolero
guajira, Bolero danzón, Bolero mambo, Bolero cha cha cha, Bolero moruno, Bolero
ranchero, Bolero balada, y el Bolero salsero; éste último alcanzando y logrando
llegar con todo el auge y lleno de todo el sentimiento posible al corazón de
New York. Fue en esta ciudad donde se coció, preparó y se sazonó esa potente
música, tan característica y sonada en el presente; derivada de la mezcla de
dos grandes géneros. Allí alcanzo su cúspide, en voces como las de Rubén
Blades, Chivirico Dávila, Justo Betancourt, Héctor Lavoe, Adalberto Santiago,
Ismael Rivera y Cheo Feliciano; dotadas de un sutil fraseo y una melancólica pausa
romántica. Fue también la época en que el jazz influyó sobre el Bolero e hizo del
género un aire más actualizado.
Es posible que el Bolero por ser de todos y
no ser de nadie en cuanto a su génesis, no sea un género que abanderen y
predominen en las naciones de la región, debido ciertamente, a que éstas prefieren
mostrar lo realmente típico para evidenciar exclusividad y referencias con que
se les identifique. Si Cuba o México desearan propagar el Bolero como música
nacional, podrían hacerlo, puesto que tienen demasiados y excelentes exponentes
en el género. Nadie va a contradecir la paternidad de la música mariachi, de la
guajira, del joropo, del vallenato, de la samba, del tango o de la cueca. Y si
ya intentar establecer los orígenes de la salsa crea dificultad, debido a los
aportes cubanos, puerto riqueños, colombianos y venezolanos al género, ¿cómo
será hacerlo con el Bolero?
El Bolero, aparte de
ser motivo y acompañante exquisito para cualquier tarde o velada, debido a su
capa romántica y nostálgica; es también a su vez un profundo proceso de
búsqueda de las raíces culturales latinoamericanas. Porta una manera de ver el
mundo globalizado, caracterizada por la revalorización del idioma español como
vehículo comunicacional. En este sentido, el Bolero es una manera de insertarse
en la globalidad, a partir de la especificidad cultural.
¡La invitación queda
abierta y el disco girando, a conocer, promover y degustar de este lindo
género!
Trío
Los Tres Reyes, aun vigente, considerado como el último de los grandes tríos;
destacados por sus grandes arreglos instrumentales y vocales, aplicados a las
grandes canciones tradicionales.
La Sonora Matancera, famoso conjunto de música cubana, integrado
en la década de los años 20 y quien contara durante mucho tiempo con la
inconfundible y ya desaparecida voz de Celia Cruz
Los Tres Ases, gran trío romántico, nacido en la ciudad de México,
el cual llego a completar una prolífera trayectoria musical de más de 50 años de carrera musical.
Armando Manzanero, cantautor, músico, compositor y productor musical mexicano ganador de un
grammy. Gran exponente mundial del bolero.
Trío Los Panchos, formados en la ciudad de México, y de un gran
reconocimiento a nivel internacional. Los boleros fueron su principal género
musical.
ESTOS SÍ, LOS OTROS NO (RH)
En la primera semana del
presente año, todos hemos presenciado, a través de los medios de comunicación,
el ataque a la libertad de prensa a manos del terrorismo, cobrando la vida de
diez dibujantes de la satírica revista Charlie
Hebdo de Francia, de cinco ciudadanos franceses, dos policías y la
posterior muerte de los atacantes. La repercusión de la noticia por parte de los
medios, era la de esperarse: desproporcionada y alarmista, con el
característico morbo en la transmisión de los hechos empleada de forma
eficiente cuando les conviene.
Seguramente 15 días después
de lo acontecido continuarán hablando de las muertes de los caricaturistas, del
terror que vivió París durante esas 72 horas, de la rápida respuesta de la
policía para dar muerte a los atacantes, una y otra vez pasarán el video, en el
que los terroristas matan al policía herido en el piso, se retransmitirán las
palabras de Hollande, de Obama, sus condolencias, los actos de solidaridad de
las demás naciones con el pueblo Francés, la multitudinaria marcha en la
capital gala, los antecedentes de los criminales, la mujer de uno de ellos que
escapó a Siria. La noticia se repetirá noche y día hasta sacarle el jugo, el zumo
necesario para hacerla más interesante y evitar hablar de otras cosas, poner la
atención del televidente solo en eso.
Este mordaz tratamiento que
tiene la tragedia por parte de los medios, es algo que no debería
sorprendernos, es así como ellos operan y el amarillismo es algo que les
fascina hacer, para un público que se acostumbró a ello.
Sin embargo, lo inquietante
es, que si bien explotan la tragedia al máximo, ¿por qué lo acontecido en
Nigeria, 5 días después de lo de Francia, no tuvo el mismo tratamiento
alarmista y amarillista por parte de las cadenas televisivas?
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgUrYDEcEL0iyOBMrYBQybRl97LVQkcnOUsmiGe5IsjeWMpSJZfAOXrO37fUrleN4Nd3mH0imtWQWt7-aqZg1m0TUnG5tHBLXJwEVtbKu_8ZHYL9FPbBBBL6SYkazXzBbHzKh7tZxaUCrM/s1600/Je-Suis-Nigerian-640x640.jpg)
Al parecer, lo de Nigeria no
valía la pena, por más que fuesen 20 muertos, quizá por ser negros africanos,
gente del común que no tenía ninguna revista satírica, en la que se burlaban
del Dios de un pueblo. No era digno de tener repercusión por suceder en tierra
de nadie, donde los ataques terroristas son el pan de cada día, 20, 30 muertos
de taquito, pero en Francia, Europa, esto no se ve todos los días, es noticia
que escandaliza, que alarma, además es un ataque a occidente, París es París,
por eso estos asaltos si se cuentan, los otros no. Además, Francia tiene
intereses en el medio oriente y es necesario formar una opinión hostil en sus
ciudadanos para apoyar las invasiones.
ARABIA (James Joyce)
Unknown
8:33 a.m.
DIMENSIÓN 33
,
Dimensiones Revista Literaria
,
Escritores invitados
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La calle North Richmond, por ser un callejón sin salida,
era una calle callada, excepto en la hora en que la escuela de los Hermanos
Cristianos soltaba a sus alumnos. Al fondo del callejón había una casa de dos
pisos deshabitada y separada de sus vecinas por su terreno cuadrado. Las otras
casas de la calle, conscientes de las familias decentes que vivían en ellas, se
miraban unas a otras con imperturbables caras pardas.
El inquilino anterior de nuestra casa, sacerdote él,
había muerto en la saleta interior. El aire, de tiempo atrás enclaustrado,
permanecía estancado en toda la casa, y el cuarto de desahogo detrás de la
cocina estaba atiborrado de viejos papeles inservibles. Entre ellos encontré
muchos libros forrados en papel, con sus páginas dobladas y húmedas: El abate,
de Walter Scott; La devota comunicante y Las memorias de Vidocq. Me gustaba más
este último porque sus páginas eran amarillas. El jardín silvestre detrás de la
casa tenía un manzano en el medio y unos cuantos arbustos desparramados, debajo
de uno de los cuales encontré una bomba de bicicleta oxidada que perteneció al
difunto. Era un cura caritativo; en su testamento dejó todo su dinero para
obras pías, y los muebles de la casa, a su hermana.
Cuando llegaron los cortos días de invierno oscurecía
antes de que hubiéramos acabado de comer. Cuando nos reuníamos en la calle, ya
las casas se habían hecho sombrías. El pedazo de cielo sobre nuestra cabezas
era de un color violeta fluctuante y las luces de la calle dirigían hacia allá
sus débiles focos. El aire frío mordía, pero jugábamos hasta que nuestros
cuerpos relucían. Nuestros gritos hacían eco en la calle silenciosa. Nuestra
carreras nos llevaban por entre los oscuros callejones fangosos detrás de las
casas, donde pasábamos bajo la baqueta de las salvajes tribus de las chozas
hasta los portillos de los oscuros jardines escurridizos en que se levantaban
tufos de los cenizales, y los oscuros, olorosos establos donde un cochero
peinaba y alisaba el pelo a su caballo o sacaba música de arneses y de
estribos. Cuando regresábamos a nuestra calle, ya las luces de las cocinas
bañaban el lugar. Si veíamos a mi tío doblando la esquina, nos escondíamos en
la oscuridad hasta que entraba en la casa. O si la hermana de Mangan salía a la
puerta llamando a su hermano para el té, desde nuestra oscuridad la veíamos
oteando calle arriba y calle abajo. Aguardábamos todos hasta ver si se quedaba
o entraba, y si se quedaba dejábamos nuestro escondite y, resignados, caminábamos
hasta el quicio de la casa de Mangan. Allí nos esperaba ella, su cuerpo
recortado contra la luz que salía de la puerta entreabierta. Su hermano siempre
se burlaba de ella antes de hacerle caso, y yo me quedaba junto a la reja a
mirarla. Al moverse ella, su vestido bailaba con su cuerpo y echaba a un lado y
otro su trenza sedosa.
Todas las mañanas me tiraba al suelo de la sala delantera
para vigilar su puerta. Para que no me viera bajaba las cortinas a una pulgada
del marco. Cuando salía a la puerta mi corazón daba un vuelco. Corría al
pasillo, agarraba mis libros y le caía atrás. Procuraba tener siempre a la
vista su cuerpo moreno, y cuando llegábamos cerca del sitio donde nuestro
camino se bifurcaba, apretaba yo el paso y la alcanzaba. Esto ocurría un día
tras otro. Nunca había hablado con ella, si exceptuamos esas pocas palabras de
ocasión; sin embargo, su nombre era como un reclamo para mi sangre alocada.
Su imagen me acompañaba hasta los sitios más hostiles al
amor. Cuando mi tía iba al mercado los sábados por la tarde, yo tenía que ir
con ella para ayudarla a cargar los mandados. Caminábamos por calles
bulliciosas hostigados por borrachos y baratilleros, entre las maldiciones de
los trabajadores, las agudas letanías de los pregoneros que hacían guardia
junto a los barriles de mejillas de cerdo, el tono nasal de los cantantes
callejeros que entonaban un oigan esto todos sobre O’Donovan Rossa o la balada
sobre los líos de la tierra natal. Tales ruidos confluían en una única
sensación de vida para mí: me imaginaba que llevaba mi cáliz a salvo por entre
una turba enemiga. Por momentos su nombre venía a mis labios en extrañas
plegarias y súplicas que ni yo mismo entendía. Mis ojos se llenaban de lágrimas
a menudo (sin poder decir por qué) y a veces el corazón se me salía por la
boca. Pensaba poco en el futuro. No sabía si llegaría o no a hablarle, y si le
hablaba, cómo le iba a comunicar mi confusa adoración. Pero mi cuerpo era un
arpa y sus palabras y sus gestos eran como los dedos que recorrieran mis cuerdas.
Una noche me fui a la saleta en que había muerto el cura.
Era una noche oscura y lluviosa y no se oía un ruido en la casa. Por uno de los
vidrios rotos oía la lluvia hostigando al mundo: las finas, incesantes agujas
de agua jugando en sus camas húmedas. Una lámpara distante o una ventana
alumbrada resplandecía allá abajo. Agradecí que pudiera ver tan poco. Todos mis
sentidos parecían querer echar un velo sobre sí mismos, y sintiendo que estaba
a punto de perderlos, junté las palmas de mis manos y las apreté tanto que
temblaron, y musité: ¡Oh, amor! ¡Oh, amor!, muchas veces.
Finalmente, habló conmigo. Cuando se dirigió a mí, sus
primeras palabras fueron tan confusas que no supe qué responder. Me pregunto si
iría a la "Arabia". No recuerdo si respondí que sí o que no. Iba a
ser una feria fabulosa, dijo ella; le encantaría a ella ir.
-¿Y por qué no puedes ir? -le pregunté.
Mientras hablaba daba vueltas y más vueltas a un
brazalete de plata en su muñeca. No podía ir, dijo, porque había retiro esa
semana en el convento. Su hermano y otros muchachos peleaban por una gorra y me
quedé solo recostado a la reja. Se agarró a uno de los hierros inclinando hacia
mí la cabeza. La luz de la lámpara frente a nuestra puerta destacaba la blanca
curva de su cuello, le iluminaba el pelo que reposaba allí y, descendiendo,
daba sobre su mano en la reja. Caía por un lado de su vestido y cogía el blanco
borde de su falda, que se hacía visible al pararse descuidada.
-Te vas a divertir -dijo.
-Si voy -le dije-, te traeré alguna cosa.
¡Cuántas incontables locuras malgastaron mis sueños,
despierto o dormido, después de aquella noche! Quise borrar los días de tedio
por venir. Le cogí rabia al estudio. Por la noche en mi cuarto y por el día en
el aula su imagen se interponía entre la página que quería leer y yo. Las
sílabas de la palabra Arabia acudían a través del silencio en que mi alma se
regalaba para atraparme con su embrujo oriental. Pedí permiso para ir a la
feria el sábado por la noche. Mi tía se quedó sorprendidísima y dijo que
esperaba que no fuera una cosa de los masones. Pude contestar muy pocas
preguntas en clase. Vi la cara del maestro pasar de la amabilidad a la dureza;
dijo que confiaba en que yo no estuviera de holgorio. No lograba reunir mis
pensamientos. No tenía ninguna paciencia con el lado serio de la vida que ahora
se interponía entre mi deseo y yo, y me parecía juego de niños, feo y monótono
juego de niños.
El sábado por la mañana le recordé a mi tío que deseaba
ir a la feria esa noche. Estaba atareado con el estante del pasillo buscando el
cepillo de su sombrero, y me respondió, agrio:
-Está bien, muchacho, ya lo sé.
Como él estaba en el pasillo no podía entrar en la sala y
apostarme en la ventana. Dejé la casa de mal humor y caminé lentamente hacia la
escuela. El aire era implacablemente crudo, y el ánimo me abandonó.
Cuando volví a casa para la cena mi tío aún no había
regresado. Pero todavía era temprano. Me senté frente al reloj por un rato, y
cuando su tictac empezó a irritarme me fui del cuarto. Subí a los altos. Los
cuartos de arriba, fríos, vacíos, lóbregos, me aliviaron y fui de cuarto en
cuarto cantando. Desde la ventana del frente vi a mis compañeros jugando en la
calle. Sus gritos me llegaron indistintos y apagados; recostando mi cabeza contra
el frío cristal, miré la casa a oscuras en que ella vivía. Debí estar parado
allí cerca de una hora, sin ver nada más que la figura morena proyectada por mi
imaginación, retocada discretamente por la luz de la lámpara en el cuello curvo
y en la mano sobre la reja y en el borde del vestido.
Cuando bajé las escaleras de nuevo me encontré a la
señora Mercer sentada al fuego. Era una vieja hablantina, viuda de un
prestamista, que coleccionaba sellos para una de sus obras pías. Tuve que
soportar todos esos chismes de la hora del té. La comelata se prolongó más de
una hora, y todavía mi tío no llegaba. La señora Mercer se puso de pie para
irse: sentía no poder esperar un poco más, pero eran más de las ocho y no le
gustaba andar por fuera tarde, ya que el sereno le hacía daño. Cuando se fue
empecé a pasearme por el cuarto, apretando los puños. Mi tía me dijo:
-Me temo que tendrás que posponer tu feria para otra
noche del Señor.
A las nueve oí el llavín de mi tío en la puerta de la
calle. Lo oí hablando solo y oí el crujir del estante del pasillo cuando
recibió el peso de su sobretodo. Sabía interpretar estos signos. Cuando iba por
la mitad de la cena le pedí que me diera dinero para ir a la feria. Se le había
olvidado.
-Ya todo el mundo está en la cama y en su segundo sueño
-me dijo.
No sonreí. Mi tía le dijo, enérgica:
-¿No puedes acabar de darle el dinero y dejarlo que se
vaya? Bastante lo hiciste esperar.
Mi tío dijo que sentía mucho haberse olvidado. Dijo que
él creía en ese viejo dicho: Mucho estudio y poco juego hacen a Juan un
majadero. Me preguntó que a dónde iba yo y cuando se lo dije por segunda vez,
me preguntó que si no conocía Un árabe dice adiós a su corcel. Cuando salía de
la cocina se preparaba a recitar a mi tía los primeros versos del poema.
Apreté el florín bien en la mano mientras iba por la
calle Buckingham hacia la estación. La vista de las calles llenas de gentes de
compras y bañadas en luz de gas me hizo recordar el propósito de mi viaje. Me
senté en un vagón de tercera de un tren vacío. Después de una demora
intolerable, el tren salió lento de la estación y se arrastró cuesta arriba
entre casas en ruinas y sobre el río rutilante. En la estación de Westland Row
la multitud se apelotonaba a las puertas del vagón; pero los conductores la rechazaron
diciendo que éste era un tren especial a la feria. Seguí solo en el vagón
vacío. En unos minutos el tren arrimó a una improvisada plataforma de madera.
Bajé a la calle y vi en la iluminada esfera de un reloj que eran las diez menos
diez. Frente a mí había un edificio que mostraba el mágico nombre.
No pude encontrar ninguna de las entradas de seis
peniques, y, temiendo que hubieran cerrado, pasé rápido por el torniquete,
dándole un chelín a un portero de aspecto cansado. Me encontré dentro de un salón
cortado a la mitad por una galería. Casi todos los estanquillos estaban
cerrados y la mayor parte del salón estaba a oscuras. Reconocí ese silencio que
se hace en las iglesias después del servicio. Caminé hasta el centro de la
feria tímidamente. Unas pocas gentes se reunían alrededor de los estanquillos
que aún estaban abiertos. Delante de una cortina, sobre la que aparecían
escritas las palabras Café Chantant
con lámparas de colores, dos hombres contaban dinero dentro de un cepillo. Oí
cómo caían las monedas.
Recordando con cuánta dificultad logré venir, fui hacia
uno de los estanquillos y examiné las vasijas de porcelana y los juegos de té
floreados. A la puerta del estanquillo una jovencita hablaba y reía con dos
jóvenes. Me di cuenta de que tenían acento inglés y escuché vagamente la
conversación.
-¡Oh, nunca dije tal cosa!
-¡Oh sí!
-¡Oh no!
-¿No fue eso lo que dijo ella?
-Sí. Yo la oí.
-Oh, pero qué... ¡embustero!
Viéndome, la jovencita vino a preguntarme si quería
comprar algo. Su tono de voz no era alentador; parecía haberse dirigido a mí
por sentido del deber. Miré humildemente los grandes jarrones colocados como
mamelucos a los lados de la oscura entrada al estanquillo y murmuré:
-No, gracias.
La jovencita cambió de posición una de las vasijas y
regresó a sus amigos.
Empezaron a hablar del mismo asunto. Una que otra vez la
jovencita me echó una mirada por encima del hombro.
Me quedé un rato junto al estanquillo -aunque sabía que
quedarme allí era inútil- para hacer parecer más real mi interés por la loza.
Luego me di vuelta lentamente y caminé por el centro del bazar. Dejé caer los
dos peniques junto a mis seis en el bolsillo. Oí una voz gritando desde un
extremo de la galería que iban a apagar las luces. La parte superior del salón
estaba completamente a oscuras ya.
Levantando la vista hacia lo oscuro, me vi como una
criatura manipulada y puesta en ridículo por la vanidad, y mis ojos ardieron de
angustia y de rabia.
LA ESFINGE (Edgar Allan Poe)
Unknown
8:29 a.m.
DIMENSIÓN 33
,
Dimensiones Revista Literaria
,
Escritores invitados
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Durante el espantoso reinado
del cólera en Nueva York acepté la invitación de un pariente a pasar quince
días en el retiro de su confortable cottage, a orillas del Hudson. Teníamos
allí todos los habituales medios de diversión veraniegos; y vagabundeando por
los bosques con nuestros cuadernos de diseño, navegando, pescando, bañándonos,
con la música y los libros hubiéramos pasado bastante bien el tiempo, de no ser
por las temibles noticias que nos llegaban todas las mañanas de la populosa
ciudad. No transcurría un día sin que nos trajeran nuevas de la muerte de algún
conocido. Por lo tanto, como la mortalidad aumentaba, aprendimos a esperar
diariamente la pérdida de algún amigo. Al fin temblábamos ante la cercanía de
cada mensajero. El mismo aire del sur nos parecía impregnado de muerte. Este
paralizante pensamiento se apoderó de mi alma toda. No podía hablar, ni pensar,
ni soñar en nada. Mi huésped era de temperamento menos excitable y, aunque su
ánimo estaba muy deprimido, se esforzaba por confortar el mío. En ningún
momento lo imaginario afectaba su intelecto, bien nutrido de filosofía. Estaba
suficientemente vivo para los terrores concretos, pero sus sombras no lo
atemorizaban.
Sus intentos por sacarme del
estado de anormal melancolía en que me hallaba sumido fueron frustrados en gran
medida por ciertos volúmenes que yo había encontrado en su biblioteca. Por su
índole, tenían fuerza suficiente para hacer germinar cualquier simiente de
superstición hereditaria que se hallara latente en mi pecho. Había estado
leyendo estos libros sin que él lo supiese, y, por lo tanto, le resultaba
imposible explicarse a veces las violentas impresiones que habían hecho en mi
fantasía.
Uno de mis tópicos favoritos era
la creencia popular en presagios, creencia que en esa época de mi vida yo
estaba seriamente dispuesto a defender. Teníamos largas y animadas discusiones
sobre este punto, en las que él sostenía la absoluta falta de fundamento de la
fe en tales cosas, y yo replicaba que un sentimiento popular nacido con
absoluta espontaneidad —es decir, sin aparentes huellas de sugestión— tiene en
sí mismo inequívocos elementos de verdad y es digno de mucho respeto.
El hecho es que, poco después
de mi llegada a la casa, me ocurrió un incidente tan absolutamente inexplicable
y que tenía en sí tanto de ominoso, que bien se me podía excusar si lo
consideraba como un presagio. Me aterró y al mismo tiempo me dejó tan
confundido y tan perplejo, que transcurrieron varios días antes de que me
resolviera a comunicar la circunstancia a mi amigo.
Casi al final de un día de
calor abrumador, estaba yo sentado con un libro en la mano delante de una
ventana abierta desde la cual dominaba, a través de la larga perspectiva
formada por las orillas del río, la vista de una distante colina cuya ladera
más cercana había sido despojada por un desmoronamiento de la mayor parte de
sus árboles. Mis pensamientos habían errado largo tiempo desde el volumen que
tenía delante, a la tristeza y desolación de la vecina ciudad. Levantando los
ojos de la página, cayeron éstos en la desnuda ladera de la colina y en un
objeto, en una especie de monstruo viviente de horrible conformación, que
rápidamente se abrió camino desde la cima hasta el pie, desapareciendo por fin
en el espeso bosque inferior. Al principio, cuando esta criatura apareció ante
la vista, dudé de mi razón o, por lo menos, de la evidencia de mis sentidos, y
transcurrieron algunos minutos antes de lograr convencerme de que no estaba
loco ni soñaba. Sin embargo, cuando describa el monstruo (que vi claramente y
vigilé durante todo el período de su marcha), para mis lectores, lo temo, será
más difícil aceptar estas cosas de lo que lo fue para mí.
Considerando el tamaño del
animal en comparación con el diámetro de los grandes árboles junto a los cuales
pasara —los pocos gigantes del bosque que habían escapado a la furia del
desmoronamiento—, concluí que era mucho más grande que cualquier paquebote
existente. Digo paquebote porque la forma del monstruo lo sugería; el casco de
uno de nuestros barcos de guerra de setenta y cuatro cañones podría dar una
idea muy aceptable de sus líneas generales. La boca del animal estaba situada
en el extremo de una trompa de unos sesenta o setenta pies de largo, casi tan
gruesa como el cuerpo de un elefante común. Cerca de la raíz de esta trompa
había una inmensa cantidad de negro pelo hirsuto, más del que hubieran podido
proporcionar las pieles de veinte búfalos; y brotando de este pelo hacia abajo
y lateralmente surgían dos colmillos brillantes, parecidos a los del jabalí,
pero de dimensiones infinitamente mayores. Hacia adelante, paralelo a la trompa
y a cada lado de ella, se extendía una gigantesca asta de treinta o cuarenta
pies de largo, aparentemente de puro cristal y en forma de perfecto prisma, que
reflejaba de manera magnífica los rayos del sol poniente. El tronco tenía forma
de cuña con la cúspide hacia tierra. De él salían dos pares de alas, cada una
de casi cien yardas de largo, un par situado sobre el otro y todas espesamente
cubiertas de escamas metálicas; cada escama medía aparentemente diez o doce
pies de diámetro. Observé que las hileras superior e inferior de alas estaban
unidas por una fuerte cadena. Pero la principal peculiaridad de aquella cosa
horrible era la figura de una calavera que cubría casi toda la superficie de su
pecho, y estaba diestramente trazada en blanco brillante sobre el fondo oscuro
del cuerpo, como si la hubiera dibujado cuidadosamente un artista. Mientras
miraba aquel animal terrible, y especialmente su pecho, con una sensación de
espanto, de pavor, con un sentimiento de inminente calamidad que ningún
esfuerzo de mi razón pudo sofocar, advertí que las enormes mandíbulas en el
extremo de la trompa se separaban de improviso y brotaba de ellas un sonido tan
fuerte y tan fúnebre que me sacudió los nervios como si doblaran a muerto; y,
mientras el monstruo desaparecía al pie de la colina, caí de golpe, desmayado,
en el suelo.
Al recobrarme, mi primer
impulso fue, por supuesto, informar a mi amigo de lo que había visto y oído; y
apenas puedo explicar qué sentimiento de repugnancia me lo impidió.
Por fin, una tarde, tres o
cuatro días después de lo ocurrido, estábamos juntos en el aposento donde había
visto la aparición, yo ocupando el mismo asiento junto a la misma ventana y él
tendido en un sofá al alcance de la mano. La asociación del lugar y la hora me
impulsaron a referirle el fenómeno. Me escuchó hasta el final; al principio rió
cordialmente y luego adoptó un continente excesivamente grave, como si sobre mi
locura no cupiese ninguna duda. En ese momento tuve otra clara visión del
monstruo, hacia el cual, con un grito de absoluto terror, dirigí su atención.
Miró ansiosamente, pero afirmó que no veía nada, aunque yo le señalé con
detalle el camino de la bestia mientras descendía por la desnuda ladera de la
colina.
Entonces me alarmé muchísimo,
pues consideré la visión, o como un presagio de mi muerte, o, peor aún, como
anuncio de un ataque de locura. Me eché violentamente hacia atrás y durante
unos instantes hundí la cara en las manos. Cuando me destapé los ojos, la
aparición ya no era visible.
Mi huésped, sin embargo, había
recobrado en cierto modo la calma de su continente y me interrogaba con minucia
sobre la conformación de la bestia. Cuando le hube dado cabal satisfacción
sobre este punto, suspiró profundamente, como aliviado de alguna carga
intolerable, y siguió conversando con una calma que me pareció cruel sobre
varios puntos de filosofía que habían constituido hasta entonces el tema de discusión
entre nosotros. Recuerdo que insistió muy especialmente (entre otras cosas) en
la idea de que la principal fuente de error de todas las investigaciones
humanas se encontraba en el riesgo que corría la inteligencia de menospreciar o
sobrestimar la importancia de un objeto por el cálculo errado de su cercanía.
—Para estimar adecuadamente
—decía— la influencia ejercida a la larga sobre la humanidad por la amplia
difusión de la democracia, la distancia de la época en la cual tal difusión
puede posiblemente realizarse no dejaría de constituir un punto digno de ser
tenido en cuenta. Sin embargo, ¿puede usted mencionarme algún autor que,
tratando del gobierno, haya considerado merecedora de discusión esta particular
rama del asunto?
Aquí se detuvo un momento, se
acercó a una biblioteca y sacó una de las comunes sinopsis de historia natural.
Pidiéndome que intercambiáramos nuestros asientos para poder distinguir mejor
los menudos caracteres del volumen, se sentó en mi sillón junto a la ventana y,
abriendo el libro, prosiguió su discurso en el mismo tono que antes.
—De no ser por su
extraordinaria minucia —dijo— en la descripción del monstruo quizá no hubiera
tenido nunca la posibilidad de mostrarle de qué se trata. En primer lugar,
permítame que le lea una sencilla descripción del género Sphinx, de la familia
Crepuscularia, del orden Lepidóptera, de la clase Insecta o insectos. La
descripción dice lo siguiente: «Cuatro alas membranosas cubiertas de pequeñas
escamas coloreadas, de apariencia metálica; boca en forma de trompa enrollada,
formada por una prolongación de las quijadas, sobre cuyos lados se encuentran
rudimentos de mandíbulas y palpos vellosos; las alas inferiores unidas a las
superiores por un pelo rígido; antenas en forma de garrote alargado, prismático;
abdomen en punta. La Esfinge Calavera ha ocasionado gran terror en el vulgo, en
otros tiempos, por una especie de grito melancólico que profiere y por la
insignia de muerte que lleva en el corselete.»
Aquí cerró el libro y se
reclinó en el asiento, adoptando la misma posición que yo ocupara en el momento
de contemplar «el monstruo».
—¡Ah, aquí está! —exclamó
entonces—. Vuelve a subir la ladera de la colina, y es una criatura de
apariencia muy notable, lo admito. De todos modos, no es tan grande ni está tan
lejos como usted lo imaginaba; pues el hecho es que, mientras sube
retorciéndose por este hilo que alguna araña ha tejido a lo largo del marco de
la ventana, considero que debe de tener la decimosexta parte de un pulgada de
longitud, y que a esa misma distancia, aproximadamente, se encuentra de mis
pupilas.
DE UN SUEÑO Y SU ESPERA (Psyquest)
Ese día no era un día cualquiera.
Iba en coche, camino a desarrollar sus menesteres cotidianos y hacía un
agradable calor de verano. El bello cielo azulado, poco a poco, le conducía a
perderse en él casi por inercia, con la expectativa tan siquiera de cazar una nueva
necia. No se veía una sola; pero presentía que alguna descarriada merodeaba por
ahí. Abruptamente, dejó de parpadear y a su mente llegó una vaga idea de que,
quizás, no buscaba simplemente una nube, estaba, acaso, hurgando en ese inmenso
firmamento un cabo suelto, un hilo desenvuelto, una señal que le condujera a un
reciente sueño que no concluyó. No recordaba casi nada de aquel sueño. Solo
sentía que éste removió cada una de sus entrañas, era un sueño que se confundía entre las noches y las mañanas,
probablemente de ella, de él, hablaba.
No comprendía como rayos había
olvidado lo que había soñado, solo recordaba que éste jamás concluyó, su final
jamás llegó, y la última imagen que vio fue un cielo azulado, como aquel
penetrante cielo, el cual lo atracaba de frente y sin anestesia, desde aquel
coche, camino a su destino esperado.
Así que él, expectante, cerró sus
dilatados ojos y se dejó arrastrar por la corriente de un nuevo sueño que
fluyó. Esta vez no fue como la última. Este sueño emanó a la inversa, desde la
postrera imagen del penetrante cielo, que tenía en ese momento ante sus ojos,
hasta el anónimo e incierto comienzo. De tal modo que, ahí empezó a rememorar con
todo detalle aquel sueño del cielo azulado, a su lado.
AGUJEROS (Andrés Pérez)
No te escucho, no te siento
venir, no escucho tus pisadas sobre las hojas secas, no veo tu silueta bajando de la colina con el
racimo de plátanos al hombro. No vienes, hace rato que dejaste de venir, de
estar aquí en esta casa, que se cae a pedazos y aún guarda tu olor. Te fuiste
cuando ellos llegaron aquella tarde de miércoles. Tú, aun no habías llegado,
nunca llegaste. Ellos empezaron a sacar a todas las personas de sus casas, las reunieron en el parque. Allí estaba yo,
entre ellos, presa del miedo y la
confusión. De vez en cuando miraba hacia la colina, rezaba porque nunca
llegaras, aquellos hombres habían leído tu nombre en la lista que portaban, te
acusaban de algo, cuando se dieron cuenta de que no estabas en la plaza,
entraron en la casa y buscaron por todas partes. Al no encontrarte y sabiendo
que yo era tu esposa, quisieron obligarme a que les dijera dónde estabas. Nunca
les dije nada, ellos ya te habían buscado en las plataneras; pero no te
encontraron, no sabían que esa mañana te dirigías hacia la finca de los Gonzáles.
Al no lograr sacarme ninguna palabra sobre tu paradero, reaccionaron descargando toda su ira sobre mi
cuerpo, caí sobre el piso empolvado de la plaza; recuerdo que el día parecía eterno, como si
se hubiese detenido el tiempo por un instante, era un día lindo, diáfano. Miré por
última vez hacia la colina y no te vi, entonces sentí cierta tranquilidad, ahuyentada
por los cuerpos que iban cayendo uno a uno junto al mío, después todo fue
silencio y llegó al fin la profunda noche.
Ahora te espero en la casa, deambulo por sus corredores como una sombra
que se proyecta en las paredes agujereadas por las balas. Observo temerosa por
uno de los agujeros, afuera todo ha quedado suspendido en el tiempo, las ropas
en el tendedero, la bicicleta tirada en la mitad del camino. Las puertas
entreabiertas de las otras casas, por las que veo espectros deslizándose
lentamente por las paredes, sombras que esperan, como te espero. Pero aun no
comprendo por qué no regresas, por qué no vienes ¿qué te ha sucedido?
CASTILLO DE NAIPES (Johnny C.)
“I don't wanna be your friend
I just wanna be your lover”
Radiohead
La tarde cae apaciblemente mientras el humo
del cigarrillo se trepa por la cortina, un cielo sin nubes se muestra más allá
de la ventana, y el lento caminar de las personas, el silencio y la
tranquilidad de la calle, la despreocupación y el letargo, la risa de los pocos
niños que cruzan la calle; marcan en el recuerdo y el calendario un domingo que
se desvanece sobre su propio peso. Acostado sobre la frescura de la baldosa,
fumando rabiosamente con el cenicero sobre mi pecho; aparto la mirada del
cristal y la dejo caer sobre su silueta. Ella, ella duerme irresoluta en la
cama. Huele a sexo, a tristeza, a lo que debe oler el mar: ron, brisa salina y
enormes cocoteros. El corto cabello apenas cubre su cuello, dejando su espalda
desnuda a mi capricho de recorrerla con la mirada una y otra vez. Descansa con
una respiración sosegada a pesar del calor, del desespero y un creciente e
imperioso sentimiento de fracaso. Las cortinas apenas si se mueven con el débil
viento que sopla entre los muros de las casas. El humo perezoso que exhalo
dibuja complicadas y aleatorias nubecillas azulencas sobre el cielo de otro
tiempo. Me levanto, dejando el cenicero sobre el suelo, el libro que hace rato
intentaba leer se resbala hasta caer por inercia. Apoyo los antebrazos en la
verja que protege el cristal de la ventana, aceptando finalmente la derrota, el
temor de despertarla con el crujir de cada paso de página; sabiendo imposible
comprender lo que dice allí, mientras cada respiración suya marca los segundos,
y su silueta bajo la sábana me invite a espantarle las pesadillas en las que
corra peligro de hundirse.
Una señora en la calle me sonríe con esa
simpatía y a la vez arrogancia de la vejez, le devuelvo un tibio y apagado
intento de mueca, y sigo con mi mirada el aterrizaje de una tórtola sobre los
cables de la electricidad, seguida prontamente por su compañera que se posa
también a unos centímetros de ésta. Con
medio cuerpo fuera, giro mi cabeza, buscándola de nuevo, tratando de atrapar
una imagen distinta de la misma situación. Alcanzo a ver su pie que se escapa
de la cobija, casi tocando el libro que horas atrás le obsequié, y recibió con
poca o bien disimulada alegría. No recuerdo en qué momento fue a parar allí,
justo al borde de la cama, de sus pies, de una posible caída. Me permito
dejarlo donde está y terminar el cigarrillo, apreciar en lo posible la caída de
la tarde, el enfriamiento de los colores y el horizonte que se empieza a perlar
de pequeños y tímidos destellos.
Recuerdo nuestras sombras alargarse sobre el
pavimento por las calles sin rumbo, al capricho de nuestros pasos, de tibios
roces que nos alejaban procurando un silencio como la noche sin luna. Sintiendo
que el mundo derruido a nuestro alrededor se reformaba de nuevo. También puedo
ver el reflejo de nuestras siluetas sobre las ventanas del comercio y las
carrocerías de los autos, sentir la lluvia que sin aviso nos empapaba
lentamente la mirada del pasado y su lento e inútil escrutinio. Siento con
fuerza la dulzura de su mano agarrada a la mía, y la impotencia de no saber qué
hacer en contra de la fragilidad que devolvía su espejo; la mirada con la que
siempre me envolvió dispersa en la bruma, buscando desaforadamente horizontes
esquivos a nuestra brújula; su secreto y fuerte aroma a zozobra, a cigarrillos
encadenados en una noche de insomnio, mientras enormes lagrimones le brotan y
recorren silenciosamente su rostro hasta suicidarse de golpe sobre el pecho. Puedo
sentir o no, el sabor de sus labios, el fuego que envolvía nuestra atmósfera,
ese que nos abrigaba los días de lluvia y las noches impregnadas de ausencia.
“No matter how it
ends
No matter how it
starts”
Es diciembre, me retiro de la ventana para resguardarme
de su itinerancia, de los constantes estallidos de celebración, que hacen
aullar a pobres animales de alegría o tristeza. Ese mes en el que las pálidos y
decaídos frentes de las casas, emergen en lucecitas y adornos desmañados. Me
siento de nuevo sobre el suelo, apoyo la espada contra la pared. Espero
pacientemente el despertar de su sueño, tal vez del mío; queriendo como
siempre, estar ahí, en ese período de tiempo en el que abre su mirada, tratando
de ayudar a mitigar la soledad de ese estado-lugar.
No pasa mucho tiempo hasta que ella abre los
ojos por un instante, dejando caer de nuevo los párpados, igual a cuando no se quiere ver por miedo o
sorpresa o alguna luz incandescente
maltrata la visión; se estira cuan larga es sobre la cama, el libro se salva de
ser ejecutado por enésima vez, luego se recuesta sobre su lado izquierdo y acuña los brazos bajo su cabeza y almohada.
—¿Dormí mucho? —Pregunta con un tono de voz
arrastrado y perezoso.
—Ya ves, es otra vez diciembre.
—¡Rayos! Y ¿por qué no me despertaste antes?
—No pensaba tener ese derecho.
—Hubieras utilizado el izquierdo.
—Lo intenté; pero soy tan torpe que terminé
enredado, perdiendo el rumbo. Al final no sabía muy bien dónde estaba. Vos
sabes muy bien que mi orientación es
estar desubicado. —Sonríe y aparta el cabello que cae por su rostro tras las
orejas.
—¿Qué hiciste mientras dormía? —La pequeña
sonrisa de sus labios desaparece, dando
paso a un rostro inmutable, como si de repente se hubiera topado con un feo
recuerdo o una malsana realidad. La miro y me limito a guardar silencio, a
ocultar la sonrisa; y dejar la pregunta en el aire, por lo menos un instante… “Forget about your
house of cards And I'll do mine”
—Mirar por la ventana del pasado el sueño
del presente —respondo finalmente sin convicción.
—¿Y cómo lo encontraste?
—Roto y perdido. Apesta vagamente a
imposibilidad.
—Mierda. Eso está bien jodido. —Dice
mientras se sienta sobre el colchón—. Pero eso no debería preocuparte, lo único
que tenés que hacer es empezar con otro. En eso sos como un ilusionista que es
capaz de sorprender siempre con un movimiento rápido y eficaz.
—No creo —trato de hablar sin saber de las
palabras—. Me he ido envejeciendo y los sueños se me escurren por las grietas
del tiempo, al igual que una vasija resquebrajada.
—Grave —se limita a decir—. Pero no tanto,
rasgones y fisuras tenemos todos. Eso sí, grave, el asunto de que te estés
yendo por esas rendijas.
—Prefiero irme junto a mi propio torrente de
mierda, fluir; a quedarme atrapado, llorando como un nene, con miedo a salir,
lleno de nada.
Se levanta sobre la cama, que, más que cama,
es un colchón tirado en el suelo —¿Querés café?— Me pregunta mientras recoge su
cabello en una cola. Le afirmo con la cabeza y la sigo con la mirada. Se arquea
y conecta la rutilante luz de un pequeño
arbolito navideño, se queda mirándolo refulgir en su pequeño rincón —¿No es muy
lindo?—. Comenta para sí misma, como si
estuviera hablándole a un perro o un
tonto gato. Regreso mi atención a la calle, luego, supongo, se dirige hasta el
pequeño fogón de gas y pone a calentar el agua. Pronto la siento junto a mí,
levanta el paquete de cigarrillos del suelo y enciende uno.
—¿Qué otra cosa hiciste mientras dormía?
—Te poseía íntegramente con la mirada, leía
cada signo de tu piel, tratando o esperando encontrar allí lo que no me dicen
tus labios—. Se queda en silencio, tal vez mirando mi silueta de espaldas
golpeada por las lucecitas del árbol. Volteo y la encuentro con la mirada baja,
el mentón pegado a su pecho. El humo del cigarrillo le envuelve la piel, el rostro,
la confusión y tormentas de su crisálida. Regresa en busca del café; dándome la
espalda, haciendo tintinear los pocillos mientras revuelve, me pregunta:
—Y ahí… ¿Qué encontraste?
—Un intrincado rompecabezas —le respondo,
tratando de encender un cigarrillo. Ella regresa, me da el pocillo y se sienta
sobre el suelo—. Uno que desconozco si está completo; uno, de tantas e
innumerables piezas, que aturde a simple vista.
Me siento y aparto mi encendedor defectuoso,
ella me extiende el suyo, haciendo que por un momento nuestros dedos se rocen.
Permanecemos algunos minutos en completo silencio, en la semioscuridad del
cuarto; sorbiendo el café, agarrados del cigarrillo, sosteniendo las miradas
como lo harían un par de enemigos o amantes; esculcando la bolsa de las
balotas, removiéndola secretamente y con temor de extraer, otra vez, la
equivocada.
—¿Decime por qué diablos hacemos esto? ¿Por
qué hijueputas? ¿ah? —Pregunta llevando sus manos sobre la cabeza, hundiendo
los dedos en el cabello, en la desesperación, el miedo y el odio.
—La respuesta es que no existe respuesta.
—El problema no radica en la respuesta, y de
seguro, tampoco en la pregunta —. Habla mirando a la nada, con el cigarrillo
quemándose en sus labios, como si estuviera en uno de esos momentos de soledad,
en los que se busca el convencimiento de algo; infringiéndose un valor sin
sentido o que no se tiene, aferrándose a una idea estúpida.
—¿Sabés que mi intensión no está en
contemplar la figura? —Digo— Que mi objetivo no es más que la delicia de ir
uniendo, una a una las pequeñas piezas, sabiendo perfectamente que no existe
resultado único, que siempre será cambiante la figura y que quizá; llegado el
momento, sea necesario manotear la mesa con la intensión de retomar o desechar el trabajo y mandar todo al
demonio.
Ya no entra luz por la ventana, la noche se
ha regado por toda la habitación. La luz parpadeante que emite el pequeño
árbol, aun me deja distinguir parte de sus facciones, de su semblante. Aparto
el cenicero y los pocillos que hay entre nosotros y nos separan, empuño sus
manos; por un tiempo parecemos un par de colegiales sentados en un solitario
pasillo mientras se miran en silencio, sin saber muy bien el por qué están ahí,
en contra del miedo y la incertidumbre de no entender lo que pasa. Ella
finalmente se levanta, al regresarme, la veo sentada sobre la cama, mirándome,
alisando un pequeño mechón de cabello, sonriendo tibiamente, producto de la
sinrazón, del desacuerdo y las pasadas intensiones truncas, deshechas por azar
o consentimiento. Tomo los pocillos y me
levanto llevándolos hasta el fregadero, al volverme, ella, abrazando sus rodillas
me dice:
—Vos podés decirme lo que querás, yo puedo
responderte cualquier barbaridad vestida por la mentira; pero necesito
imperiosamente que me ayudés a volar, y no sé cómo, ni con qué motivo, dejemos
de soñar.
¿DÓNDE ESTÁS FELICIDAD? (KmiV)
Felicidad,
asunto imposible,
artificial,
que propone
insatisfacción en el diario vivir,
desganas por atender todo,
durante su búsqueda.
Dios,
¿Qué hago cuando no hay sentido?
¿Qué hago cuando lo que hago,
lo que soy,
lo que tengo,
no llena mi alma?
Tengo gratitud
por todo lo alcanzado,
por las personas tan valiosas a mi lado.
El otro lado de mi vida,
no me deja gozar de todo bien recibido,
por tantos
sueños incumplidos,
falsas esperanzas,
niveles altos de decepción.
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