ESAS FORMAS FLOTANTES EN LA NADA APARENTE (Johnny C.)

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Bajamos del auto luego de que Stiven dio la señal acordada. Se supone que era un trabajo de “toma y corre”. El aire frío de la calle inmediatamente hizo contraste con la cálida temperatura del automóvil, mientras algunos incautos transeúntes cruzaban rápido las losas húmedas de la acera. En movimiento mecánico y de protección, subimos el cuello de los abrigos y rápidamente, mientras nos dirigíamos a la puerta de cristal, cubrimos nuestro rostro con unas tontas máscaras que horas antes, nos habíamos repartido entre risas nerviosas y miradas graves. Stiven hizo lo mismo que nosotros, desenfundamos las armas y entramos en el auto, rumbo al  sitio meticulosamente elegido para la jugada del destino que habíamos planeado, Stiven, nos repasaba o acordaba meticulosamente los últimos detalles de la operación; que bien ejecutada, según ellos, nos daría para sobrevivir de buena manera un tiempo prolongado. En el asiento de atrás, acariciando debajo de mi abrigo el frío metal del revólver, podía oír la voz de Stiven que sin voltearse, mirándonos a mí y a Paul todo el tiempo por el retrovisor; era el único que hablaba. Tom conducía tranquilamente por la calle, entre los otros autos y una capa fina de lluvia que se había instalado temprano en la mañana, y no se resignaba a desaparecer; parecía por su aplomo que se dirigía de paseo a la playa y no hacia el lugar donde nos íbamos a jugar y apostar el resto de la vida. Paul a mi lado y con un cigarrillo sin encender pendiendo de sus labios, miraba a través de la ventana, supongo que él, junto al hombre en el asiento delantero que hablaba no tenían por qué tener miedo; puesto que esto, según ellos, ya lo habían llevado a cabo en el trascurso de su existencia algunas veces más. Yo no sabía por qué estaba allí, en ese viejo auto negro, detenido entre el tránsito que esperaba impaciente la luz verde; sentado junto a esos hombres que de ninguna manera podía considerar gente cercana.
Es curioso, cerraba los ojos y lentamente la voz de Stiven y el ruido de los autos y el citadino se desvanecían. Por primera vez estaba metido en una situación como esa, no sentía miedo, pánico o desespero alguno; pero tampoco ningún tipo de exaltación o ansiedad. Luego de permanecer así por unos cuantos segundos, esas formas flotantes en la nada aparente y junto con el recuerdo, empezaban a formar el rostro de ella: sonriente, lúcido, hermoso; mientras lentamente la imagen se iba ampliando y me permitía ver de nuevo esa fotografía mental, perdida en el tiempo sin espacio del recuerdo, entramos al lugar y Paul inmediatamente inmovilizó al único guardia de seguridad que había, mientras Stiven y Tom intimidaban a los empleados y a los pocos clientes presentes, para evitar cualquier tipo de maniobra que pusiera en peligro el plan. Al principio, y como es normal en esos casos, hubo bastante confusión mezclada con gritos de algunas señoras, callados rápidamente por los insultos y las amenazas de muerte que Stiven gritaba, al obligarlos a permanecer en silencio y acostarse boca abajo en el suelo. Desde la puerta, con el arma desenfundada y recostada contra mi pierna izquierda; pude observar todo en mi tarea de vigía, tanto dentro del sitio como afuera. Sabíamos que teníamos poco tiempo, por eso había que apresurarse con el asunto del botín, el cual, Tom y Paul tomaban apresuradamente, mientras Stiven seguía repitiéndole a los presentes, a manera de letanía lo que les podía suceder si intentaban, ese movimiento estúpido ayer al vernos en la tarde, compartimos un momento en un espacio medido de tiempo, debido a su trabajo y a mi reunión secreta en el bar con los integrantes del grupo, para dar repaso y finiquitar algunos detalles del plan. No hablamos mayor cosa, dediqué el tiempo a mirarla y a tratar de retener en el tiempo su sonrisa, a incrustarme en su mirada, a sentir el contacto de sus dedos y el olor de su cabello. Para mí, sin importar lo que aconteciera al día siguiente, sería la última oportunidad para entrar en el regocijo de su presencia, en el contacto cálido de su cintura podía sentir el aire que se quedaba atrapado entre mi rostro y la máscara que llevaba puesta. No sabía exactamente cuánto tiempo había trascurrido desde nuestra entrada al lugar; pero de seguro no era demasiado, la situación de enorme complejidad, seguro tergiversaba la manera de percibirlo.  Afuera, la lluvia seguía cayendo parsimoniosa sobre el asfalto, las fachadas de los edificios circundantes y el techo del auto negro parqueado pulcramente al lado de la acera. Adentro, como minutos atrás en el auto, sólo podía oírse la voz tranquila de Stiven que entre frases que simulaban ser consejos dirigidos a las personas sobre el suelo, apuraba el movimiento de Paul y Tom, que llenaban a la par, bolsos, de esos que se utilizan para viajar; preocupados en cumplir el objetivo por el que estábamos agazapados en una tienda de abarrotes, entre cajas de botellas y latas de conserva; unas pocas calles abajo del epicentro. Paul gravemente herido deliraba, gritaba que no se quería morir, pedía por la presencia de su madre, reclamaba entre insultos y balbuceos por ayuda divina que, evidentemente sabía no iba a obtener.

Cuando nos disponíamos a abandonar el lugar, ya era demasiado tarde, en algún momento, entre mi distracción con la puerta y el ataque del guardia de seguridad a Stiven con la intención de desarmarlo, apareció una patrulla de la policía que jamás vimos hasta estar afuera. Tom cayó muerto al instante, con el cerebro esparcido en la puerta de cristal, fue un tiro limpio y certero disparado por alguno de los policías que venían al rescate del banco, dispuestos a matarnos y a hacerse matar por un dinero de nadie. Mala suerte. Un par de patrullas bloqueaban el auto negro y nuestra vía de escape. No había de otra que emprender la huida corriendo, entre los disparos, los gritos, la lluvia y el desespero delante de la tienda, en la calle, seguramente atiborrada de patrullas policiales; que resguardan un pequeño ejército de agentes de la ley, se puede oír una voz incrementada por megáfono, que pide nuestra rendición incondicional y pacífica. Stiven, no dice nada, está sentado en un rincón, detrás del mostrador que lo separa de mí, junto a un arrume de chocolates, frituras y cosas por el estilo. Él está bien, enciende un cigarrillo y mientras trata de destapar una barra de chocolate, sin lograrlo, me comunica entre risas de resignación que no tiene más tiros. Paul, tirado en el centro de la habitación, rodeado por un charco de su propia sangre, ya no grita más. —¿Cuántos tiros tenés? —Me pregunta Stiven—. Niego con la cabeza, a pesar de tenerlos todos, de no haber disparado uno sólo algunos minutos atrás abandonamos el punto A y nos dirigimos al auto negro, lo abordamos y Tom lo pone en marcha. Permanecemos en silencio, mientras el auto empieza a ganar velocidad y nos adentramos en la ciudad. La radio del carro sintonizada en cualquier emisora, vomitaba una música entre sonidos de estática, hasta que Stiven, cansado del ruido o con la idea de aclarar los últimos detalles la apaga y empieza a hablar. Nos confirma cosas que ya todos sabíamos de antemano, nos dice que en cuanto lleguemos al sitio, Paul se estaciona lo más cerca que pueda de la puerta; entonces él se baja y enciende un cigarrillo mientras vigila los movimientos del guardia, en alguna distracción de éste, él deja caer el cigarrillo y lo aplasta con la suela del zapato disponiéndose a entrar. Esa es la señal. Ya no queda más por decir, estamos a pocos minutos del punto B. Guarda silencio. Tom se deshace de un cigarrillo encendido por la ventanilla y luego la sube, Paul mira abstraído los edificios, la gente y los otros carros que conforman este día normal. Sí, se puede decir que todo iba normal y según el plan, hasta que decidimos abandonar el lugar con el botín adquirido. Cuando salíamos, sonó el primer disparo, allí cayó Tom como un bulto de cemento; después, todo fue confusión.
Había una o dos patrullas que bloqueaban la salida de nuestro auto, Stiven y Paul respondieron al fuego de la ley, mientras me lanzaban uno de los bolsos, parte del botín y  gritaban que corriera. No sé en qué momento hirieron a Paul, puesto que inmediatamente emprendí la huida calle abajo. Supongo que él, trató de rescatar el otro bolso que llevaba Tom o simplemente porque no había manera de resguardarse, allí, en esa solitaria y húmeda acera me parecía inútil seguir corriendo con tanto plomo detrás, y más estúpido aún responderlo. No había nada por hacer, quise continuar la huida; pero por alguna razón también me pareció inútil. Fue ahí cuando decidí entrar a esta porquería de lugar entre los gritos y la estupefacción de los presentes, que inmediatamente huyeron despavoridos. Ellos, Stiven y Paul me siguieron, no sé por qué recuerdo en este instante, la primera vez que hicimos el amor. Fue en el motelucho que queda justo en la esquina de esta calle, unos cuantos negocios más adelante. Un lugar triste, de ventanas sucias, medio letrero de neón fundido y de paredes comidas por la humedad. A ella no le importaron las feas cortinas, la precaria cama y el oscuro olor a podredumbre. No hizo más que sonreír y besarme, pidiéndome que la acariciara, que la recorriera, que la amara incondicionalmente sin ropa en ese anónimo motel del centro de la ciudad es el banco que decidimos robar, luego de descartar las otras opciones; reunidos en algún bar un par de semanas atrás. Finalmente, frente a botellas de cerveza, ceniceros llenos y armas obtenidas quién sabe de dónde.
La idea era de “toma y corre”. No quiero mentir con las necesidades, simplemente opté por acatar la decisión; y todos, por el hecho de estar allí presentes, estábamos de acuerdo, independientemente de la particularidad aún tengo los seis disparos; pero ya no importa lo que pueda o decida hacer con ellos. Tal vez, asomarme por la ventana que deja entrar las luces parpadeantes provenientes de las patrullas policiales y hacer tres disparos a cualquier lado, usar el cuarto con Paul, que ha empezado de nuevo a quejarse del dolor; aunque ya no tan ruidosamente, el quinto conmigo y dejar el resto en manos de Stiven; o podría simplemente darle el arma a él y salir con las manos en alto y entregarme como lo aconseja la voz del exterior, a cambio de veinte, treinta, cuarenta años de prisión. Para mí, no es mala idea; pero oír repetir a Stiven que prefiere la muerte en vez de volver a la cárcel, me deja un poco inquieto. Enciendo un cigarrillo y empuño decididamente el revólver, Stiven me mira y empieza a decirme que me entregue, que no tiene sentido, que yo tengo razones para continuar viviendo, que con mis antecedentes y un buen comportamiento, el tiempo preso sería corto y luego de eso podría continuar la vida con esa mujer que se me dibuja en los ojos. No sé, ni entiendo por qué me dice todo eso. Yo no lo creo así, entonces le pregunto que qué tiene pensado hacer; me responde que se va a quedar comiéndose todo el chocolate posible sin hacer nada, hasta que ellos decidan entrar, luego opondrá resistencia y se hará matar. Enciende otro cigarrillo y me sonríe simpáticamente, mientras me repite de nuevo que lo mejor que puedo hacer yo, es entregarme.

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