LA NADA DE DIOS EN LA EXPERIENCIA MÍSTICA (Meluta)

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La caracterización de Dios como nada es tremendamente complicada de descifrar. Parece que cualquier explicación queda corta ante la magnitud de la palabra nada. Digo magnitud porque la palabra nada lo abarca todo. ¡Vaya contradicción! Decir que la nada es todo y consiguientemente decir que Dios es todo a la vez que es nada…  No sabe uno si hay algo qué decir o si tal vez sería mejor callar. Demás que la segunda opción es la opción más acertada.
Hay que intentar decir, eso es lo que hacemos los humanos. Aunque, en el mejor de los casos, lo único que conseguimos es hacer un leve ruido. ¿Qué otra cosa podemos hacer nosotros, al hablar del silencio impenetrable que nos cobija, salvo ruido?
No podemos comprender el motivo que acalló completamente a Santo Tomás de Aquino después de escribir casi completamente la Suma Teológica. Pero este hecho dice algo. Dice que es mejor no decir, que el decir es vano, que por más de que se diga, lo único importante es la cercanía con la lejanía que se vaya alcanzando al morir, al caer en amor. Así, cuando, en el Espejo de las almas simples, la razón le pide al Amor que le diga todo lo que de Dios pueda decirse, Amor responde que: "(…) todo cuanto esta Alma ha oído de Dios y cuanto puede decirse es (hablando en propiedad) menos que nada, comparado con aquello que es propio de él y que jamás fue ni será dicho, [hasta tal punto] que cuanto se ha dicho en alguna ocasión, no se ha dicho y hubiera podido dejar de decirse."
Lo mejor sería acallar el deseo de explicar lo innombrable y morir. Morir al deseo de entender, interpretar y comprender. Morir a la individualidad que nos paraliza, que nos mantiene las puertas cerradas a eso o a ese Otro. Morir para habitar en la unidad de Dios o en la unidad de la nada o en la unidad del todo. No se sabe. No se sabe qué cosa sea eso Otro que nos invade sin verlo. No se sabe qué cosa sea eso que apenas se muestra en la oscuridad. Ni siquiera sabemos si es. No se sabe si tal vez estamos profundamente solos en este mundo. No se sabe si hay algún otro para la compañía de uno. No se sabe nada. Lo que sí se sabe es que sería mejor morir mientras se está vivo. Lo que sí se sabe es que, al persistir en la idea de conocer clara y distintamente todas las cosas, nunca caerá, ni siquiera un poco, el velo que nos oculta la otredad. 
Hay un bello verso de la primera elegía del Duino del poeta Rainer María Rilke que, con su caracterización del ángel, nos invita a pensar en otras formas de existencia o de conciencia liberada:

"Pero todos los vivos
cometen el mismo error de diferenciar demasiado
tajantemente. Los ángeles (se dice) con frecuencia no
sabrían si andan entre los vivos o entre los muertos.
La corriente eterna arrastra siempre consigo todas
las edades a través de las dos zonas y atruena sobre ambas"

Tanto la figura del ángel en Rilke como el alma liberada de la que habla Margarita Porete nos convocan a habitar la unidad entre la nada y el todo, en el límite entre lo uno y lo Otro, entre lo visible y lo invisible, entre el ser y la nada, entre las apariencias y la realidad, entre lo vivo y lo muerto. Allí, en el entre, no hay límites. El entre está ubicado en el medio de dos límites. El entre participa de ambos extremos, pero no es ni lo uno ni lo otro, aunque también es las dos cosas. Así, Dios es el "entre" entre la nada y el todo. Por eso, Él es todo y a la vez es nada. Lo que hace el entre es unir las aparentes distancias entre esas cosas que parecen opuestas. Lo que hace el entre es permitir la unidad. Allí, en el entre, se encuentra el alma liberada. Allí se encuentra el ángel.  El alma liberada no puede decir nada de Dios, porque ella misma se confunde con él, se une a él. Al habitar el entre que es todo y nada a la vez no le interesa señalar aparentes distinciones. Un alma tal habita en la unidad de la totalidad como una gota que se disuelve en la inmensidad del océano. Ya no es una gota aislada y diferenciada de lo otro, sino toda la mar.
A un alma caída en lo ilimitado - la unidad - no le interesa saber, sólo ama. Un alma tal se pierde en la unidad de la nada y el todo que es Dios. No se detiene por no saber en cuanto a distinguir, porque sabe que distinguir no es saber. La imposibilidad del habla con respecto a la experiencia mística reside precisamente en la unidad que se siente con la inmensidad que todo lo abarca, hasta la nada. Así, la nada se vuelve una con el todo. No hay distinciones. No hay nombramientos. No hay palabras. Hay amor.

Un alma abismal caída en la inmensidad del vacío va por el mundo como los niños: con los ojos bien abiertos y con el corazón confiado. Se entrega a todo porque está desprendida de todo.

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