PORTADA-DIMENSIÓN 28, Abril de 2014

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“El instinto social de los hombres no se basa en el amor a la sociedad, sino en el miedo a la soledad”.

Arthur Schopenhauer

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SUEÑO EN LOS HOSPITALES: HISTORIA DE UNA VOZ EN MI PALABRA (Mb-6v!)

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EXTRODUCCIÓN 14




Un hilo de sangre se derrama espeso, cruza el antebrazo y se moldea en la palma como un charco, lo empuña con fuerza y se esparce entre los dedos por todo el cuarto, así de pequeño, como un corazón en sístole, taquicárdico e hipertrofiado. Es la tercera vez en el día, exactamente el ciento veintiséis desde su estadía hospitalaria, que le extraen sangre para bienestar. El dolor ya es una costumbre acólita, como vomitar, toser sangre, hervir en lo vespertino y nocturno, y ahogarse en sí mismo de sudor en las mañanas. Condena cada acortamiento de la báscula a permanecer inmóvil y sin fuerza, asténico y adinámico. Las voces le parpadean delirantes y acusatorias, la persecución la siente dentro de sí como la sangre en mal estado, como un trombo amenazando su corazón y un émbolo sus pulmones. Escucha borrosos los alimentos de enfermo que el hambre obliga a tener, eso si acaso, su condición es habitualmente generosa y devuelve más de lo ingerido. Observa muy fuerte la única luz en el cuarto perpendicular a su postura, parpadear es el ocio, más de 65 es una diversión agotadora. Respira de alegría y de lleno, sabe de las mañanas porque suda y porque la ventana está abierta, y airea a lo lejos, desde un cuarto más grande.

Han venido de lejos a verle, de muchos países, muchos zapatos. Su condición es admirada por los científicos. Hoy luego de algunos exámenes ha declarado en voz, como pocas veces, la necesidad de escuchar esa canción que marca con botones el recuerdo, esa que solo escucha por su oído derecho. Tomaba un descanso en su jornada laboral, tomaba el vaso bebedor con propiedad y marchaba al dispensador, fría y caliente la ofrecía, y su sed tenía preferencias. Marcaba su vaso apenas lo inocente, y fue cayendo, junto a las gotas al piso. Despertó luego junto a las máquinas, que dentro de su cuerpo mutaban por respirarle. Ya no dispensaban  su sed, sino para ahogarlo.

Escuchaba dentro de sí, de vez en cuando, armonías remotas en su cabeza. La primera vez fue agradable, la segunda pegajosa, estas tardías, adictivas, torturantes y peligrosas. El dolor se iba cuando aparecía y se mermaba poco a poco con los quejidos grotescos ascendiendo. Eran la paz vacilando, como palomas blancas a muerte en un duelo, como arrodillarse por el perdón. El sonido se exteriorizaba zumbando rededores que preferían su izquierda. La oreja caía a migajas, primero, luego las gotas a chorros que gritaban, ningún ruido se iba, la oreja sí, sí la sangre, sí, sí. Un grito de nuevo, vienen a darle los medicamentos, a hundírselos e inyectarlos en lo rojo. Nada duele ya, es cariño toda negación. Ahora es su brazo el que grita, ese que no tiene; pero empuña nerviosamente, y se queja por cierto. Se obligó a rascarse pruriginoso en la estadía demencial, desgarrándose el brazo a pedacitos, “cocos Aureus”, Infección “ahorus”, amputación y “dolorus”. Los médicos registran cada dos horas su estado, respira lento jugando con ellos, colora pálido y camuflado, hierve y se evapora, late a su ritmo, pero no se va. Debería haber muerto hace dos meses, según las voces medicadas en los diarios, en los radios y las ondas de televisión. Por eso, vienen de tantos en tantos, dando pésames y diagnósticos, las curas son muchas, menos sanarse. No se muere porque escucha, por la derecha, la canción aquella que lo aprieta. Decir que ve no sabe, pero jura que es la música moviéndose. Le dieron un mes de vida, su corazón se detenía criticado, los pulmones de sueño tierno y la cabeza de otra tierra; él resistía innecesario saber lo desierto e hidratado de su cuerpo. Hipócrates culparía a los humores de sus convulsiones madrugadas, bilis, flema o sangre; cualquier supersticioso a los espíritus burlones o la venganza de dios; y algún niño a un tumor cerebral.
Podemos vivir sin el corazón amarrado, pero la cabeza no nos pesa, empuja hacia abajo para dejarnos anclados y no borrarnos en las alturas. Escuchaba conversaciones acerca de cómo estaba, qué funciones había perdido, por qué obtenían movimientos aleatorios al pasarle corriente a sus hemisferios cerebrales, cómo hacían que hablara con electricidad, y cómo no había algo en su cabeza que explicara todo, tampoco en su hígado ni médula espinal, riñones e intestinos. La historia natural de la enfermedad daba órdenes dispersas, los síntomas que delimitaban cualquier neoplasia, se corrían cuando la fiebre se entrometía cada cuatro días. Tenía una enfermedad rara, de esas que dan entre millones de personas, o entre todas por ser la única. Era ya un libro obligado para los galenos, una historia en el cine olvidada a los dos meses de proyectada, se imaginaba su historia conocida por todos, satanizada y mencionada como pesada. El alma esa, si existe, se entierra en las camas del hospital y se habitan las ocupaciones de quejarse al dolor, de tragarnos lastimados el cuerpo con un medicamento que nos aleja de vivir en otra vuelta.
Él confía mi palabra para escribirlo como lo siente, confía en la voz de muchos, y aunque no muera, creyendo en eso, cree también que pueda ser robado del hospital al aire en los alientos.

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INSTANTÁNEA N1: FRAGMENTOS EXQUISITOS (Andrés Pérez)

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Mañana con leve canto angelical llenando la cúpula celeste. Canto alegórico anunciando la resurrección y el término de la pascua. Abajo, en el primer piso de este pequeño edificio, se escucha el chorro de la ducha golpeando el embaldosado del baño, mientras acaricia un cuerpo  femenino. Lo observo, en la mente claro está,  recorro su piel, sus senos y la delicadeza de su sexo. La veo desnuda, la siento fría, exhala frescura, como Dios la trajo al mundo. La corriente de agua se detiene, sale del baño, sacude su cabello, comercial de shampoo, y seca cada rincón de su cuerpo. Toma las tangas sobre el nochero y sin afán se las va colocando hasta ocultar el vello púbico, ese monte de Venus. ¡Dios mío!

La figura femenina va desapareciendo y da paso a un rumor de papeles en el piso de arriba, rasgando el ronroneo electrizante impuesto por la nevera que zumba y zumba como un grillo en el pasto. Pierdo la imagen por culpa de ese papeleo exasperante. Alguien, quizás un joven estudioso apremiado por la carga académica y el poco tiempo de su vida, madruga a rumiar documentos sobre tal cosa que lo hará sabio . ¡Maldita sea!, todo es perceptible en el silencio de la mañana, el sueño de los que duermen cruje en la habitación contigua, la chica del piso inferior caminando en tacones. Va de aquí para allá dejando un tap, tap en el vacío. Se maquilla, se embellece un poco, quiere ocultar el paso del tiempo. Así estás bella, hermosa, buenísima. Quédate desnuda en la cama, déjame contemplarte una vez más. No oye, sigue caminando tap, tap, tap. Se detiene, deja de existir una vez más tras el silencio, la nada de mi mente. No encuentra lo que busca. Una tosecilla golpetea las paredes. De nuevo campana, un cuarto de hora. Tos de la vecina, tuberculosis, neumonía, gripa, alergia, resaca, cualquier cosa. Rasgar de papel. Sujeto documentos pasa a la página siguiente, derecho constitucional,  construcciones de cuerpos, epidemias y enfermedades, vida y obra de Jesucristo, violencia y desplazamiento en Colombia, cualquier cosa, cualquiera, soy rumbo a peor de Samuel Beckett  ¡Qué mierda! Traquean las tablas de la cama, el cuerpo durmiente se mueve bajo las sábanas. Despierta y no lo puede creer. No cree que ya esté de día. No quiere abrir los ojos, no quiere incorporarse al mundo, es un cuerpo que se resiste, que construye un acto creativo desde la cama. -¡Qué clase de muerte es ésta!-. Se dice. Con dolor abre los ojos, una vez más resucita para morir después como el mesías, círculo vicioso sin fin ni principio por la gloria de la gloria, amén. Su mirada recorre el cuarto, la mente todo lo que tiene por hacer en el día de hoy, ordena partes, fragmento, engranajes, restos, girones, retazos, huesos de este cuerpo. Campana. Otro cuarto. El cuerpo durmiente pone un pie en el piso. Abajo, la Mujer tacones se presta a salir, última mirada al espejo, retoques, perfume, toma las llaves y cierra la puerta. Se abre la puerta de la habitación del piso superior, y una señora en pijama aparece con cobijas y almohadas en la mano, en la sala se topa con el Sujeto documentos, que es una página en blanco donde escriben otros. Aquí debo detenerme, hay algo en el fogón derramándose… Retomo, la mañana tiene el aroma del agua panela caliente. La Mujer pijama, antes cuerpo durmiente, toma un baño. La gente madruga a bañarse, a quitarse las lagañas y el olor a meados, para después caminar hasta la casa de Dios, bien limpios y sin pecados encima. Lo malo es que Dios no es bobo, lo sabe todo, lo ve todo. Pero no tanto como el Estudiante documentos devanando sus sesos queriendo llegar a la verdad absoluta, mientras la vida discurre en un taconeo, en el chorro de agua, en la mirada del otro, en ese toque de campana.  ¡Qué carajos! Me voy a desayunar. Abandono el Cuerpo escritura, ahora seré Cuerpo glotón y quizás forme parte de otra historia.

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El TICKET PARA EL TREN DE LA MAÑANA (Johnky)

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La ciudad. La noche. El frío. El desespero. El olor a podredumbre. Las pastillas… Mierda. La ciudad. La noche. Las luces. La lluvia. La confusión. El oscuro presentimiento de saberse perdido. Los bares. Las mujeres. El Rock. El alcohol. Las nubes de nicotina. Los gritos. La miseria. La lucha. La sangre. Los hombres. El dinero. La apariencia. Las miradas. Los semáforos. Las drogas. La cerveza. La gente. Los amigos. Las conversaciones. Los conocidos. Los no tanto. Los enemigos. Todos. Mierda…

La ciudad. La noche. El desespero. Las pastillas. Las luces. La confusión. Los bares. Las mujeres. El dinero. Los hombres. La apariencia. Las miradas. La gente. Los amigos. El alcohol. Las conversaciones. La mierda. La podredumbre. El rock. Las nubes de nicotina. El oscuro presentimiento de saberse perdido y con la brújula descompuesta.

La noche. Las estrellas. La tristeza. Las pastillas. Los cigarrillos. Las luces. El desespero de sentirse una mierda. La ciudad. Los semáforos. La gente. La confusión. Los bares. La cerveza. Las mujeres. Los hombres. ¡Hey! Kids, rock’n roll. Los falsos amigos. De nuevo las luces. Otro bar. Más pastillas. Menos amigos. Una desconocida. Una mirada. Una sonrisa. Un hola. Otra sonrisa. Un cigarrillo. Más cerveza. Menos tristeza. Una palabra. Una frase. Otra sonrisa. El baño. El vómito. Una figura borrosa en el espejo. Mierda… La noche. La ciudad. La tristeza. Las pastillas. La luna. El autobús. Las luces. Los semáforos. La confusión. Una nena de labios delgados y ojos azules, tal vez verdes o  ambarinos. Pequeña primavera en medio de una lata apestosa a gasolina y sudor; a pereza y tedio. La mirada. De ella. En el cristal. En la noche. En la calle. En las luces. En el pasado. En el futuro. El presente no existe o por lo menos es de lo que menos se tiene noción.
La noche. La tristeza. Las pastillas. La luna. El autobús. La ciudad. Las luces. La confusión. Una nena de ojos azules o violetas o simplemente negros. Pequeña y dulce flor asentada en este árido jardín de desteñidos colores. La mirada. De ella. En mi mirada. El roce de los hombros. Un hola. Una sonrisa. No tengo ganas de dar explicaciones, simplemente permanece en silencio y déjate llevar. La música. En mis oídos Radiohead. En los de ella tal vez Crystal Castles, The Horrors, quizá Bloc Party. La lluvia sobre la ventana. El bombeo de gasolina al motor, de su piel a mi corazón. Una pastilla. ¡Claro que sí! Un trago de whisky. No quiero caer de nuevo. Explosión en el cerebro, en el estómago, en sus labios, en el pequeño brillo de luz en sus ojos. La ciudad. La noche. No me dejes caer. No me dejes nunca. La lluvia. El neón. Los cigarrillos. Besos de nicotina y alcohol; desespero y nostalgia; soledad y tristeza; confusión y tedio. El frío. La lluvia. Los semáforos. La gente. Formas borrosas. La luces. Destellos inciertos. El cielo cerrado. La salvación oculta. Los bares. La gente. El rock. La cerveza. El humo. Los gritos. La risa. El sudor. El desespero. Las luces. El ruido. La gente. El calor de una mujer. Una cerveza. Un cigarrillo. Otra cerveza. Uno, dos cigarrillos más. Otra botella, tres, cuatro cigarrillos. Una rueda. Un beso. “Immigrant song”. Su mirada azul. Su piel transparente. Ese aliento dulce y misterioso. Palabras en los oídos. El martillo de los dioses. Sueños rotos. Quehaceres dudosos, vida envolatada y mis dedos cabalgando hacia la primavera caliente, hacia el valhalla. Realidad perdida. Viejos recuerdos. Futuro incierto, negado, destrozado. Otra canción, mucha gente, mucha tristeza. Demasiada nostalgia. Vámonos de aquí viejo. Llévame a un lugar lindo y sangriento; llévame al otro lado de la noche. Miénteme y dime una verdad. Sé tú, sé yo. No me dejes ir, agarra mi mano. Zambúlleme en tus brazos, arrástrame por la luz. Toca mis tetas, mi cuello. Besa mi desesperación, mis desgarraduras. No tú. Dame un cigarrillo, acaríciame hasta romperme la piel, dame un beso con la lengua, fúmate mi mirada, déjame caer, déjame verte partir sin mirar atrás, dame la tonta esperanza de ver aparecer tu abrigo en una mañana de invierno. Sé mi lluvia, mi luz, sé mi amante y lárgate con otro que también te dibujará paisajes; pero no sabrá colorearlos. Regálame de tu dulzura, hazme esperar, enojar, putear; hazme cometer locuras, para poder tener un poco de tu sonrisa, algo de tu olor, bastante de tu piel.

La ciudad. La noche. La soledad. Las pastillas. El frío. El desespero. Una mujer. Un bar. Las calles. La gente. Ya no tanta. El frío. El olor a alcohol, a gasolina, a orines, a lluvia. Mucha más. La soledad de los parques. Los bares, los cafés. El aliento caliente, el aire nauseabundo repleto de jóvenes repletos de ruido, conversaciones insulsas, sueños, metas, esperanzas, mujeres, mentiras, miedos, amores, odios. Llévame a cine y no me dejes dormir, no me dejes llorar; llévame a ver una peli con final feliz, porque son más difíciles de creer. Llévame al cine y tócame en la oscuridad, amémonos en la oscuridad, seamos en la oscuridad. Llévame a cine y seamos los protagonistas, bésame cuando se besen, estrújame cuando se estrujen, ódiame cuando se odien, vete en cuanto ya no se aguanten más. Suicídate si muere. Yo haré lo mismo. La ciudad. La noche. El frío. Un viaje. La soledad. El desespero. La nostalgia. Las pastillas. El movimiento. La mujer. Dijo que se llamaba Angie, mientras encendía un cigarrillo. Angie hermosa. Suena a susurro, a fruta dulce, a roce de labios, a calma después de la tormenta “and you can’t say we’re satisfied” Angie “you can’t say we never tried”. El frío. Las calles. La gente. Los bares. El rock. La confusión. Abandonamos el cine en cuanto comprendimos que nunca llegaríamos a ser tan felices, tan preocupados, tan conscientes, tan románticos, tan metafísicos. Nos sentamos en cualquier acera. Entre espasmos de risa, terminamos la botella de whisky porque nos negaron el ticket para el tren de la mañana. Angie. Vos preferías caminar y dejar que la noche nunca terminara.



La noche. El frío. La ciudad. El frío. Angie. El frío. Angie mi amor, necesitamos más whisky, más cigarrillos, más lluvia, menos tristeza, menos soledad.  Caminamos las calles. El frío. La noche. El frío. La lluvia. La vida. El frío. No hay a donde ir, no hay a donde llegar. La vida es una patada en el culo, los sueños son la fuerza de esa patada. El deseo es grande y seguro, el descenso inevitable. La vida. El frío. La noche. El frío. La ciudad. El frío. El puente. Llegamos a un puente y me dijiste que te querías suicidar, me dijiste: “viejo, tirémonos y estampemos todo este desespero, tanto desasosiego, soledad y tristeza contra el pavimento húmedo por la lluvia”. El aire. El frío. Tu cabello enmarañado al viento. El aire. El frío. El metal mojado. Tu mano sobre la mía, tu cuerpo junto al mío. El aire. El frío. Los cigarrillos quemándose en los labios. El ascenso. El humo. El aire. El frío. El frío. El frío. El Frío.

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SOBRE BECKETT (Lián-ju.)

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“Qué importa quien habla, alguien ha dicho qué importa quién habla”. Digamos que fue el señor Samuel Beckett. El poeta y dramaturgo irlandés nacido en Dublín un viernes 13 de Abril de 1906. Suceso de haber nacido del que se arrepintió profundamente. Samuel tenía los ojos azules y le gustaba cualquier color siempre que fuera el gris. “Negro claro, todo el universo”. Escribió “Molloy”, “Malone Muere” y “El Innombrable”.  En vez de alma o cara -se dice-  tenía Angustia.  Emigró por países sin huellas donde “muere el canto de las bocas muertas”. Visitó suburbios y  tuvo por novia a Lucía Joyce, hija del autor del “Ulises”, que una vez terminada la relación descendió a las circunvoluciones de la esquizofrenia.  Sus obras no tenían otro fin que el ser escritas así, ahí, sin  motivos de endulzarle a cualquiera la pesada y amarga burbuja de su vida.  En esta voz suya, se podría resumir o reducir toda su obra: “sueño /sin fin/ ni tregua/ en nada”. En efecto, las dos palabras más bellas e importantes de sus obras literarias, radiofónicas y fílmicas son Nada y Nadie. Los más exactos vocablos que tiene la monótona palabrería que va y viene en la cabeza como un loco chocando de muro a muro. ¿O no es verdad que cuando se dice Luna y Perro verde no se dicen más que palabras? ¿No es verdad que ningún perro verde está saltando de la boca para morderle el cráneo a uno de ustedes?  ¿No es cierto que ni la luna se desliza de la boca, y cae, al menos en pedazos,  sobre vuestras cabelleras? Queda claro entonces: Nada dicen las palabras y Nadie es el que las dice. En el principio era el verbo enloquecer.

El señor Samuel Beckett, después de la segunda guerra mundial se unió a la Resistencia francesa y se vio obligado a huir porque la policía secreta de los nazis -se iba a escribir de los uribistas- lo perseguía. Obligación similar, tal vez, a la que sentía por decir lo indecible, por hacer posible lo imposible. Pero fracasa a propósito.  Su lenguaje no da con ningún sentido y eso que llamamos “yo” se revela en el lenguaje mismo como una voz en el vacío, una leve línea de luz, y espiral de polvo en la oscuridad. La existencia resulta farsa absurda, negra comedia, ridícula tragedia. Errar y errar por desiertos, tiempos desiertos, espacios de corazones en ruinas. Polvo, blancura infinita, pura negrura, bicicletas desvencijadas, botas viejas, cubos de basura, piernas amputadas, ancianos delirantes y cosas que se arrastran por rutina, como los hombres, como el éter y su grito de caída por el “hondo fondo de la nada”. Vivir es estar en arrastraderas.

Sus obras son desnudo testimonio del cometido que le atribuiría al artista, esto es, “encontrar una forma que contenga la confusión”. Forma refleja en “Actos sin Palabras”, “Esperando a Godot”, “Final de Partida”, “No Yo”, “Cómo es” y otras que no mencionamos para que no olvidéis que si algo o alguien palpita allí, es el olvido. La acción de un agente neutro que sigue su curso y despoja al hombre de sus amadas pertenencias y permanencias. Y lo deja a la intemperie, despojado, desgarrado de cara a una muerte,  hablando solo, interminablemente hasta terminar. De todo esto alguien queda inmóvil frente a una ventana, viendo con los ojos cerrados o abiertos, da lo mismo, el camino infinito que atraviesan, por manadas, las tinieblas.

A don Samuel Beckett se lo conoce por haber inventado el teatro absurdo, pero no el absurdo. “La vida, al fin,  le sonrió enseñándole todos sus dientes”. En 1969, por ejemplo, gana el Premio Nobel y se encierra en casa y desconecta el teléfono. Eso representó para él una verdadera catástrofe porque, según expresó, él no había cometido ningún crimen. Más catastrófico aún, que la puñalada que recibió en inmediaciones del corazón una madrugada en París de manos del gerente de una empresa de putas, un proxeneta, al que visitó en la cárcel para preguntarle  “¿Por qué?”.  A lo que el individuo le respondió: “Lo siento, pero no sé”.  “Compañía”, “Residua” y “Sin” son otras de sus obras. El mismo círculo, rotos espejos. Silencio que no llega. Acontecimientos del orden del azar, palabras, palabras, palabras con las que dibujada su risotada frente al absurdo teatro del mundo. Ese espacio exterior, lleno de cabezas, de cosas ciegas y hasta hombres que no pueden acabar ni con el ruido ni con el movimiento.

Advirtió que no era un pesimista sino, simplemente, que siempre sumaban más las figuras negras que las blancas, razón por la que expresó quizá, eso de  que “no hay nada tan divertido como la desgracia”. En 1989 lo metieron en un ataúd último modelo, elegante estuche que tradicionalmente suelen llevar los muertos. Quedaron, no obstante, sus palabras errando por los cielos de papel, sobreviviéndolo un poco más, otro poco más, pero nunca todo, nunca siempre. Nunca nunca, cosmos caótico, caos cósmico, caosmos, vacío que dice vacío. Entonemos en su nombre, finalmente, una de sus Letanías o Mirlitonadas: “palabras/ supervivientes de la vida/ un poco más/ hacedle compañía”.

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BERTOLT BRECHT

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•En esta ocasión compartimos con nuestros lectores algunos poemas de  Bertolt Brecht (1898- 1956). Dramaturgo y poeta alemán, una de las figuras más influyentes del siglo XX. 
sus obras simpre invitan a la reflexión.    

Bertolt Brecht



Loa de la dialéctica


Con paso firme se pasea hoy la injusticia.

Los opresores se disponen a dominar otros diez mil años más.
La violencia garantiza: “Todo seguirá igual”.
No se oye otra voz que la de los dominadores,
y en el mercado grita la explotación: “Ahora es cuando empiezo”.
Y entre los oprimidos, muchos dicen ahora:
“Jamás se logrará lo que queremos”.

Quien aún esté vivo no diga “jamás”.
Lo firme no es firme.
Todo no seguirá igual.
Cuando hayan hablado los que dominan,
hablarán los dominados.
¿Quién puede atreverse a decir “jamás”?
¿De quién depende que siga la opresión? De nosotros.

¿De quién que se acabe? De nosotros también.
¡Qué se levante aquel que está abatido!
¡Aquel que está perdido, que combata!
¿Quién podrá contener al que conoce su condición?
Pues los vencidos de hoy son los vencedores de mañana
y el jamás se convierte en hoy mismo.





Generaciones marcadas


Mucho antes de que aparecieran sobre nosotros los
bombarderos
ya eran nuestras ciudades
inhabitables. La inmundicia
no se la llevaban
las cloacas.
Mucho antes de que cayéramos en batallas sin objeto
tras cruzar las ciudades que aún quedaban en pie,
eran ya nuestras mujeres
viudas, y huérfanos nuestros hijos.
Mucho antes de que nos arrojaran a las fosas los que ya se
habían marcado,
ya carecíamos de amigos. Lo que la cal
nos comió no eran ya rostros.




Muchas maneras de matar


Hay muchas maneras de matar.
Pueden meterte un cuchillo en el vientre.
Quitarte el pan.
No curarte de una enfermedad.
Meterte en una mala vivienda.
Empujarte hasta el suicidio.
Torturarte hasta la muerte por medio del trabajo.
Llevarte a la guerra, etc…
Sólo pocas de estas cosas están prohibidas en nuestro Estado.




No aceptes


No.
No aceptes lo habitual como cosa natural.
Porque en tiempos de desorden,
de confusión organizada,
de humanidad deshumanizada,
nada debe parecer natural.
Nada debe parecer imposible de cambiar.


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EL TREN (Raymond Carver) -Autor recomendado-

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La mujer se llamaba Miss Dent, y aquella tarde había encañonado a un hombre con una pistola. Le había obligado a arrodillarse en el polvo suplicando que le perdonara la vida. Mientras los ojos del hombre se llenaban de lágrimas y sus dedos estrujaban hojas caídas, ella le apuntaba con el revólver y le cantaba cuatro verdades. Trataba de hacerle comprender que no podía seguir pisoteando los sentimientos de la gente.
—¡Ni un movimiento! —dijo.
Pero el hombre simplemente escarbaba el polvo con los dedos y movía un poco las piernas, muerto de miedo. Cuando ella terminó de hablar, cuando dijo todo lo que pensaba de él, le puso el pie en la nuca y le aplastó la cara contra el polvo. Luego guardó el revólver en el bolso y volvió a pie a la estación.
Se sentó en un banco en la desierta sala de espera con el bolso en el regazo. La taquilla estaba cerrada; no había nadie. Incluso el aparcamiento estaba vacío, delante de la estación. Fijó la vista en el enorme reloj de la pared. Quería dejar de pensar en el hombre y en su comportamiento con ella después de conseguir lo que quería. Pero estaba segura de que durante mucho tiempo recordaría el sonido que el hombre emitió por la nariz al arrodillarse. Inspiró profundamente, cerró los ojos y esperó oír el ruido del tren.
La puerta de la sala de espera se abrió. Miss Dent miró en aquella dirección y vio entrar a dos personas. Una de ellas era un anciano de pelo blanco y corbata blanca de seda; la otra era una mujer de mediana edad que llevaba los ojos sombreados, los labios pintados, y un vestido de punto de color rosa. La tarde había refrescado, pero ninguno de los dos llevaba abrigo y el anciano iba sin zapatos. Se detuvieron en el umbral, aparentemente sorprendidos de encontrar a alguien en la sala de espera. Trataron de comportarse como si su presencia no les molestase. La mujer le dijo algo al anciano, pero miss Dent no percibió sus palabras. La pareja entró en la sala. A miss Dent le pareció que tenían cierto aire de inquietud, de haber salido de algún sitio a toda prisa y de ser incapaces todavía de hablar de ello. También podría ser, pensó miss Dent, que hubiesen bebido demasiado. La mujer y el anciano de pelo blanco miraron al reloj, como si pudiera decirles algo sobre su situación y lo que debían hacer a continuación.
Miss Dent también miró al reloj. Nada había en la sala de espera que anunciase el horario de llegada y salida de los trenes. Pero estaba dispuesta a esperar el tiempo que fuese necesario. Sabía que si aguardaba lo suficiente, llegaría un tren, lo abordaría y la llevaría lejos de aquel sitio.
—Buenas tardes —le dijo el anciano a miss Dent.
Lo dijo, pensó ella, como si se tratara de una tarde de verano normal y él fuese un anciano importante que llevara zapatos y esmoquin.
—Buenas tardes —contestó miss Dent.
La mujer del vestido de punto la miró de un modo calculado para darle a entender que no se alegraba de encontrarla en la sala de espera.
El anciano y la mujer se sentaron en un banco al otro lado de la sala, justo enfrente de miss Dent. Miró cómo el anciano se estiraba un poco los pantalones, cruzaba las piernas y empezaba a mover el pie, convenientemente enfundado en su calcetín. El anciano sacó un paquete de cigarrillos y una boquilla del bolsillo de la camisa. Insertó el cigarrillo en la boquilla y se llevó la mano al bolsillo de la camisa. Luego buscó en los bolsillos del pantalón.
—No tengo lumbre —dijo a la mujer.
—Yo no fumo —contestó ésta—. Cualquiera diría que no me conoces lo suficiente para saberlo. Si es que tienes que fumar, ella quizá tenga una cerilla.
La mujer alzó la barbilla lanzando una mirada a miss Dent. Pero miss Dent meneó la cabeza. Se acercó más el bolso. Tenía las rodillas juntas, los dedos crispados sobre el bolso.
—Así que, encima de todo lo demás, no hay cerillas —dijo el anciano de pelo blanco.
Se registró los bolsillos una vez más. Luego suspiró y sacó el cigarrillo de la boquilla. Volvió a meter el cigarrillo en el paquete. Guardó los cigarrillos y la boquilla en el bolsillo de la camisa.
La mujer empezó a hablar en una lengua que miss Dent no entendía. Pensó que podría ser italiano porque su rápida manera de hablar se parecía a la de Sofía Loren en una película que había visto.
El anciano meneó la cabeza.
—No te sigo, ¿sabes?, vas muy deprisa para mí; tendrás que ir más despacio. Habla inglés. No puedo seguirte —dijo.
Miss Dent dejó de aferrar el bolso y lo puso en el banco, junto a ella. Miró el cierre. No sabía exactamente lo que debía hacer. La sala era pequeña y no le parecía bien levantarse de pronto para ir a sentarse a otra parte. Sus ojos se dirigieron al reloj. —No puedo soportar a esa pandilla de locos —dijo la mujer—. ¡Es tremendo! Sencillamente, no puede explicarse con palabras. ¡Dios mío!
La mujer dijo esto y meneó la cabeza. Se dejó caer contra el respaldo del banco, como agotada. Alzó la vista y miró brevemente al techo.
El anciano tomó la corbata de seda entre los dedos y empezó a manosear el tejido. Se abrió un botón de la camisa y pasó la corbata por dentro. La mujer prosiguió, pero él parecía pensar en otra cosa.
—Es esa chica la que me da lástima —dijo la mujer—. La pobrecita, solo en una casa llena de idiotas y de víboras. Es la única que me da pena. ¡Y a ella es a quien hay que pagar! ¡No a los demás. ¡Desde luego no a ese imbécil que llaman Capitán Nick! Es completamente irresponsable. A él no.
El anciano alzó la cabeza y echó una mirada por la sala de espera. Se fijó un momento en miss Dent.
Miss Dent miró por encima de él, a la ventana. Vio la alta farola, con la luz brillando sobre el aparcamiento vacío. Tenía las manos cruzadas en el regazo y trataba de concentrarse en sus propios asuntos. Pero no podía dejar de oír lo que aquella gente decía.
—Te voy a decir una cosa —dijo la mujer—. La chica es la única que me interesa. ¿A quién le importa el resto de esa tribu? Toda su existencia gira alrededor del café au lait y los cigarrillos, de su refinado chocolate suizo y de esos puñeteros guacamayos. No les importa nada aparte de eso. ¿Qué más les interesa? Si no vuelvo a ver a esa pandilla otra vez, tanto mejor. ¿Me entiendes?
—Claro que te entiendo —contestó el anciano—. Naturalmente.
Descabalgó la pierna, la apoyó en el suelo y cruzó la otra. —Pero no te enfades por eso ahora —dijo. —Dice que no me enfade por eso, ¿Por qué no te miras al espejo?
—No te inquietes por mí —contestó el anciano—. Peores cosas me han pasado y aquí me tienes.
Se rió en voz baja y meneó la cabeza.
—No te preocupes por mí. —¿Cómo no voy a preocuparme por ti? —preguntó ella—. ¿Quién, si no, va a preocuparse por ti? ¿Esa mujer del bolso va a preocuparse por ti?
Dejó de hablar el tiempo suficiente para fulminar a miss Dent con la mirada.
—Lo digo en serio, amico mió. ¡Pero mírate! ¡Por Dios, si no hubiese tenido ya tantas cosas en la cabeza, me habría dado un ataque de nervios allí mismo! Dime quién más va a preocuparse por ti si yo no lo hago. Te hago una pregunta en serio. Ya que sabes tantas cosas, contéstame a ésa.
El anciano de pelo blanco se puso en pie y luego volvió a sentarse.
—No te preocupes por mí, simplemente —dijo—. Preocúpate por otra persona. Si quieres preocuparte por alguien, hazlo por la chica y por el Capitán Nick. Tú estabas en otra habitación cuando él dijo: «Yo no soy serio, pero estoy enamorado de ella.» Esas fueron sus palabras.
—¡Sabía que pasaría algo así! —gritó la mujer.
Cerró los dedos y se llevó las manos a las sienes.
—¡Sabía que me dirías algo parecido! Pero tampoco me sorprende. No, no me pilla de sorpresa. Un leopardo no muda las manchas. Nunca se ha dicho nada más cierto. Lo dice la experiencia. Pero, ¿cuándo vas a despertarte, viejo estúpido? Contéstame. ¿Eres como la muía, que primero hay que darle bastonazos entre los ojos? O Dio mió! ¿Por qué no vas a mirarte al espejo? Mírate bien, mientras puedas.
El anciano se levantó del banco y se acercó a la fuente. Se puso una mano a la espalda, abrió el grifo y se inclinó para beber. Luego se enderezó y se limpió la barbilla con el dorso de la mano. Se llevó las manos a la espalda y empezó a recorrer la habitación como si estuviera de paseo.
Pero miss Dent vio que sus ojos exploraban el suelo, los bancos vacíos, los ceniceros. Comprendió que buscaba cerillas y lamentó no tener ninguna.
La mujer se había vuelto para seguir los movimientos del anciano.
—¡Pollo frito de Kentucky en el polo norte! ¡El Coronel Sanders con botas y parka! ¡Eso fue el colmo! ¡El acabóse!
El anciano no contestó. Prosiguió su circunnavegación de la sala y se detuvo delante de la ventana. Se quedó allí, con las manos a la espalda, mirando el aparcamiento vacío.
La mujer se volvió hacia miss Dent. Se tiró de la sisa del vestido.
—La próxima vez que vaya a ver películas domésticas sobre Point Barrow, Alaska, y sus esquimales norteamericanos, me lo tendré merecido. ¡Qué absurdo, por Dios! Hay gente que haría cualquier cosa. Los hay que tratarían de matar de aburrimiento a sus enemigos. Pero habría que haberlo visto.
La mujer lanzó a miss Dent una mirada agresiva, como si la desafiara a llevarle la contraria.
Miss Dent cogió el bolso y se lo puso en el regazo. Miró al reloj, que parecía avanzar muy despacio, suponiendo que se moviera.
—No es usted muy habladora —dijo la mujer a miss Dent—. Pero apuesto a que tendría mucho que decir si alguien la animara. ¿Verdad? Pero usted es lista. Prefiere quedarse sentada con su boquita decorosamente cerrada mientras otros hablan sin parar. ¿Tengo razón? Agua mansa. ¿Así es usted? —preguntó la mujer—. ¿Cómo la llaman?
—Miss Dent. Pero no la conozco a usted.
—¡Pues yo tampoco a usted! —exclamó la mujer—. Ni la conozco ni quiero conocerla. Quédese ahí sentada y piense lo que quiera. Eso no cambiará nada. ¡Pero sé lo que pienso yo, que esto da asco!
El anciano se apartó de la ventana y salió. Cuando volvió, un momento después, tenía un cigarrillo encendido en la boquilla y parecía de mejor humor. Llevaba los hombros echados hacia atrás y la barbilla hacia adelante. Se sentó junto a la mujer.
—En el fondo, tienes suerte —dijo la mujer—. Y eso es una ventaja en tu situación. Siempre lo he sabido, aunque nadie más se diese cuenta. La suerte es importante.
La mujer miró a miss Dent y prosiguió:
—Joven, apuesto a que usted ha cometido errores en la vida. Estoy segura. Me lo dice la expresión de su cara. Pero usted no va a hablar de ello. Adelante, pues, no hable. Deje que hablemos nosotros. Pero envejecerá. Entonces ya tendrá algo de que hablar. Espere a tener mi edad. O la suya —añadió la mujer, señalando al anciano con el dedo pulgar—. No lo quiera Dios. Pero todo llega. A su debido tiempo todo llega. Y tampoco hay que buscarlo. Viene sólo.
Miss Dent se levantó del banco sin dejar el bolso y se acercó a la fuente. Bebió y se volvió a mirarlos. El anciano había terminado su cigarrillo. Lo sacó de la boquilla y lo tiró debajo del banco. Golpeó la boquilla contra la palma de la mano, sopló el humo que había dentro y volvió a guardarla en el bolsillo de la camisa. Ahora también prestó atención a miss Dent. Fijó la vista en ella y esperó junto con la mujer. Miss Dent hizo acopio de fuerzas para hablar. No sabía por dónde empezar, pero pensó que podría decir primero que tenía una pistola en el bolso. Incluso podría decirles que aquella misma tarde había estado a punto de matar a un hombre.
Pero en aquel momento oyeron el tren. Primero, el silbido; luego, un ruido metálico y un timbre de alarma cuando la barrera descendió sobre el paso a nivel. La mujer y el anciano de pelo blanco se levantaron del banco y se dirigieron a la puerta. El anciano abrió la puerta para que pasara su compañera, luego sonrió e hizo un gesto con la mano para que miss Dent saliera antes que él. Ella llevaba el bolso sujeto contra la blusa. Salió detrás de la mujer mayor.
El tren silbó otra vez al tiempo que aminoraba la marcha; luego se detuvo delante de la estación. El foco de la locomotora se movía de un lado para otro sobre los raíles. Los dos vagones que componían el pequeño convoy estaban bien iluminados, de modo que a las tres personas que estaban en el andén les resultó fácil ver que el tren venía casi vacío. Pero no les sorprendió. A aquella hora, lo que les sorprendía era ver a alguien a bordo.
Los escasos viajeros se asomaban a las ventanillas de los vagones y encontraban raro ver a aquella gente en el andén, disponiéndose a abordar un tren a aquella hora de la noche. ¿Qué asuntos les habrían sacado de sus casas? A aquella hora, la gente debería estar pensando en acostarse. En las casas de las colinas que se veían detrás de la estación, las cocinas estaban limpias y arregladas; los lavavajillas hacía mucho que habían concluido su función, todo estaba en su sitio. Las lamparillas de noche brillaban en los cuartos de los niños. Unas cuantas adolescentes aún estarían leyendo novelas, retorciéndose un mechón de pelo entre los dedos. Pero las televisiones se apagaban. Maridos y mujeres se disponían a pasar la noche. La media docena de viajeros sentados en los dos vagones miraban por la ventanilla y sentían curiosidad por las tres personas del andén.
Vieron a una señora de mediana edad, muy maquillada y con un vestido de punto de color rosa, subir el estribo y entrar en el tren. Tras ella, una mujer más joven, vestida con blusa y falda de verano que aferraba un bolso. Las siguió un anciano que andaba despacio con aire de dignidad. El anciano tenía el pelo blanco y llevaba una corbata blanca de seda, pero iba descalzo. Los viajeros, como es lógico, pensaron que los tres iban juntos; y tuvieron la seguridad de que, fuera cual fuese el asunto que les tenía ocupados aquella noche, no había tenido un desenlace satisfactorio. Pero los viajeros habían visto en su vida cosas más extrañas. El mundo está lleno de historias de todo tipo, como ellos bien sabían. Aquello tal vez no fuese tan malo como parecía. Por esa razón, apenas volvieron a pensar en las tres personas que avanzaban por el pasillo para encontrar acomodo: la mujer y el anciano de pelo blanco se sentaron juntos, la joven del bolso unos asientos más atrás. En cambio, los viajeros miraban a la estación pensando en sus cosas, en los asuntos en que estaban enfrascados antes de que el tren parase en la estación.
El factor examinó la vía. Luego miró atrás, en la dirección en que venía el tren. Alzó el brazo y, con la linterna, hizo una señal al maquinista. Eso era lo que el maquinista esperaba. Giró un botón y bajó una palanca. El tren arrancó. Lentamente al principio, pero luego empezó a tomar velocidad. Fue acelerando hasta que una vez más surcó la campiña a toda marcha, con sus vagones brillantes arrojando luz sobre la vía.

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MONÓLOGO DE UNA MUJER QUE NO ES TONTA (Mónica armónica)

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Histérica, desquiciada, hablando sola, estaba muy mal esa mujer. Si la hubieras visto te mueres de la risa, del asco, ver a una congénere sometida de esa forma por un macho, se entiende porque estamos como estamos. Nunca dejaremos esa pendeja actitud de sumisas lloronas, con corazoncitos rojos y ademanes de princesita para ser cuidadas como porcelanas chinas. Ese tipo de mujer no debería existir en una época de emancipación femenina,  nos pone en vergüenza, a nosotras que año tras año logramos avances en la liberación del mal llamado sexo débil... Por favor, déjame terminar. Es que ustedes no lo quieren aceptar, no van a reconocer que las mujeres poseemos hoy en día las condiciones sociales y económicas necesarias, para adquirir la completa independencia sobre el pedante troglodita que por mucho tiempo nos sometió. Mírala, ahí va con ese vejete. Quizás a desquitarse… eso fue lo que me dijo en el baño. Mal, lo peor para castigar a un hombre, igualarse en sus cochinadas. Nuestra recatada naturaleza no corresponde al carácter perruno del hombre, nuestro cerebro no está fabricado para procesar y generar las cochinadas que hacen ustedes, no poseemos tanto cinismo.  No lo niegues, así es... ¿me contradigo? Eres tu quien se contradice, tu especie dedica el 90% del día a pensar en sexo, el restante 10% no piensan, porque en ese momento están follando con cualquiera. Por ejemplo, ¿Cuántas veces piensas al día en sexo?... Respóndeme... No tienes los pantalones para sostener una respuesta… No te rías, estoy hablando en serio. Yo he visto como miras a las otras, en especial a la vecina. Dime ¿Qué piensas cuando la miras? ¿Piensas en comértela, cierto?... Responda, no voy a enojarme, ni que fuera tan tonta como la del baño... Yo no soy boba, yo por vos no sufro, pero responde... Di algo... ¿Ah?.. Ves, el silencio otorga, lo dice todo. Yo lo sabía, que pendeja. No me toques... ¿Invento?... Crees que no he visto la cara de lerdo que pones cuando la ves asomada al balcón con esas minifaldas. Como le pelas los dientes y haces guiños con los ojos. ¡Ay! Eres igual a todos. Que no me toques ¡carajo!... No, no estoy enojada, pero no mienta, ¿Ah?... Sabe qué, hablamos más tarde, y no me busque ni me llame que hoy voy a estar muy ocupada. Suéltame, vaya donde la vecina, sacie las ganas con ella… ¿Te ofendo? Tú me ofendes a mí al no ser capaz de confesar que te gusta la vecina... ¿No? Cínico. Descarado. Me voy... D.E.J.A.M.E o no respondo… Eso, ríase, cretino. Siempre es lo mismo con vos, no eres tan berraco para sostenérmelo aquí en la cara, dilo: te quieres acostar con la vecina o ¿es que ya se la durmió?, responda... Ves, no eres capaz de decir nada, cobarde.  Tu cerebrito no tiene la capacidad de mentir, lo veo en tus ojos, lo huelo al instante. Pendejo, estúpido imbécil. ¿Por qué me haces esto?

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CATARSIS (Urraca)

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Sin saberlo, llegué a mostrarme fuerte, insaciable, irrefutable. Perseguía a un ser que sería incapaz de habitar. No podía desistir de esa actitud. Frenarme en el camino significaría empobrecerme vertiginosamente hacia todo lo que había sido en los últimos años. ¡Es paradójico! Ya que detrás de esa pobreza deliberada, se hallaba algo que me seducía y alentaba. Estos eran momentos malos y sórdidos, pero algo pasaba dentro de ellos. No habían diálogos o encuentros conmigo mismo; solo habían esperanzas de un cierto diálogo con un incierto y remoto “yo”. El problema se hallaba en el plano moral. Estaba tan absorto de este falso ser, que me aventuré a descubrir tardíamente en mi interior estados profundos y por qué no, estados estéticos. Los resultados no me parecieron un premio, sino un exceso de una realidad absoluta y satisfactoria. Descubrí que solo habitaba una esencia que podía darme acceso a múltiples estados y creencias.

Identifiqué en mí mismo un sentido progresivo de la condición humana, un orden, que para mí era simplemente un efecto colateral de toda la ansiedad metafísica que habitaba en mí, y en mi afán de mostrarme como quería e imaginaba en algún pasaje de una vida meramente abstracta, confusa y abruptamente hipotética.

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BRILLO DE UNA AUSENCIA (Urraca)

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La ausencia llega a mí.
Es una voz discreta que me alude,
aparece de repente en cualquier parte,
a propósito de nada.

Cuando me paro a contemplarla, 
miro su cara y ésta me desafía. 
Cuando despierto en la mañana,
me acuerdo de su indolencia.

Basta una mirada, un respiro…
para tenernos uno frente al otro.
Rutina deforme, cenizas en la mirada 
e íntimo desdén.

Las ausencias llegan un día, y allí
comienzan los recuerdos.
Todo sucede en el oleaje de la memoria.
Aturdida presencia en compañía de seres insaciados.

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LA BRUMA DE LA DESOLACIÓN (Johnny C.)

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“Pero ¿vivimos realmente? 
¿Vivir sin saber lo que es la vida será vivir?”

Fernando Pessoa


Cuando regresé al apartamento todo estaba igual a como recordaba haberlo visto en la mañana, con excepción del televisor mudo sintonizado en una de esas cadenas de tele-propaganda. El clima era frío y todo permanecía sumido en la luz grisácea de una tarde nublada. Por lo general, se le podía encontrar en la cocina preparando una cena para nadie; frente al televisor, zurciendo interminables suéteres o sobrecamas; sosteniendo la bocina del teléfono entre el hombro y el rostro, repasando con el dedo índice sobre una libretita viejos números y nombres de personas a las que nunca acababa por llamar. El vacío, la aparente falta de su presencia en la casa, hacían tal vez la única particularidad necesaria, junto a la de un frasco de medicamentos sobre la mesa de la cocina. Encendí un cigarrillo tratando de hacerme una idea sobre lo desconocido o aceptando  finalmente el desenlace de algo cuyo principio olvidaba. Tenía el cabello y el abrigo húmedos por la lluvia que no terminaba de caer desde el momento en el que abandoné la clase. Mi cuarto, igual al resto de la casa, dejaba ver un montón de enseres arrumados y solitarios en una posición previamente escogida. Sin emoción o gusto, revisé el resto de habitaciones de la casa. Regresé a la sala y asalté la licorera de papá, bebí un trago largo y amargo desde la botella, mientras en la otra mano hacía dar vueltas al pequeño frasco que había tomado de la mesa. Permanecí cerca de un cuarto de hora arrellanado sobre el sofá, bebiendo de la botella y quemando cigarrillos a medias, mientras el televisor emitía imágenes sin sentido para mí.

Esa misma mañana, me sorprendió el hecho de encontrarla bajo esa la luz pálida de la cocina, modulando esa canción, esa única melodía, que por años escuché sentado a la mesa —y ahora no puedo o quiero recordar— mientras la observaba ir y venir de un lado a otro. Me llamó la atención su presencia allí, de nuevo, como en aquellos estúpidos años infantiles tragados por el olvido. Revividos en su totalidad por un tiempo sin nombre y caprichoso. Al sentir mi presencia, me miró y sonrió cerrando los ojos, creando o manteniendo así la máscara exacta y vil; perpetuando la mentira, la aridez y la distancia que había entre los dos.
—Buenos días nene, sé que no te gusta ser atendido. Pobre, desde chico empezaste a hacer las cosas por propia cuenta. Y no creas que eso me molesta o molestó. Para nada, siempre estuve orgullosa de eso, porque no hay nada más importante que demostrar carácter.

Me siento y no digo nada. En el aire flota un olor a café, mientras ella, descalza, baila sobre las baldosas dando pequeños pasos; siempre modulando la ignorada canción, girando sobre su eje, deteniéndose en un punto en particular antes de reanudar los movimientos a veces arrastrando las plantas de sus pies. Se acerca y deja frente a mí, sobre la mesa, entre mis manos, un pocillo de café humeante. La miro directo a la profundidad de sus ojos sombreados por enormes ojeras. Me da los buenos días por segunda vez y me besa la frente, mientras me rodea y, tras de mí, empieza a revolver en la gaveta de los platos. Permanezco en silencio mirando el reflejo ensombrecido que me devuelve el cristal de la mesa. Pienso por un breve momento, palpando el paquete en el fondo de mi bolsillo, si debo encender o no un cigarrillo. Decido que no importa mostrarle algo más de mi falso carácter. Ella, cargada de platos que se dispone a lavar, termina de rodearme.

—No te preocupes. Ya pronto podremos desayunar y así podés irte a clase—.
Me dice por encima de los hombros y el ruido de la llave del agua abierta. Puedo aceptar que se esfuerce, que trate de evitar los temas espinosos y de lograr una conversación antigua, pasajera y de palabras agotadas que no quieren o expresan algo. Sé de su tristeza y decepción, del tema al cual le gustaría referirse; pero su miedo y melancolía no se lo van a permitir. Sé, y tal vez entienda, de sus motivos para querer continuar con un juego perdido, con la idea supuesta del “cómo debería ser”.

Enciendo un cigarrillo y dejo el paquete sobre la mesa, queriendo, así, demostrarle quizás algo de confianza o reciprocidad. El movimiento puntual para derribar cualquier intento de vuelta al pasado. Bebo del café y cruzo las piernas. Ella permanece dándome la espalda, apoyada sobre un solo pie, mientras el otro descansa sobre la pantorrilla; su cabello, recogido en una cola, se balancea con el movimiento de sus hombros. —Tu padre no vino a casa anoche. ¡Tanto que trabaja! Pobrecito. Todo para poder mantener la familia en buen estado y nada nos falte—. Me contengo a la idea de hacerle saber que
ya no tengo siete años. Prefiero callar mi desprecio  y la realidad que ambos sabemos; pero que ella no ha sido capaz o no quiere admitir. Al mismo tiempo me pregunto el porqué de la obsesión, la obstinación; el inútil y enorme esfuerzo por escapar de la realidad y no aceptarla de golpe, sin preguntas ni recriminaciones; sin planes de venganza o auto misericordia.
—Porque la vida es muy complicada y nos da pocas oportunidades de ser felices de verdad, obligándonos a sacrificar muchas cosas buenas para mantener un bienestar estable—. Da media vuelta y sirve el desayuno, se sienta en una silla al costado derecho de la mesa y me dice que es de mala educación fumar mientras se come u otros lo hacen. Apago el cigarrillo en el residuo de café que aún había en el pocillo. Ella me mira, arquea  las cejas y me esboza una pequeña y poca notoria sonrisa.

Empezamos a comer en silencio, sólo persisten el sonido de los vasos contra el cristal de la mesa y el de los cubiertos contra la cerámica. Observo su rostro demacrado, el semblante terco e inseguro; no puedo recordar la última vez que la vi sonreír con alegría verdadera; mirar las cosas o las personas con entusiasmo y esperanza; conversar de otra cosa que no sea sobre su ausente marido o los problemas que tiene para inventarse nuevas maneras o pretextos de mantener la casa limpia y en orden. Empieza a hacerme las preguntas rigurosas que tal vez planeó  más temprano, antes de que yo entrara a la cocina; las supuestas, que como madre debe hacer. Evito responder.  Se turba debido a mi silencio. Trata de no mirarme directamente, se dedica a pasear la vista por toda la cocina mientras juega con la comida que apenas ha tocado.
—Total, espero que estés bien y esas clases no sean muy difíciles; pero no importa, porque eres un chico inteligente. Alguien me dijo que hay una chica, ¿Es cierto eso? —Aparta un mechón de cabello de sus ojos y se queda mirándome—. ¿Cierto? —Sonríe—. Eres hijo de tu padre, apuesto y sagaz. —No está aquí, hace pequeños círculos con el tenedor a medida que habla y me señala, vive una vida pasada, se aferra con fuerza desquiciada a algo que ya no existe; pero que está empeñada en mantener.

Soy un hijo, tal vez mi trabajo consista en ayudarla, en fortalecer su capacidad para salir de esa urna de cristal en la que decidió encerrarse. Fingir que me preocupa su estado, fingir odio y rencor ante papá por ser el causante de éste; servirle como puente a un segundo aire u oportunidad; porque todavía es joven y fuerte; porque posiblemente pueda erigir una felicidad verdadera. Trazar ese camino que seguramente debe añorar y no pudo transitar por temor, resignación o angustia. Tal vez no, tal vez mi deber sea ayudar a su completo hundimiento, que empezó el día en que me parió; porque como hijo, soy el destructor de sus sueños y esperanzas, la cadena y el látigo y posiblemente hago parte de su desmoronamiento como ser; quizás ese día no sólo expulsó a un nene llorón y apático, sino también la vida, la libertad y la última posibilidad de una felicidad trunca y mentirosa.
—Bueno, vete ya, —me dice— porque si no, supongo que llegarás tarde.
—Recoge los platos y de nuevo me da la espalda—. Te quiero y lo sabes. Espero que te vaya muy bien.  Adiós.
Enciendo un cigarrillo y abandono la cocina en completo silencio.

No era difícil pensar, concebir o imaginar el resto de la historia. Garabateaba insignificancias en la agenda, con la vista fija en el último punto que trazó el lapicero. Las voces lejanas, propias de presencias perdidas entre la bruma de la desolación. Y no existe asunto o distracción posible, tampoco indicios de culpa o tristeza. Estar ahí, como en cualquier otro lugar. Sucede que empiezas a notar la poca importancia del lugar —en ninguno se está cómodo—, y todos parecen reclamar entre susurros la inconformidad con tu presencia. Llovía de nuevo y los pocos estudiantes merodeadores del campus empezaron a revolotear como moscas, en busca de un lugar donde poder resguardarse del clima mojado. La imagino a ella en mi posición: leal, soñadora, joven y bella; con ese tonto ideal de futuro que suelen venderle a los ingenuos; altiva y orgullosa, sintiéndose deseada y mirada por los hombres; rebelde a cualquier intento de conquista corriente o muy desalineada; sintiéndose en la vanidad o banalidad de ser distinta, apoyándose en la noción vaga y prófuga de que todo puede ser mejor. No recuerdo haber visto tanta claridad en su mirada como la de esa mañana, porque, consciente o inconscientemente, tanto ella como yo sabíamos del cristal roto, del rompecabezas incompleto de imagen o forma inconclusa y borrosa. Puedo saber del silencio de sus palabras, la frustración y la agonía sufrida, del desespero que carcome y envenena la sangre. Decidí abandonar las clases y presentar mi renuncia a las falsas credenciales y a la obligación auto impuesta, aceptada y odiada. Caminaba por las calles bajo la lluvia tenue, dejando que el aire helado inflara mi abrigo, encadenando cigarrillos mientras buscaba el refugio inútil y negro de un café, un rincón sórdido, en el cual ninguna mirada fuera más allá de la saciedad. Abandono del ser en un establecimiento anónimo. Dejándome tragar por las pesadas nubes de humo acumulado. Intuía el resultado y podía permitirme algo más de tiempo, sabía del olvido voluntario que me obligaba a regresar, sin importar la finalidad; sin amor u odio, sin preguntas y menos aún: buscando respuestas.

La lluvia caía frívolamente tamborileando en el techo y la ventana de la sala. Con poca determinación y falsa angustia, me percaté de haber pasado por alto revisar el baño de la alcoba de mis padres. Me levanté, más por el desprecio de haberlo olvidado que ante la posibilidad de cualquier otra cosa. Terminé con la deprimente sucesión de números y ofertas, antes de dirigirme acompañado por el sonido de la lluvia y el eco de mis propios pasos hasta la habitación. Me planté frente a la puerta blanca, cerrada, descargando primero el dedo índice sobre el pomo; Luego, lentamente, dejé que los demás dedos terminaran de rodearlo e hicieran el movimiento mecánico de girar y empujar. Al encender la luz, descubrí el cuerpo sumergido en la bañera, en agua totalmente oscurecida por la sangre, su brazo derecho pendía inerte por fuera, mientras los dedos largos, finos,  sostenían un cilindro de ceniza. Un pequeño charco alimentado por la sangre que goteaba desde la mano se alargaba hasta el desagüe. No pude pensar en otra cosa que no fuera en la estupidez de ese o cualquier otro acto. Al final, sin reproche alguno, tal vez en un momento de efímera claridad, había terminado con su suplicio, con la tontería de continuar así o de cualquier otra manera. No quedaba mucho por hacer, esos ojos desde largo tiempo atrás habían perdido el color y la vida. Encendí un cigarrillo y me senté sobre la tapa del retrete, con la mirada fija en ese rostro de perfil, ciego e impúdico,  levantado al cielorraso. No sentí nada al encontrarla de esa manera, no podía ser tan distinto a otras formas pasadas, medio dormida frente al televisor, mirando distraídamente sus pies o el baldosín del suelo. Había escogido, independientemente en lo que se crea, la paz, la única verdad y felicidad que tal vez le restaba. Apagué el cigarrillo sobre el suelo blanco con el zapato; era necesario y justo, otro trago de la botella que había olvidado sobre el sofá de la sala. La miré por última vez, sabía de mi aversión por los funerales y mi no retorno. Me puse de pie y allí estaba. Sólo la punta de sus zapatos rozaba el cuadro blanco de la luz en el suelo del dormitorio, el sobretodo empapado y la mirada fija en la nada. Caminé hasta el umbral de la puerta, me detuve; apoyado en el marco encendí otro cigarrillo; no hizo nada, no dijo nada. No pudo hacerlo o encontrar y configurar las palabras necesarias para un momento como ese. Pude haberle dicho cualquier cosa que ahora carece de sentido o importancia, emprendí de nuevo mi camino, pasando a su lado, rozando su hombro. Me esperaban media botella de whisky, una tarde lluviosa y la búsqueda de una habitación de hotel.

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SIN FRENOS HACIA EL INFIERNO ( RH o+)

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Simplemente no puedo creer en el mundo porque es falso reduce su capacidad de belleza a una pinche
moneda o billete no podemos contemplar el paisaje y dejarnos cautivar por lo simple de aquello necesitamos combustible pasta narcótico para sentir hablamos de prosperidad material y cada día tenemos más cosas inútiles a la par que se desarrolla la pobreza inmaterial del ser humano ¿Cuánto valemos hoy en día? 5500 pesos dijo la mesera Menos le dije yo No señor eso es dos cafés la cerveza y una empanada Valemos menos niña quizás nada aunque nada es al menos algo ¿no le parece? No hubo respuesta y cancelé lo estipulado mesera coqueta indigente moneda de cada día Señora en paraguas presagiando la lluvia con sabor a café mojando lo mojado en el país cafetero cocalero limosnero llovedero matadero majadero marihuanero puteadero cervecero 5500 pesos el presupuesto nacional para la educación y la alimentación de los niños con empanada y cerveza mientras las señoras se toman el tinto viendo la telenovela y los hombres se emborrachan al fútbol rompiéndose la cabeza a botella limpia gritando gol mientras apuñalan al prójimo cortan la piel sale la sangre roja rojita como el Independiente Medellín y el rostro se va poniendo verde que te quiero verde mi Atlético Nacional libertad patria y orden obedeced borregos agua bendita para estos ojos que no ven corazón que no siente en el país del sagrado corazón en llamas siéntese maldita sea y deje de hablar tanta mierda le gritó el borracho al campesino que nos explicaba a los viajeros de la ruta 2 del suburbio norte del santo caído la próspera miseria de su vida fiel reflejo de la historia nacional cartografía de la desvergüenza de algunos ilustres señores que se ufanan en pasearse con lo que no es de ellos esos señores que dicen muy orondos que la pobreza viene de la mente imagino de donde les viene a ellos la sabiduría la riqueza del culo se contentan con unas cuantas monedas y el arrugado billete de dos mil pesos con el rostro de Santander altivo y triunfador al llevarse lo que no era suyo el campesino húmedo  oloroso a humo toma asiento  a mi lado quien tibio y oloroso a mugre de dos días le concede el puesto mastica la hojilla de coca deja abrir su boca de chaman maestro ¿Pos falta mucho pa´ llegar? Eso depende de adonde quiere llegar. Pos digamos que al cielo a ver si al fin logro descansar. Pues déjeme decirle que tomó el bus equivocado, este va es pa´ el infierno. Pos entonces mucho mejor, de un infierno a otro no hay mucho por conocer.

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CONTRAPORTADA 16

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Fabián Pérez, pintor y escritor argentino- mujeres leyendo 

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