CYNTHIA Y SUS AUSENCIAS (Psyquest)

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Aquel sábado en la tarde la gente caminaba mucho más despacio, con candidez miraban disimuladamente; curiosos se abrían un espacio entre la gente que observaba alguna clase de figura, que parecía ser como un impetuoso castillo; sí, eso era, un castillo hecho de arena.  Aquella era una gran escultura, con grandes torres, puentes corredizos y pequeños cañones. Aunque, había algo que más causaba atracción. Una niña de 8 años, orgullosa, posando al lado de su gran obra, robándose las felicitaciones de los turistas en aquella playa de Cartagena.
Y es que Cynthia no era una chica cualquiera. Aunque era una turista como los demás, la acompañaba una interesante historia que la llevó a aquella ribera.
Cynthia era niña pelirroja, traviesa y vivaracha que le gustaba elevar cometa los domingos, ver Bugs Bunny antes de dormir y comerse todo el cereal del día en la mañana. Era reconocida por armar zafacocas entre las niñas de la escuela para finalizarlas con su tradicional grito despavorido: “¡Qué feas se ven todas peleando!”, lo que acababa por dispersar a todas las despelucadas señoritas. Siempre ganaba a las cartas, quizá porque era una experta en armar ratimagos con la amiga que no jugaba alegando no saber hacerlo, cuando en realidad hábilmente le soplaba el juego de las demás; sí, aquellas dos eran todas unas vivarachas de los naipes.

Cynthia vivía con su mamá Juana, madre soltera, quien la crió con sudor y lágrimas, y ahora la chiquilla era su motivo más importante para aún existir. Juntas, moraban en una pequeña vivienda, vivían felices, escuchando a Antônio Carlos Jobim, comiendo dulce de papayuela y pintando los días con óleos y vinilos cálidos comprados en el San Alejo.
Sin embargo, los días empezaron a tornarse de otros colores cuando Juana en compañía de la profesora de Cynthia empezaron a notar que ella se comportaba extraño, o mejor, algo más extraño de lo habitual en aquella pequeña arma-trifulcas.  En ocasiones, cuando Cynthia realizaba actividades cotidianas durante algunos segundos interrumpía abruptamente lo que hacía, cuando caminaba se detenía solemnemente, y después de hablar horas seguidas el silencio súbitamente la poseía, para volver al palabrerío como si no hubiese ocurrido nada. Al principio su madre no le prestaba mucha importancia, pensaba que estaba simplemente en otro planeta, solo hasta el día que la profesora le expresó a Juana su preocupación porque también había notado su extraño comportamiento. Es que Cynthia también temblaba abruptamente, se le caían los juguetes de sus manos, sus dientes rechinaban, su cuerpo se congelaba y su mirada se iba tomada de la mano de la nada. Parecía jugar, pero Cynthia  solía recordar lo que jugaba y éste no hacía parte de sus recuerdos.
Juana no pudo ignorarlo más. Visitaron a la médica. Curiosamente Juana solo confiaba en mujeres para estos trabajos, ya que desde que el padre de Cynthia la abandonó ha nacido en ella la creencia de que hay una tendencia entre los hombres a propagar la misoginia. Siente que todos los hombres odian a las mujeres y para bien o para mal, ella también los odia, aunque en el fondo sabe que solo odia a uno.
Cynthia estaba molesta en el consultorio. No era capaz de pronunciar el examen que le harían: “Electroencefalografía Cynthia”. Dijo muy lentamente la hermosa médica. Cynthia decía que esas eran muchas letras para algo tan aburrido como un examen. “Alicia en el país de las maravillas” “Esas sí que son muchas letras que vale la pena pronunciar”. Decía presumida, promulgando su libro favorito.
El electroencefalograma dio su resultado, y confirmó la sospecha. Las gráficas indicaban crisis de ausencias, alteraciones breves de la función cerebral, por descargas eléctricas sincrónicas de los dos hemisferios; episodios sumamente peligrosos para su cerebro y debían ser tratados lo más pronto posible.
Juana estaba muy preocupada, no así Cynthia, quien no le interesaba casi nada de esa conversación, hasta el momento que a la médica se le ocurrió una sugerencia: “Vayan al mar, el cambio de ambiente podría favorecer su medicación”. Ella con su sonrisa y ojos brillantes asentía a cada palabra de la médica. Cynthia no conocía el mar, y tan solo imaginarlo le provocó una crisis. Bueno, casi.
El hecho es que le fascinaba el agua en abundancia, los atardeceres despejados y las figuras de arena. “Y bueno, que mejor que la playa para tomar una asquerosa medicina”, se decía Cynthia, cuidándose de que su madre no la escuchara.
No obstante, su madre Juana padecía disnea, y desde algún tiempo tenía la creencia de que se podía ahogar en la más leve situación; por ejemplo, en una inesperada tormenta de arena o en una caída al mar por accidente. Viajar allí suponía afrontar sus miedos: el retorno de la misoginia justamente en aquella región Caribe, donde prima el pensamiento machista (según lo que le habían contado), o quizás un fuerte episodio de disnea en medio de la ribera.
Juana corrió el riesgo, todo por darle un gran día a una chicuela que tenía un cerebro no del todo bien y que quizá si la medicación no funcionaba, sus crisis se agravarían y dentro de unos años no pudiese volver a disfrutar nada.
Así que, ahí está Cynthia, entregada a la molicie del mar, envuelta en arena, entre una muchedumbre que mira su castillo y la saluda. Ahí está Cynthia, sumergida en su propia saudade de la playa, con su medicación en la mano izquierda y su pala de juguete en la derecha, exornando su atractiva obra de arte de arena. Ahí está Cynthia, esperando a que su príncipe llegue en su birlocho y la llevé más lejos de cualquier castillo, de cualquier litoral. Ahí está Cynthia, perdida en el romance de su imaginación, ruborizada como el color de su cabello, tal cual como aquel atardecer. Cuando de repente abre  sorpresivamente sus negros ojos, ágilmente se pone de pie y dice: “Ah ¡¿pero qué tonterías estoy pensando?!” Tomó su pala, derrumbó su castillo y ante la mirada estupefacta de la gente, dijo: “El amor es para idiotas. Elijo una feliz ausencia que una triste presencia”. Y así se fue Cynthia, hablando entre dientes a comprarse un turrón de coco y aliviarse de su ausencia.

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