SUEÑO EN LOS HOSPITALES: HISTORIA DE UNA VOZ EN MI PALABRA (Mb-6v!)

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EXTRODUCCIÓN 14




Un hilo de sangre se derrama espeso, cruza el antebrazo y se moldea en la palma como un charco, lo empuña con fuerza y se esparce entre los dedos por todo el cuarto, así de pequeño, como un corazón en sístole, taquicárdico e hipertrofiado. Es la tercera vez en el día, exactamente el ciento veintiséis desde su estadía hospitalaria, que le extraen sangre para bienestar. El dolor ya es una costumbre acólita, como vomitar, toser sangre, hervir en lo vespertino y nocturno, y ahogarse en sí mismo de sudor en las mañanas. Condena cada acortamiento de la báscula a permanecer inmóvil y sin fuerza, asténico y adinámico. Las voces le parpadean delirantes y acusatorias, la persecución la siente dentro de sí como la sangre en mal estado, como un trombo amenazando su corazón y un émbolo sus pulmones. Escucha borrosos los alimentos de enfermo que el hambre obliga a tener, eso si acaso, su condición es habitualmente generosa y devuelve más de lo ingerido. Observa muy fuerte la única luz en el cuarto perpendicular a su postura, parpadear es el ocio, más de 65 es una diversión agotadora. Respira de alegría y de lleno, sabe de las mañanas porque suda y porque la ventana está abierta, y airea a lo lejos, desde un cuarto más grande.

Han venido de lejos a verle, de muchos países, muchos zapatos. Su condición es admirada por los científicos. Hoy luego de algunos exámenes ha declarado en voz, como pocas veces, la necesidad de escuchar esa canción que marca con botones el recuerdo, esa que solo escucha por su oído derecho. Tomaba un descanso en su jornada laboral, tomaba el vaso bebedor con propiedad y marchaba al dispensador, fría y caliente la ofrecía, y su sed tenía preferencias. Marcaba su vaso apenas lo inocente, y fue cayendo, junto a las gotas al piso. Despertó luego junto a las máquinas, que dentro de su cuerpo mutaban por respirarle. Ya no dispensaban  su sed, sino para ahogarlo.

Escuchaba dentro de sí, de vez en cuando, armonías remotas en su cabeza. La primera vez fue agradable, la segunda pegajosa, estas tardías, adictivas, torturantes y peligrosas. El dolor se iba cuando aparecía y se mermaba poco a poco con los quejidos grotescos ascendiendo. Eran la paz vacilando, como palomas blancas a muerte en un duelo, como arrodillarse por el perdón. El sonido se exteriorizaba zumbando rededores que preferían su izquierda. La oreja caía a migajas, primero, luego las gotas a chorros que gritaban, ningún ruido se iba, la oreja sí, sí la sangre, sí, sí. Un grito de nuevo, vienen a darle los medicamentos, a hundírselos e inyectarlos en lo rojo. Nada duele ya, es cariño toda negación. Ahora es su brazo el que grita, ese que no tiene; pero empuña nerviosamente, y se queja por cierto. Se obligó a rascarse pruriginoso en la estadía demencial, desgarrándose el brazo a pedacitos, “cocos Aureus”, Infección “ahorus”, amputación y “dolorus”. Los médicos registran cada dos horas su estado, respira lento jugando con ellos, colora pálido y camuflado, hierve y se evapora, late a su ritmo, pero no se va. Debería haber muerto hace dos meses, según las voces medicadas en los diarios, en los radios y las ondas de televisión. Por eso, vienen de tantos en tantos, dando pésames y diagnósticos, las curas son muchas, menos sanarse. No se muere porque escucha, por la derecha, la canción aquella que lo aprieta. Decir que ve no sabe, pero jura que es la música moviéndose. Le dieron un mes de vida, su corazón se detenía criticado, los pulmones de sueño tierno y la cabeza de otra tierra; él resistía innecesario saber lo desierto e hidratado de su cuerpo. Hipócrates culparía a los humores de sus convulsiones madrugadas, bilis, flema o sangre; cualquier supersticioso a los espíritus burlones o la venganza de dios; y algún niño a un tumor cerebral.
Podemos vivir sin el corazón amarrado, pero la cabeza no nos pesa, empuja hacia abajo para dejarnos anclados y no borrarnos en las alturas. Escuchaba conversaciones acerca de cómo estaba, qué funciones había perdido, por qué obtenían movimientos aleatorios al pasarle corriente a sus hemisferios cerebrales, cómo hacían que hablara con electricidad, y cómo no había algo en su cabeza que explicara todo, tampoco en su hígado ni médula espinal, riñones e intestinos. La historia natural de la enfermedad daba órdenes dispersas, los síntomas que delimitaban cualquier neoplasia, se corrían cuando la fiebre se entrometía cada cuatro días. Tenía una enfermedad rara, de esas que dan entre millones de personas, o entre todas por ser la única. Era ya un libro obligado para los galenos, una historia en el cine olvidada a los dos meses de proyectada, se imaginaba su historia conocida por todos, satanizada y mencionada como pesada. El alma esa, si existe, se entierra en las camas del hospital y se habitan las ocupaciones de quejarse al dolor, de tragarnos lastimados el cuerpo con un medicamento que nos aleja de vivir en otra vuelta.
Él confía mi palabra para escribirlo como lo siente, confía en la voz de muchos, y aunque no muera, creyendo en eso, cree también que pueda ser robado del hospital al aire en los alientos.

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