DEL CAFÉ Y LAS HISTORIAS PENDIENTES (Urraca)

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Te dejas llevar, con aire sobrador hacia el mirador iluminado por una cascada inesperada de luces, para degustar un café antes de la noche. Te cuento apropiadamente la historia del café (pues desconfío enormemente de tomarme algo de lo cual no conozco su historia), sus migraciones, sus variadas técnicas de preparación a través de los tiempos, la misteriosa difusión de un gusto amargo alrededor del mundo. Por un instante hierve tu cuerpo debajo de una lámpara de mil bujías y solo entonces la miras realmente, cuando ya la tienes como un escorpión rodeado de fuego con la única salida de la entrega incondicional.

Generalmente estas cosas no suceden a menudo; pero bajo ciertas circunstancias, es de esperar que las leyes de la naturaleza se vean confundidas por los intrincados ardides del deseo y la pasión. El dolor suele ser mal consejero y la soledad puede servir de tierra de cultivo para extrañas desviaciones de la mente.

Te quedas un rato en el bar mezclando tu perplejidad con una cerveza, tu mente camina metida en el frío de la noche hacia la soledad de tu habitación. Piensas que muy temprano al amanecer estarás caminando las calles de una ciudad que aun duerme, pensarás en hacer algunos cambios en tu vida, visitar algunos cines y restaurantes. Ya lo habías intentado muchas veces, con una clara y obsesiva insistencia, entonces te imaginaste la absurda situación en la que te encontrarías y desechaste la idea una vez más, como otras tantas. Hablabas a ti mismo durante horas y te repetías las mismas historias, te explicabas todo de principio a fin y volvías a empezar de nuevo. Era una atormentada necesidad casi biológica de exigirte más y más, una desesperación interna y cautiva.

Casi nunca supiste dilucidar la naturaleza de su regreso. Ese era un buen tiempo para acercarte, hablar con ella e intentar por lo menos el asesinato a tus miedos, aunque el resultado fuera fatal y hubiese sido preferible seguir con esos intrusos dentro de ti. Ése era un buen tiempo para iniciar un viaje, para buscar a esa única chica y devorar aquel mundo que aún te parecía como un artificioso juego de espejos y laberintos. Aún no sabías quién era ella, y tal vez, no querías saber; por eso, quizás, era más válida su espera, seguir así, aguardando el momento en que la simple matemática de la naturaleza los juntara por un acto vago, lleno de una oscura ambivalencia y una clara certeza sistemática de condición humana.

La luz tenue de una lámpara en la calle irrumpe levemente en la barra del bar y tiñe al ambiente de irrealidad. Estás tenso y nervioso. Visitas este lugar cuatro o cinco veces por semana. Es un lugar donde has ido moldeando lentamente tus ideas, tu silencio, tu inconformidad; te has acostumbrado al olor penetrante, a su música, a la gente y las conversaciones que mantienen. Es en ese bar donde piensas invitarla a charlar, es allí donde quieres descubrir su ritmo, su exaltación, su cadencia sin premura y soltarte al vértigo de sus labios cuando éstos estén en su punto. Acariciar sus manos prudentes y sus palabras audaces. Nunca le contarás tus dubitativas aventuras, las sepultarás en un secreto rincón de tu mente, le enseñarás tu sonrisa, la asediarás con tu mirada veloz e infatigable, y le contarás súbitamente la historia del café que ambos estarán tomando.

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