AMIGOS DE LA CALLE (RH (O+)

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La negrura de sus tristes ojos se posa con obsesión sobre la mano, en la cual tengo el trozo de rama. Su pequeña cola ondea  de un lado a otro transmitiendo suaves ondas de alegría y ansiedad. Espera atenta el momento que la rama atraviese el moteado cielo azul, para ella desplazarse velozmente en sus cuatro patas sobre el verde jardín del hospital, levantando minúsculas partículas de polen a su alrededor, en busca del lúdico objeto que ha caído en alguna parte. Al instante, regresa triunfante y oronda trayendo el trozo entre sus colmillos.
No sé su nombre, si pertenece a alguna de las distinguidas razas clasificadas por el hombre, y mucho menos si tiene amo. Solo sé que le gusta jugar, distraer a los pacientes o a sus acompañantes mientras son atendidos por el médico. Y parece que vive aquí, en el hospital, rodeada de un ambiente hospitalario y de inesperadas urgencias, que le ha acogido amablemente a ella y a su compañero, que anda vigilante, silencioso y malacaroso por los alrededores del edificio. Este par de canes tuvieron la fortuna de encontrar un hogar entre el abandono y miseria que ofrece la calle. Otros, calculo unos veinte a treinta perros, no corren con la misma suerte y deambulan sin rumbo fijo por las calles en busca de comida o alguna aventura. Los hay de todos los colores, razas, y tamaños. Se desplazan lentos, sin afán, sin las preocupaciones de acompañar al presuroso amo en sus tareas y sin miedo a perderse, pues conocen mejor que nadie el terreno y cada uno de sus recovecos.  La naturaleza de la calle los ha hecho sin dios y amo,  y su único enemigo es el hambre que los persigue a todas partes como las pulgas que llevan encima. Pero ante la escasez de comida han sabido responder con un detallado cronograma que rige su dieta. Saben, por ejemplo, en qué sectores y qué días se acumula la mejor basura,  aunque allí se la tienen que ver con los gallinazos y las ratas, pero no hay nada que un recio ladrido no pueda solucionar. Otros saben, que si madrugan a la hora en que los dispensadores de carne reparten ese jugoso alimento entre las diferentes carnicerías, podrán mover eufóricamente la cola ante un inmenso hueso de cerdo o de res. Y los más afortunados encuentran la piedad de los humanos, en nutritivos cuidos que fortalecen el pelaje y los músculos. Sin embargo, no es suficiente porque la brecha entre oferta y demanda aumenta a cada instante. Son más los tirados en la calle abatidos por el hambre o el cansancio, permanecen allí horas enteras viendo pasar al animal pensante de pestilente aroma. Algunos caen ante el encantamiento del hombre, otros lo rehúsan rabiosamente. Unos pocos comen en casa y duermen a la intemperie.
La vida diaria de un perro callejero difiere, frente a los de casa, en los cuidados que obtienen éstos por parte de sus amos. No obstante, los primeros aprenden a encontrar  el cariño de calle, así sea una patada o un correazo, y van entendiendo, con tristeza, que ellos son las chandas y otros los perros. Por eso, es inusual ver distinguidos descendientes de pedigree tirados a la calle. A ellos los recogen cualquiera, a las chandas no. Solo los de control animal, por su carácter institucional, los llevan de vez en cuando al albergue y allí pasan largas temporadas gimiendo y esperando que alguien se acuerde de ellos.
Hay quienes probaron la vida en casa, y no les gustó. Otros que nacieron en cualquier esquina, camadas de seis, ocho cachorros, de los cuales sobrevivirán tres y a la edad adulta solo llegarán dos. Sin embargo, la vida de la calle no siempre es dura. Y a veces saben encontrar el lado bueno del mundo urbano. La mayoría le gusta pasar el tiempo en el parque, echados debajo de las bancas, saltando entre los cercados, o acompañando en sus juergas a los empedernidos chirrincheros, y en ocasiones se baten con ellos en combate, saliendo mal heridos, o ilesos. Otros prefieren ser caminantes y dormir donde los coja el sueño. Unos pocos, tal vez con cualidades místicas, comprenden la onírica delicia de la misa y ante el sermón del cura duermen plácidamente en medio de los feligreses. Los de vocación galán se dedican a cortejar hembras de la élite y aúllan bellos romances caninos ante los balcones de las damiselas. Los más jóvenes eligen como vida el deporte y persiguen motos, automóviles, caballos, bicicletas, compitiendo por ser el mejor. Los bravucones forman pandillas que se dedican al pillaje y conquista de territorio, y cuando toca pelear y bajarle los ladridos a algún novato, se los bajan, incluso llegando a la muerte.  Pero la mayoría, sin saber quién eres, mueve la cola al verte venir o se acercan tímidamente en busca de una caricia que aleje el frío de la noche. Y de repente suelen estar ahí, a tu lado, dispuestos a  acompañarte  en algún tramo de tu camino, para recordarte que en la calle puedes encontrar un fiel amigo.

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