LA BRUMA DE LA DESOLACIÓN (Johnny C.)

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“Pero ¿vivimos realmente? 
¿Vivir sin saber lo que es la vida será vivir?”

Fernando Pessoa


Cuando regresé al apartamento todo estaba igual a como recordaba haberlo visto en la mañana, con excepción del televisor mudo sintonizado en una de esas cadenas de tele-propaganda. El clima era frío y todo permanecía sumido en la luz grisácea de una tarde nublada. Por lo general, se le podía encontrar en la cocina preparando una cena para nadie; frente al televisor, zurciendo interminables suéteres o sobrecamas; sosteniendo la bocina del teléfono entre el hombro y el rostro, repasando con el dedo índice sobre una libretita viejos números y nombres de personas a las que nunca acababa por llamar. El vacío, la aparente falta de su presencia en la casa, hacían tal vez la única particularidad necesaria, junto a la de un frasco de medicamentos sobre la mesa de la cocina. Encendí un cigarrillo tratando de hacerme una idea sobre lo desconocido o aceptando  finalmente el desenlace de algo cuyo principio olvidaba. Tenía el cabello y el abrigo húmedos por la lluvia que no terminaba de caer desde el momento en el que abandoné la clase. Mi cuarto, igual al resto de la casa, dejaba ver un montón de enseres arrumados y solitarios en una posición previamente escogida. Sin emoción o gusto, revisé el resto de habitaciones de la casa. Regresé a la sala y asalté la licorera de papá, bebí un trago largo y amargo desde la botella, mientras en la otra mano hacía dar vueltas al pequeño frasco que había tomado de la mesa. Permanecí cerca de un cuarto de hora arrellanado sobre el sofá, bebiendo de la botella y quemando cigarrillos a medias, mientras el televisor emitía imágenes sin sentido para mí.

Esa misma mañana, me sorprendió el hecho de encontrarla bajo esa la luz pálida de la cocina, modulando esa canción, esa única melodía, que por años escuché sentado a la mesa —y ahora no puedo o quiero recordar— mientras la observaba ir y venir de un lado a otro. Me llamó la atención su presencia allí, de nuevo, como en aquellos estúpidos años infantiles tragados por el olvido. Revividos en su totalidad por un tiempo sin nombre y caprichoso. Al sentir mi presencia, me miró y sonrió cerrando los ojos, creando o manteniendo así la máscara exacta y vil; perpetuando la mentira, la aridez y la distancia que había entre los dos.
—Buenos días nene, sé que no te gusta ser atendido. Pobre, desde chico empezaste a hacer las cosas por propia cuenta. Y no creas que eso me molesta o molestó. Para nada, siempre estuve orgullosa de eso, porque no hay nada más importante que demostrar carácter.

Me siento y no digo nada. En el aire flota un olor a café, mientras ella, descalza, baila sobre las baldosas dando pequeños pasos; siempre modulando la ignorada canción, girando sobre su eje, deteniéndose en un punto en particular antes de reanudar los movimientos a veces arrastrando las plantas de sus pies. Se acerca y deja frente a mí, sobre la mesa, entre mis manos, un pocillo de café humeante. La miro directo a la profundidad de sus ojos sombreados por enormes ojeras. Me da los buenos días por segunda vez y me besa la frente, mientras me rodea y, tras de mí, empieza a revolver en la gaveta de los platos. Permanezco en silencio mirando el reflejo ensombrecido que me devuelve el cristal de la mesa. Pienso por un breve momento, palpando el paquete en el fondo de mi bolsillo, si debo encender o no un cigarrillo. Decido que no importa mostrarle algo más de mi falso carácter. Ella, cargada de platos que se dispone a lavar, termina de rodearme.

—No te preocupes. Ya pronto podremos desayunar y así podés irte a clase—.
Me dice por encima de los hombros y el ruido de la llave del agua abierta. Puedo aceptar que se esfuerce, que trate de evitar los temas espinosos y de lograr una conversación antigua, pasajera y de palabras agotadas que no quieren o expresan algo. Sé de su tristeza y decepción, del tema al cual le gustaría referirse; pero su miedo y melancolía no se lo van a permitir. Sé, y tal vez entienda, de sus motivos para querer continuar con un juego perdido, con la idea supuesta del “cómo debería ser”.

Enciendo un cigarrillo y dejo el paquete sobre la mesa, queriendo, así, demostrarle quizás algo de confianza o reciprocidad. El movimiento puntual para derribar cualquier intento de vuelta al pasado. Bebo del café y cruzo las piernas. Ella permanece dándome la espalda, apoyada sobre un solo pie, mientras el otro descansa sobre la pantorrilla; su cabello, recogido en una cola, se balancea con el movimiento de sus hombros. —Tu padre no vino a casa anoche. ¡Tanto que trabaja! Pobrecito. Todo para poder mantener la familia en buen estado y nada nos falte—. Me contengo a la idea de hacerle saber que
ya no tengo siete años. Prefiero callar mi desprecio  y la realidad que ambos sabemos; pero que ella no ha sido capaz o no quiere admitir. Al mismo tiempo me pregunto el porqué de la obsesión, la obstinación; el inútil y enorme esfuerzo por escapar de la realidad y no aceptarla de golpe, sin preguntas ni recriminaciones; sin planes de venganza o auto misericordia.
—Porque la vida es muy complicada y nos da pocas oportunidades de ser felices de verdad, obligándonos a sacrificar muchas cosas buenas para mantener un bienestar estable—. Da media vuelta y sirve el desayuno, se sienta en una silla al costado derecho de la mesa y me dice que es de mala educación fumar mientras se come u otros lo hacen. Apago el cigarrillo en el residuo de café que aún había en el pocillo. Ella me mira, arquea  las cejas y me esboza una pequeña y poca notoria sonrisa.

Empezamos a comer en silencio, sólo persisten el sonido de los vasos contra el cristal de la mesa y el de los cubiertos contra la cerámica. Observo su rostro demacrado, el semblante terco e inseguro; no puedo recordar la última vez que la vi sonreír con alegría verdadera; mirar las cosas o las personas con entusiasmo y esperanza; conversar de otra cosa que no sea sobre su ausente marido o los problemas que tiene para inventarse nuevas maneras o pretextos de mantener la casa limpia y en orden. Empieza a hacerme las preguntas rigurosas que tal vez planeó  más temprano, antes de que yo entrara a la cocina; las supuestas, que como madre debe hacer. Evito responder.  Se turba debido a mi silencio. Trata de no mirarme directamente, se dedica a pasear la vista por toda la cocina mientras juega con la comida que apenas ha tocado.
—Total, espero que estés bien y esas clases no sean muy difíciles; pero no importa, porque eres un chico inteligente. Alguien me dijo que hay una chica, ¿Es cierto eso? —Aparta un mechón de cabello de sus ojos y se queda mirándome—. ¿Cierto? —Sonríe—. Eres hijo de tu padre, apuesto y sagaz. —No está aquí, hace pequeños círculos con el tenedor a medida que habla y me señala, vive una vida pasada, se aferra con fuerza desquiciada a algo que ya no existe; pero que está empeñada en mantener.

Soy un hijo, tal vez mi trabajo consista en ayudarla, en fortalecer su capacidad para salir de esa urna de cristal en la que decidió encerrarse. Fingir que me preocupa su estado, fingir odio y rencor ante papá por ser el causante de éste; servirle como puente a un segundo aire u oportunidad; porque todavía es joven y fuerte; porque posiblemente pueda erigir una felicidad verdadera. Trazar ese camino que seguramente debe añorar y no pudo transitar por temor, resignación o angustia. Tal vez no, tal vez mi deber sea ayudar a su completo hundimiento, que empezó el día en que me parió; porque como hijo, soy el destructor de sus sueños y esperanzas, la cadena y el látigo y posiblemente hago parte de su desmoronamiento como ser; quizás ese día no sólo expulsó a un nene llorón y apático, sino también la vida, la libertad y la última posibilidad de una felicidad trunca y mentirosa.
—Bueno, vete ya, —me dice— porque si no, supongo que llegarás tarde.
—Recoge los platos y de nuevo me da la espalda—. Te quiero y lo sabes. Espero que te vaya muy bien.  Adiós.
Enciendo un cigarrillo y abandono la cocina en completo silencio.

No era difícil pensar, concebir o imaginar el resto de la historia. Garabateaba insignificancias en la agenda, con la vista fija en el último punto que trazó el lapicero. Las voces lejanas, propias de presencias perdidas entre la bruma de la desolación. Y no existe asunto o distracción posible, tampoco indicios de culpa o tristeza. Estar ahí, como en cualquier otro lugar. Sucede que empiezas a notar la poca importancia del lugar —en ninguno se está cómodo—, y todos parecen reclamar entre susurros la inconformidad con tu presencia. Llovía de nuevo y los pocos estudiantes merodeadores del campus empezaron a revolotear como moscas, en busca de un lugar donde poder resguardarse del clima mojado. La imagino a ella en mi posición: leal, soñadora, joven y bella; con ese tonto ideal de futuro que suelen venderle a los ingenuos; altiva y orgullosa, sintiéndose deseada y mirada por los hombres; rebelde a cualquier intento de conquista corriente o muy desalineada; sintiéndose en la vanidad o banalidad de ser distinta, apoyándose en la noción vaga y prófuga de que todo puede ser mejor. No recuerdo haber visto tanta claridad en su mirada como la de esa mañana, porque, consciente o inconscientemente, tanto ella como yo sabíamos del cristal roto, del rompecabezas incompleto de imagen o forma inconclusa y borrosa. Puedo saber del silencio de sus palabras, la frustración y la agonía sufrida, del desespero que carcome y envenena la sangre. Decidí abandonar las clases y presentar mi renuncia a las falsas credenciales y a la obligación auto impuesta, aceptada y odiada. Caminaba por las calles bajo la lluvia tenue, dejando que el aire helado inflara mi abrigo, encadenando cigarrillos mientras buscaba el refugio inútil y negro de un café, un rincón sórdido, en el cual ninguna mirada fuera más allá de la saciedad. Abandono del ser en un establecimiento anónimo. Dejándome tragar por las pesadas nubes de humo acumulado. Intuía el resultado y podía permitirme algo más de tiempo, sabía del olvido voluntario que me obligaba a regresar, sin importar la finalidad; sin amor u odio, sin preguntas y menos aún: buscando respuestas.

La lluvia caía frívolamente tamborileando en el techo y la ventana de la sala. Con poca determinación y falsa angustia, me percaté de haber pasado por alto revisar el baño de la alcoba de mis padres. Me levanté, más por el desprecio de haberlo olvidado que ante la posibilidad de cualquier otra cosa. Terminé con la deprimente sucesión de números y ofertas, antes de dirigirme acompañado por el sonido de la lluvia y el eco de mis propios pasos hasta la habitación. Me planté frente a la puerta blanca, cerrada, descargando primero el dedo índice sobre el pomo; Luego, lentamente, dejé que los demás dedos terminaran de rodearlo e hicieran el movimiento mecánico de girar y empujar. Al encender la luz, descubrí el cuerpo sumergido en la bañera, en agua totalmente oscurecida por la sangre, su brazo derecho pendía inerte por fuera, mientras los dedos largos, finos,  sostenían un cilindro de ceniza. Un pequeño charco alimentado por la sangre que goteaba desde la mano se alargaba hasta el desagüe. No pude pensar en otra cosa que no fuera en la estupidez de ese o cualquier otro acto. Al final, sin reproche alguno, tal vez en un momento de efímera claridad, había terminado con su suplicio, con la tontería de continuar así o de cualquier otra manera. No quedaba mucho por hacer, esos ojos desde largo tiempo atrás habían perdido el color y la vida. Encendí un cigarrillo y me senté sobre la tapa del retrete, con la mirada fija en ese rostro de perfil, ciego e impúdico,  levantado al cielorraso. No sentí nada al encontrarla de esa manera, no podía ser tan distinto a otras formas pasadas, medio dormida frente al televisor, mirando distraídamente sus pies o el baldosín del suelo. Había escogido, independientemente en lo que se crea, la paz, la única verdad y felicidad que tal vez le restaba. Apagué el cigarrillo sobre el suelo blanco con el zapato; era necesario y justo, otro trago de la botella que había olvidado sobre el sofá de la sala. La miré por última vez, sabía de mi aversión por los funerales y mi no retorno. Me puse de pie y allí estaba. Sólo la punta de sus zapatos rozaba el cuadro blanco de la luz en el suelo del dormitorio, el sobretodo empapado y la mirada fija en la nada. Caminé hasta el umbral de la puerta, me detuve; apoyado en el marco encendí otro cigarrillo; no hizo nada, no dijo nada. No pudo hacerlo o encontrar y configurar las palabras necesarias para un momento como ese. Pude haberle dicho cualquier cosa que ahora carece de sentido o importancia, emprendí de nuevo mi camino, pasando a su lado, rozando su hombro. Me esperaban media botella de whisky, una tarde lluviosa y la búsqueda de una habitación de hotel.

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