QUIERO UNA CAJETILLA DE RUBIOS QUE ME ACARICIEN LOS DEDOS MIENTRAS MUEREN (Johnny C.)
… “cause I’m just way too tired” –suspiro- supongo que las cosas son así. Tal vez es lo mejor. No. Es lo debido. El tiempo de la duda ya expiró, lo único que queda son vueltas y más vueltas alrededor de lo mismo. ¿Y para qué? Para toparse con el miedo, para encontrar una razón falsa; una mentira acomodada a la situación que definitivamente ya no va. ¿Y si tratara con la ausencia? El tiempo crearía la fisura que necesito, el sistema de apoyo a mis palabras, a mi necesidad, a la verdad que quiero exponer. Pero no puedo. No, eso significaría levantar expectativa, desespero; la prolongación innecesaria que ha terminado en puntos suspensivos. Sí, claro. Siempre a la espera de un final, porque ya no queda tinta para trazar mucho más. Dar tiempo al tiempo, no sirve de nada; pero de nada y me lo digo y te lo digo. No sirve, porque tergiversa los sentimientos, retuerce la finalidad y fidelidad y hasta la felicidad… “I think we should disagree, yeah” Tarde o temprano se tiene que dar –como en este caso- se tiene que dar… Al parecer lloverá pronto, esa señora se ha detenido un momento para abrirle al cielo gris un gran y hermoso paraguas colorido. Azul, violeta, amarillo, rojo, verde… ¡Cuántos colores! Para protegerse de algo tan mágico como la lluvia que cae del cielo. Lluvia que cae del cielo, lluvia que cae, cae, cae, cae lluvia del cielo. Ese paraguas me hace recordar la sombrilla de ayer en la tarde… porque allí, sentada, con gafas de sol y un cigarrillo pendiendo de los labios… ¡jueputa! Tiempo sin fumar, ya ni siquiera recuerdo por qué lo dejé, de igual compré una cajetilla de esos rubios que tienen un olor tan suave y emanan un humo azul de terciopelo que asciende plácidamente entre los dedos y te acaricia como ningún hombre podrá llegar a hacerlo. Hoy no. Hoy. Es distinto. Cae una lluvia perezosa sobre los carros y los techos de las casas, haciendo que esa pareja de ancianos se apresuren a resguardarse, seguramente en el café de la esquina. Mientras esas niñas sonríen jocosamente en medio de la acera mirando el cielo gris. Cuando eres pequeña simplemente nada importa; cuando creces lo único que importa es arrebatarle a la vida momentos de inocencia y despreocupación medida. No importa. Si llueve. Salgo así de todas formas. Jarvis mi gato me despide desde la ventana, se queda allí mientras mi reflejo desaparece en sus ojos dorados y su paciencia milenaria. Allí está la pareja de ancianos y quiero saludarlos, cruzo la calle y entro al café, le sonrío a la vieja y ella responde a mi sonrisa con una cansada y arrugada expresión que no logro identificar; pero en sus ojos puedo ver la alegría que su derruida fachada no pudo expresarme. Estoy de pie junto a la caja registradora, el tipo me mira como si yo estuviera loca o sorda o yo que sé y pregunta que qué deseo. Solo por molestarlo más, miro el techo, los estantes de la pared, los productos que están al lado de la caja y debajo en el mostrador de vidrio, luego lo miro a él y le digo que quiero una cajetilla de rubios que me acaricien los dedos mientras mueren; el tipo de la caja me mira y en tono despectivo me dice que él quiere una mujer normal, yo le respondo a su vez: “que si para casarse y tener hijos”, me responde que eso con el tiempo y yo le digo que “de ese tipo de mujeres hay muchas; pero que definitivamente yo no soy una de ésas” entonces doy media vuelta y salgo del café…
Había olvidado el placer de caminar. Para él todo tiene que ser en taxi, porestoporaquelloyporlootro. No lo critico: pero ¿por qué no caminar? ¿Y qué hay con ese tonto café? Sí, está bien. Allí nos conocimos; pero para qué esa regularidad periódica habiendo tantos otros lugares desconocidos por explorar. Yo ya tengo suficiente de regularidades periódicas. Siempre lo mismo. Cuatroquince, debe estar allí sentado con su tonto peinado de lado revisando la agenda de lo que tiene por hacer ¿y las flores? Sí, con un ramo de flores. Noooooo que va. Yo no quiero flores, ni bombones, ni colo… ¿y las malditas flores? Me gustan las flores; pero las que están en el campo y crecen y se mecen con la brisa mientras resplandecen al sol y son ese pequeño oasis de frescura y belleza sobre la alfombra verde que precede a las montañas invitándote a dejarte caer y tomar una siesta mientras la bóveda celeste cumple con el ciclo azul de la escala cromática. ¿Flores? ¿Para qué flores castradas, muertas, arrancadas? Definitivamente no quiero flores… Voy caminando y contando las divisiones del suelo. Si doy cuatro pasos, cuento una. ¿Son tres o cuatro? He olvidado los cigarrillos. No importa, le compro a ese vendedor que viene. ¡Son cuatro pasos! Lo que hacen diecisiete divisiones. –Hola- saludo al vendedor, -¿tiene chocolates? -claro preciosa -deme diecisiete, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete -gracias -de nada preciosa-. Sigo caminando. Sí, ya no lo quiero; pero cómo decirlo sin herirlo, no tengo una razón de peso. No son las flores, ni su tonto peinado, ni su manía por el taxi o el café mensual. No quiero hacerle daño, pero cómo pronunciar las palabras filosas, frías y cortantes; cómo evitar que me odie o me haga preguntas que no tienen respuesta o peooooooor aún que me llore. Fatal… ¿qué puedo hacer yo? Si me siento cansada y aburrida y lo único que quiero es estar sola y tener más tiempo para leer y deambular los cafés y meterme a ese cineclub al que la otra vez entramos y él se quedo dormido acusando la película de ser lenta, sin darse cuenta que la intención del director era precisamente la toma perfecta, la imagen poética, la ambición de narrar sin palabras; como cuando una se sienta en la ventanilla de los autobuses o en el pasto a la orilla de un lago o en un café en alguna calle del centro y deja que el mundo siga su curso. No sé por qué terminamos juntos. Era una tarde como ésta. Raro. Cíclico. Supongo que me dio algo de pesar verlo sentado solo; leyendo un libro que resultó ser sobre tontos relatos de viajes. Luego empezamos a conversar más seguido y las cosas se dan, no siempre para bien. Es un buen chico, atento y cariñoso; pero su amor pegachento y rutinario me hace mal, quisiera encontrar una manera suave; pero creo que no existe y en este caso es peor para él y para mi continuar juntos. Empieza a llover más fuerte y me siento feliz, luego de la cita, voy donde el viejo Osorio y le compro un par de libros que hace rato quiero leer; pero no había tenido el dinero para poder comprarlos… descuidadamente he hecho el camino largo, simplemente me entretiene perderme entre los edificios, la gente, el smog, los vendedores y los olores. Mezclarse en la única forma de encontrarse. Y todo porque evité que viniera a buscarme, si no, seguramente hubiera aparecido en taxi o en un carro prestado por alguien que no conozco. La última noche que nos vimos casi me deja sin brazos porque me llevaba arrastrada, debido al miedo que tenía por andar tan tarde en la calle. “Ya déjala, relájate”- le grité mientras tiré con todas mis fuerzas para soltarme. Me puso cara como de que no te lo puedo creer y yo di media vuelta y me alejé de él y de la supuesta seguridad que le daba estar cerca a la estación del metro. Giré en la esquina dejándolo allí, más adelante me metí a un bar y conocí a un chico que se sabe las letras de las canciones de “The Strokes” y me habló sin parar de un libro de Easton Ellis que está leyendo y que ahora yo también quiero leer. –Diablos- llegue, hay un jodido ramo de flores sobre la mesa.
-Heeeeeyyyy ¡hola! Llegas un poco tarde, tienes el cabello mojado.
-No sé… ¿Chris?
-¿Cómo estás? ¿Te pasa algo? ¿Qué te gustaría ordenar? Estaba tan triste por tu ausencia y por lo del otro día. Mira, compré flores para ti.
-Lo sé, lo siento. –Cómo es que se llamaba el libro-
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