EL RUIDO QUE NOS LLEVA (Johnny C.)

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Esta es la tercera o cuarta vez desde que la conozco. Pobrecita, tan sola, tan frágil, tan ella. ¿Es la tercera o cuarta? No sé por qué tengo la impresión de que es así, y no la segunda o tercera. Ahora no sé qué hacer o cuál sea el paso siguiente; supongo que podría levantarme y telefonear a alguien más, pero…
   Tengo escasamente lo suficiente para hacer una llamada, y avisar, contar el hecho con mis palabras e impresiones, lo cual requiere mucho más tiempo de lo que puede darme la moneda que rasco dentro de mi bolsillo. Tal vez, no quiero porque presiento que a nadie le pueda importar, o de alguna manera no lo considero necesario, quizá prudente. Supongamos que logro vencer mi aquietamiento y levanto alguna de las bocinas públicas que están en el corredor que conlleva a esta pequeña sala, marco el supuesto número, al hipotético teléfono de  Alejandro, y siempre suponiendo que lo contestara ¿Qué le diría en una situación como ésta, en los insuficientes segundos de conexión? No habría suficiente tiempo para conversar, entonces tendría que saludar como de costumbre y con voz de presentador dar la noticia. La ventaja está, en que, siendo Alejandro el receptor, no serían muchas las palabras que utilice para encadenar alguna frase-respuesta. Digamos que en vez de comunicarme con él, intento con Liza o Paula. El asunto se torna completamente distinto con cualquiera de las dos mujeres, seguramente mucho más caótico y temible. Suponiendo que tenga grabado en algún rincón de mi recuerdo el número telefónico de alguna de ellas; un día como hoy, a una hora como ésta, dificultaría por completo el hecho de encontrar a Liza en casa. Quizá sea más probable la presencia de Paula, debido al bebé, argumento más que notable para dejarla fuera de todo esto.
     Lo que sí puedo recordar es esa tarde, la última, o mejor dicho la vez anterior a ésta. Fue en casa de Paula, aún puedo recordar el rostro de ella, tan blanco como el papel, mientras narraba lo sucedido, viéndose interrumpida por el arribo de alguno, que debido al lugar, a las expresiones y la historia, pronto se ponía al corriente de la situación. Sí, sucedió en casa de Paula, mientras conversaban de algo fatuo o inútil; bebían té y fumaban mirando caer la lluvia por la ventana, cómplices la una de la otra. Sin aprensión y completamente natural, Juana se levantó del sillón aquejando una “llamada de la naturaleza” y recorrió los pasos necesarios en dirección del baño; mientras Paula, tal vez aplastaba un cigarrillo en el cenicero e inmiscuida en los razonamientos de la conversación o en algún pensamiento al azar, la observó retirarse. Cualquier cantidad de tiempo después, la duda, la llamada a la puerta, el silencio, las posibles razones; el leve girar y empujar buscando no asustar, sorprender un cuerpo, el de ella, Juana, de espaldas al azulejo de la pared, sentado sobre un charco de sangre viscosa emergiendo lentamente de sus articulaciones, mientras en el vidrio rugoso de la claraboya arreciaba de nuevo la lluvia.
   Puedo recordar todo eso o lo invento, el asunto está, en que ella, Paula, pudo comunicarse con todos o con casi todos. Su voz inquieta a través del receptor, comunicándome algo acerca del Hospital Central, sobre Juana y un oscuro intento de suicidio; avisando, diciendo, profiriendo… reclamando compañía porque estaba sola y no podía con el desespero, no sabía qué hacer con tanta presión. Esa fue la segunda o tercera vez, me extraña no poder recordar con precisión el número exacto. Aquella tarde, no fui más que un espectador; cuando llegué al hospital ya estaban allí: Dani, Liza y Cardona, rodeando a una estupefacta Paula. Total, y como es normal en un caso así, la historia a fuerza de tanto ser repetida va perdiendo entereza, hasta quedar convertida en un número reducido de frases y voces que cumplen con la somera labor de informar. Creo que mejor convierto ese minuto de comunicación en cinco de nicotina, pero tengo miedo de abandonar este asiento, esta sala; y que por esa puerta batiente, la misma por la cual ingresó; emerja uno de esos asépticos seres de bata blanca como un heraldo de la muerte, con la noticia de una precaria situación. Tengo miedo porque estoy seguro que mis piernas no serán capaces de recorrer los laberínticos pasillos pintados de blanco que me lleven hasta la salida.
   Ella, la persona. Juana. De seguro no quería que fuera de esta manera. ¿Qué derecho tenía Paula? Igualmente para mí, por qué debía levantarla, insistir, arrebatarle el sosiego de su sonrisa, la tranquilidad de su silencio; luego de entrar furtivamente a su apartamento y encontrarla allí, tirada, abandonada a su decisión y empujarla, cargarla hasta el taxi,  dar la voz de alarma al conductor, puteándola, maldiciendo su cuerpo aún tibio, su rostro pálido, su pecho que se inflaba con dificultad. Por qué no debía dejarla en su oscuro apartamento, sucumbiendo a los sedantes o a cualquier mierda que se hubiera tragado. Imaginar o tal vez fingir la hipótesis de mi nunca aparición, de haberme dado por vencido ante la muda presencia de la puerta cerrada, la falta de iluminación y el silencio que emanaban los muros del espacio; tal vez como lo esperaba ella, lo planeó y efectuó. Pensar en el número de probabilidades, de situaciones o lugares en los que me podría encontrar en el preciso momento de su decisión, y lo que sea que haya sido que me llevó hasta su edificio, obligándome a entrar y perseverar. Tonta, tontísima Juana y su quebradizo ser.
   Paseo un momento la vista por la pequeña sala de espera que se encuentra semivacía, algunas veces es cruzada por enfermeras tan impecablemente vestidas y parecidas, que se podría llegar a pensar que son la misma; igual a un ejército de fantasmagóricas apariciones que van y vienen por los pasillos límpidos y blancos. Me doy cuenta que no espero solo, justo en la misma fila de sillas en la que estoy sentado, hay otro hombre que también aguarda, no sé hace cuánto tiempo. No recuerdo si estaba allí cuando llegué o como alguna de esas figuras errantes apareció sin darme cuenta. Seguramente, también espera por noticias de alguien, mientras en los momentos en que cree no ser vigilado saca una licorera de metal del bolsillo de su abrigo y toma un trago. Al darse cuenta que lo estoy mirando, lejos de sentirse descubierto o avergonzado, extiende la licorera en mi dirección.
   –¿Quieres un poco? –Me dice con una voz gruesa–. Me levanto y me noto ávido, necesitado de lo que sea que haya en ese recipiente; al acercarme al tipo y recibirle la licorera, éste me advierte tener cuidado con las autoridades “esterilizantes”. Bebo, me sorprende más el hecho de que haya utilizado esa última palabra, que por el contenido de la licorera.
   –Gracias–. Le digo al tratar de regresarle la licorera, el tipo hace un ademán negativo y no la recibe.
   –Mejor bebe otro trago –dice–, parece que lo necesitas.
Me siento, nos separa un abrigo húmedo y rojo de mujer que yace sobre el asiento contiguo a él. Bebo de nuevo y le regreso la licorera que esta vez recibe y oculta inmediatamente en el abrigo rojo. Permanecemos en silencio, el hombre no parece muy preocupado, cruza las piernas y mira su reloj pulsera. Tal vez, aquello que le haya sucedido a la mujer dueña del abrigo, no sea peligro mayor para su vida o motivo suficiente de alarma. Decido finalmente restarle  importancia y permanecer en silencio junto aquel hombre y la compañía tácita del licor.
   –¿Estás bien? –Pregunta luego de algún rato–. No quiero entrometerme pero aún tienes la mirada empolvada, perdida que tenías cuando entraste cargando el cuerpo de la mujer.
   Esas palabras me sacan lentamente del letargo en el que había caído, miro al hombre de nuevo sosteniendo la licorera plateada en sus manos, su cabello pinta algunas canas y usa lentes de montura gruesa. Da un trago. No me siento peor ni mejor; igual o distinto. Sólo puedo sentirme allí, engullido por el miedo y la incertidumbre. Él empieza a contarme algo sobre una mujer, una esposa, una enfermedad, el abrigo rojo, la lluvia, el susto, lo sucedido… el posible futuro, los deseos de volverla a ver. No alcanzo a tener la concentración suficiente para entenderle o responderle palabra alguna, continúo allí, absorto, presa de un pensamiento mortuorio, del recuerdo de Cardona. El hombre, finalmente termina su relato y toca mi brazo con el recipiente, invitándome a recibirlo.   
   –Se puede decir que las personas que trabajan en este tipo de lugares son indolentes, insensibles, frías con los pacientes y familiares que acompañan y necesitan saber el estado de su ser querido. –Me dice mientras vuelve a consultar su reloj.
   –Bueno, quizás eso haga parte de su trabajo. Si usted se pone a ver, también el paciente que ingresa sufre esas consecuencias. Para ellos no eres una persona; no eres más que su objeto de trabajo y estudio, me atrevería a decir que hasta de divertimento. –El hombre sorprendido por mi respuesta me mira y dice:
   –¿Usted no hablará en serio? Lo más probable es que esa indolencia, sea producto de la espera por verdaderos resultados y así dar un parte más acertado del estado de la persona. Hay que ver que en situaciones como éstas, se trata con seres humanos. ¡Hay que tener ética! ¿No le parece?
   –La ética es algo que le embadurnaron al Homo Faber sin pelo, con la intención de controlarlo y obligarlo a aceptar lo que no quiere como correcto. En otras palabras, tratan de enseñarle cómo sentir, obrar o ser. “Tema de amplio corte que tengo que discutir con Alejandro”.
   –Joven. Usted podrá decir lo que quiera; pero esa misma ética, fue la que lo obligó a traer a su muchacha hasta acá y tratar de salvarle la vida.
   –No me va a creer, pero hace un rato pensaba en eso mismo. –El tipo se queda en silencio e invierte el cruce de sus piernas. Levanto la licorera abandonada en mi regazo y doy otro trago que siento dulce y nauseabundo a la vez. Tengo la impresión de que han pasado horas desde que llegué, pero no me atrevo a hacer nada más que quedarme sentado, esperando no sé qué. El hombre, como si adivinara mis elucubraciones me dice: –De cualquier forma, ¿sabes que puedes pedir información a las enfermeras? Aunque eso no significa que puedan o quieran dártela–. Por alguna razón me siento más solo y abandonado que al principio, increíble que la interacción con otras personas en la mayoría de los casos amplifique ese sentimiento. Levanto la mirada de mis zapatos hasta la del hombre que espera una respuesta y me encojo de hombros. –No sé si quiera saber algo–. Le digo.
   –Supongo que a eso lo llaman miedo a saber, muy frecuente, pero no en esta clase de situaciones. ¿Pero? No hay otra forma de vencerlo, de disminuir la preocupación.
   –Saber o no saber. Mi preocupación no va a cambiar la realidad.
   – ¿Y entonces consumirse en la duda, perderse en la desesperación?
   –Usted mismo lo expresó al inicio de esta conversación. Sus miedos y dudas no se verán vencidos hasta que tenga la oportunidad de volver a encontrarse  con su esposa. No importa si la supuesta información que le den sea buena. –El hombre aplaude una vez tan fuerte y sonoramente que retumba en la sala y seguramente en los corredores contiguos–. ¡Ah! Estos jóvenes de ahora sólo se preocupan por sí mismos –dice–. 
   –¿Le parece? No será acaso que la preocupación por su esposa; no es más que desasosiego, lástima y miedo. –El tipo arquea las cejas y se reacomoda los lentes sobre la nariz; bebe otro trago y se queda en silencio, quizá porque no tiene nada para decirme o porque considere tonto argumentar algo.
   –Yo no sé nada de eso –dice luego de un rato–. Pero si crees en todo lo que me has dicho hasta ahora; tu manera de actuar lo contradice totalmente. Si tu preocupación por esa joven, no es amistad, amor o por lo menos altruismo. ¿De dónde viene la tontería de traerla hasta acá y sentarse a esperar y velar por su estado?
   –Eso es lo que trato de decirle. Tal vez sienta que la posible falta de esa persona pueda influir en mí; entonces al hacer esto, lo único que busco es mi propio bien, y no tanto el de ella como puede parecer…
   –Disculpen, ¿Cuál de ustedes es el señor Adam Buck? –Pregunta una mujer vestida completamente de blanco de pie frente a nosotros que ha aparecido de la nada, y después de corroborar alguna información; le comunica al hombre que ya puede pasar a ver a su esposa. El tipo se levanta, recoge el abrigo, y un bolso de mujer del asiento, antes de salir en compañía de la enfermera me señala la licorera que ha quedado allí –Se la regalo y le deseo suerte con su amiga–, me dice antes de abandonar por completo la sala.
   “Los hospitales siempre serán, no importa lo que traten de hacer con ellos, lugares sórdidos y fríos, evocadores de sufrimiento y angustia; tal vez, ni las personas que lo frecuentan como lugar de trabajo puedan llegar a acostumbrarse a esta especie de limbo confuso, blanco y cegador. Su relevancia consiste en que alrededor de ellos se erigen vida y muerte paradas sobre una delgada cornisa… pero… ¿así no es en todo lugar?  Su presencia y actuación siempre nos sorprende, a pesar de que a cada momento están presentes. Porque la vida es un transcurrir contiguo a la muerte, no van separadas como se puede llegar a creer, ambas caminan juntas de la mano como entes idénticos; bastan el ir y venir de los días, las personas que dejamos de frecuentar, los pensamientos que se suceden unos a otros algunos terminado en olvido; mi piel, cabello, sangre, tejido orgánico ¿acaso constantemente no están muriendo?”. Agarro la licorera y doy un trago echando la cabeza ligeramente hacia atrás. Alguien me toca el hombro derecho y se sienta al otro lado.
   –¿Juana? ¿Pero qué mier...? ¿Estás bien? –Sin proponérmelo la abrazo tan fuerte como para hacerle devolver lo que sea que aún no le hayan hecho vomitar allá adentro.
   –Sácame de aquí –me susurra–. Llévame, no quiero estar más.
   –Pero, ¿estás bien? ¿Qué te han dicho?
   –Por favor…
   –Está bien –me levanto y la tomo de la mano–. Nos adentramos por algún corredor en busca de la salida, Juana aún está medio atontada, lleva puesta escasamente la ropa hospitalaria, así que me quito mi abrigo y la cubro con él; también va descalza y no parece importarle. –No creo que debamos irnos –le digo–, quizá todavía no estás en condiciones.
   –No me importa. No quiero morir en un hospital. Llévame a la playa, al murmullo de las olas que agradecidas besan la arena.
   –Nadie está hablando de morirse vieja, al parecer ese tren ya partió. Continuamos recorriendo pasillos sin encontrar salida o alguna ruta de evacuación. Básicamente la arrastro por medio de los corredores como a una muñeca de trapo, como a una niña regañada que es acarreada por el parque, en medio de las palomas, una fuente, la mirada atónita de los circundantes y los lagrimones en las mejillas rojas y agitadas de la nena.
   –¡Eureka! –Alcanzo a ver al final del pasillo la escalera para incendios. Llevo a Juana hasta la puerta y le digo que me espere allí. Ella se queda recostada contra la puerta, mirándome con grandes ojos negros, tal vez sintiéndose abandonada. Regreso por el mismo pasillo, caminado casi en puntas de pie, queriendo ocultar cualquier sonido de mis zapatos, no sé para qué; se me ha ocurrido que al menos debo tratar de conseguir algo para calzarla antes de salir a la calle. Ando en busca del zapato de cristal, de cuero, de tela; cualquiera, Juana lo recibirá con agradecimiento. Cada vez me adentro más y más por pasillos desconocidos, pegando la vista al suelo cuando me topo de frente con alguien; escrutando habitaciones al azar, tratando de abrir puertas con seguro, incluso mirando estúpidamente los rincones, como si allí, por obra y gracia fueran a aparecer algún par de chanclas. Me detengo de golpe ante una puerta entreabierta, la empujo un poco y alcanzo a observar una habitación medianamente iluminada por una lámpara que está sobre un nochero; hay un viejo tendido sobre una cama, a su lado, sentada en una silla puedo ver a una mujer que duerme en una posición bastante incomoda y en el suelo, unas pantuflas, mi tiquete ganador. Entro tratando de hacer el menor ruido posible y me acerco lentamente a la camilla, la mujer se revuelve pero no se despierta, el hombre, que no duerme se percata de mi presencia y vuelve la cabeza, me mira pero no pronuncia palabra alguna; simplemente me sigue con la vista hasta que llego al borde de la camilla. También me quedo mirándole. Nos quedamos así por un tiempo, no sé cuánto, al final él, parece querer hablarme, levanta un poco la cabeza de la almohada y sólo alcanza a modular algo que no logro entender. Agarro las pantuflas y antes de dar media vuelta, le hago una seña al viejo en forma de disculpa; abandono la habitación y al pobre hombre quien ha cerrado los ojos, y ahora tal vez sueña con la primera vez que una muchacha dejó que la tomara de la mano.
   Al regresar al lugar en el que dejé a Juana no la encuentro allí.  Para dónde te fuiste loca, boba, tonta. Miro a izquierda y derecha del pasillo. Nada. Nadie. Jueputa. Camino hacia cualquier lado, buscando en el silencio, con las tontas pantuflas en mi mano; doy un tour hospitalario entre el olor a lluvia, muerte, lágrimas, desesperación; sangre y antibacterial. Cuán difícil puede ser encontrar una mujer medio pasmada, vestida con un abrigo de hombre y descalza. Juana-Juana-Juana, maldita sea Juana. Sin proponérmelo estoy de nuevo en el lugar en que le perdí el rastro, y empujo sin convicción la puerta de las escaleras contra incendios.
   –¿Por qué tardaste tanto? –Me pregunta ella luego de girar la cabeza y verme–. Está sentada sobre el primer peldaño, con el abrigo ya puesto, aun así, tiembla de frío. La miro y me sacudo la sorpresa, desciendo uno o dos peldaños más y le pongo las pantuflas.
   –Me siento Cenicienta.
   –La diferencia está en que son como las tres de la mañana, y estas cosas están muy lejos de ser zapatos de oro.
   –Y en que vos no sos un príncipe azul.
   –Y vos una princesa –Juana sonríe y me murmura unas pequeñas “gracias”–. Mejor seguimos nuestro camino –le digo–, ayudándola a levantarse. Ésta hace un gesto afirmativo con la cabeza.
   Cuando abandonamos el hospital, nos encontramos con un aire frío y una pequeña brizna que humedecía el asfalto y reflejaba las luces de la ciudad. Camino de la mano de ella en cualquier dirección, buscando cualquier parada de bus, ella insiste entre murmullos e improperios que lo que quiere es ir a la playa.
   –No seas tonta –le digo–, te prometo ir en otra ocasión; pero por ahora es mejor buscar un lugar caliente y algo de comer; un café, un cine, cualquier lugar que nos albergue del frío.
   –No. Llévame a la playa –me dice, estrujando y soltándose de mi mano–. Quiero morir en la playa, quiero que cada milímetro de mi cuerpo muera en un grano de arena distinto. –Abruptamente cruza la calle sin siquiera mirar y se detiene en medio de las vías. El viento que sopla le empuja el dobladillo del abrigo y la despeina aún más. Da media vuelta y se queda mirándome, hundiendo sus manos en los bolsillos del abrigo; un auto pasa tras ella a toda velocidad haciendo sonar la bocina, irrumpiendo el absoluto silencio de la calle, y así como de repente apareció se perdió en la noche. Juana continúa mirándome, y me grita que ella se va para la playa.
    –Juana –le respondo también gritándole–, la playa está lejísimos de aquí, además debe estar haciendo un frío de mil demonios. –Ella se encoje de hombros y emprende camino.
   –Vamos Juana, vestida así pareces una loca, deja la tontería.
   –Deja de joder Víctor –Responde sin mirarme, y sugiriéndome que me vaya a la mierda.
   Camino tras ella sin cruzar la calle, vuelve la mirada cada tanto para cerciorarse de que continúo allí. Ella juega a dar un paso tras otro sobre la línea divisoria de la vía, en un momento de desequilibrio casi cae; se detiene y con una sonrisa me mira apartando algunos cabellos de sus ojos. Cruzo la calle hasta alcanzarla, le paso mi brazo sobre los hombros y continuamos la noche.

Llegamos a una parada de bus y nos sentamos, cansados, en silencio,  húmedos de una mezcla de lluvia y sudor; miedo y tristeza. Le pido cigarrillos a un borracho que se ha unido a nuestra espera. Yo le ofrezco del poco licor que queda en el recipiente que Adam me había regalado, el borracho, agradecido, acepta un trago; Juana prefiere pasar, y así, los tres, fumando, esperamos por el ruido que venga a recoger nuestros cuerpos maltrechos y somnolientos. Cuando esto sucede trato de convencer al conductor, de que me acepte la licorera en forma de pago; pero éste se niega y me pide que descienda del autobús. El borracho al ver impedido su paso insulta y dice que él paga por los tres. El conductor del bus se encoje de hombros y mira extrañado a Juana, ésta le enseña el dedo del medio y camina hasta el fondo del vehículo; antes de alcanzarla a ella, le doy el resto del contenido y la licorera al borracho que acepta con una sonrisa antes de dejarse caer en uno de los asientos. El autobús está semivacío y continúa con su ruta. Me siento junto a ella en silencio, Juana descansa su cabeza sobre mi hombro izquierdo  y agarra mi mano con unos dedos heladísimos. Nos quedamos mirando como por  la ventanilla desfilan los edificios, los paraguas, las luces, los vagabundos borrachos, los no tan vagabundos pero sí borrachos. A pesar de todo lo trascurrido aún puedo percibir un pequeño hilo de aroma fresco que destila su cabello. Permanecemos así, solos, aislados del mundo en esa lata metálica rodante; a la ventanilla ha dejado de asaltarla la lluvia, y la condensación viste la ciudad de una bruma luminosa.
   Cuando descendemos del autobús no estamos muy lejos de la playa, Juana parece estar más altiva y recuperada mientras caminamos lentamente entre la niebla tratando de alcanzar el malecón. La calle se va convirtiendo en una pendiente, y nos deja ver cómo sobre las olas del mar se asienta una bruma densa que no permite distinguir horizonte alguno, mientras un solitario faro envía su señal luminosa a marineros desconocidos entre el gris amanecer. A ella no parece importarle nada de esto, tampoco el viento gélido que sopla nuestros rostros, nos hiela los huesos y sacude nuestras ropas. Llegamos hasta el barandal que nos separa de la pequeña playa gris y húmeda, acodados sobre él, miramos las olas que asaltan la arena sucia con pereza. Ella me esboza una pequeña sonrisa de labios azules y besables, tal vez con la satisfacción de una misión lograda o un deseo cumplido; se suelta de mi mano y salta el barandal, da algunos pasos sobre la arena, repliega el abrigo y se sienta justo entre el mar y yo. Me quedo allí observándola, su cabello es revoleado por el viento; más adelante una pequeña embarcación corta la niebla con sus tibias luces.  


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