SOBRE BECKETT (Lián-ju.)
“Qué importa quien habla, alguien ha dicho qué importa quién habla”. Digamos que fue el señor Samuel Beckett. El poeta y dramaturgo irlandés nacido en Dublín un viernes 13 de Abril de 1906. Suceso de haber nacido del que se arrepintió profundamente. Samuel tenía los ojos azules y le gustaba cualquier color siempre que fuera el gris. “Negro claro, todo el universo”. Escribió “Molloy”, “Malone Muere” y “El Innombrable”. En vez de alma o cara -se dice- tenía Angustia. Emigró por países sin huellas donde “muere el canto de las bocas muertas”. Visitó suburbios y tuvo por novia a Lucía Joyce, hija del autor del “Ulises”, que una vez terminada la relación descendió a las circunvoluciones de la esquizofrenia. Sus obras no tenían otro fin que el ser escritas así, ahí, sin motivos de endulzarle a cualquiera la pesada y amarga burbuja de su vida. En esta voz suya, se podría resumir o reducir toda su obra: “sueño /sin fin/ ni tregua/ en nada”. En efecto, las dos palabras más bellas e importantes de sus obras literarias, radiofónicas y fílmicas son Nada y Nadie. Los más exactos vocablos que tiene la monótona palabrería que va y viene en la cabeza como un loco chocando de muro a muro. ¿O no es verdad que cuando se dice Luna y Perro verde no se dicen más que palabras? ¿No es verdad que ningún perro verde está saltando de la boca para morderle el cráneo a uno de ustedes? ¿No es cierto que ni la luna se desliza de la boca, y cae, al menos en pedazos, sobre vuestras cabelleras? Queda claro entonces: Nada dicen las palabras y Nadie es el que las dice. En el principio era el verbo enloquecer.
El señor Samuel Beckett, después de la segunda guerra mundial se unió a la Resistencia francesa y se vio obligado a huir porque la policía secreta de los nazis -se iba a escribir de los uribistas- lo perseguía. Obligación similar, tal vez, a la que sentía por decir lo indecible, por hacer posible lo imposible. Pero fracasa a propósito. Su lenguaje no da con ningún sentido y eso que llamamos “yo” se revela en el lenguaje mismo como una voz en el vacío, una leve línea de luz, y espiral de polvo en la oscuridad. La existencia resulta farsa absurda, negra comedia, ridícula tragedia. Errar y errar por desiertos, tiempos desiertos, espacios de corazones en ruinas. Polvo, blancura infinita, pura negrura, bicicletas desvencijadas, botas viejas, cubos de basura, piernas amputadas, ancianos delirantes y cosas que se arrastran por rutina, como los hombres, como el éter y su grito de caída por el “hondo fondo de la nada”. Vivir es estar en arrastraderas.
Sus obras son desnudo testimonio del cometido que le atribuiría al artista, esto es, “encontrar una forma que contenga la confusión”. Forma refleja en “Actos sin Palabras”, “Esperando a Godot”, “Final de Partida”, “No Yo”, “Cómo es” y otras que no mencionamos para que no olvidéis que si algo o alguien palpita allí, es el olvido. La acción de un agente neutro que sigue su curso y despoja al hombre de sus amadas pertenencias y permanencias. Y lo deja a la intemperie, despojado, desgarrado de cara a una muerte, hablando solo, interminablemente hasta terminar. De todo esto alguien queda inmóvil frente a una ventana, viendo con los ojos cerrados o abiertos, da lo mismo, el camino infinito que atraviesan, por manadas, las tinieblas.
A don Samuel Beckett se lo conoce por haber inventado el teatro absurdo, pero no el absurdo. “La vida, al fin, le sonrió enseñándole todos sus dientes”. En 1969, por ejemplo, gana el Premio Nobel y se encierra en casa y desconecta el teléfono. Eso representó para él una verdadera catástrofe porque, según expresó, él no había cometido ningún crimen. Más catastrófico aún, que la puñalada que recibió en inmediaciones del corazón una madrugada en París de manos del gerente de una empresa de putas, un proxeneta, al que visitó en la cárcel para preguntarle “¿Por qué?”. A lo que el individuo le respondió: “Lo siento, pero no sé”. “Compañía”, “Residua” y “Sin” son otras de sus obras. El mismo círculo, rotos espejos. Silencio que no llega. Acontecimientos del orden del azar, palabras, palabras, palabras con las que dibujada su risotada frente al absurdo teatro del mundo. Ese espacio exterior, lleno de cabezas, de cosas ciegas y hasta hombres que no pueden acabar ni con el ruido ni con el movimiento.
Advirtió que no era un pesimista sino, simplemente, que siempre sumaban más las figuras negras que las blancas, razón por la que expresó quizá, eso de que “no hay nada tan divertido como la desgracia”. En 1989 lo metieron en un ataúd último modelo, elegante estuche que tradicionalmente suelen llevar los muertos. Quedaron, no obstante, sus palabras errando por los cielos de papel, sobreviviéndolo un poco más, otro poco más, pero nunca todo, nunca siempre. Nunca nunca, cosmos caótico, caos cósmico, caosmos, vacío que dice vacío. Entonemos en su nombre, finalmente, una de sus Letanías o Mirlitonadas: “palabras/ supervivientes de la vida/ un poco más/ hacedle compañía”.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada
(
Atom
)
Diría, incluso contrariando las propias palabras del autor, que en Beckett si importaría quién habla, pues quien habla es el hombre y no otra cosa, incluso en obras donde no hay ninguna palabra. Por otro lado el lenguaje de Beckett está lleno de sentido, no porque sea serpenteante no lo tiene, incluso es de los autores con un alto grado de lógica e inteligencia en la obra, su ‘locura’ es más un sofisma para extraviar incautos, en su aparente no hacer hay una cantidad enorme de sucesos cargados de pasiones, tragedias movidas por la palabra el gesto y el pensamiento. Gracias por evocarlo, es un autor muy digno de ser recordado.
ResponderBorrar