SON UNAS LETÁRGICAS CUATRO DE LA TARDE Y NO SABEMOS QUÉ HA SIDO DE LA FELICIDAD (Johnny C.)
—Apagá eso ya—. Me grita “lejo” yendo para la cocina a preparar más tinto. Es una tarde de domingo, tan aburrida y pestilente como todas las tardes de domingos aburridas y pestilentes. Que lo son todas. Vemos un partido de fútbol en la televisión como cualquier par de parroquianos, luego de asistir al sermón dominical, y salir absolutamente redimidos de cualquier pecado; protegidos de todo mal. No somos hinchas, es más, ni siquiera llegamos a aficionados. Sólo somos curiosos y anodinos sujetos, que gustan de presenciar y observar el espectáculo brindado por estos veintidós cuasihombres, sudorosos y gritones que se encierran dentro de un cuadro verde a matarse a punta de empujones, escupitajos, patadas, cabezazos, manazos y lo que posiblemente sean mentadas de madres, hermanas, hijas y cualquier otra índole femenina de la familia; en el medio de todo eso, algunas veces hay algo que llaman “gol”.
—No hay forma hermano, pierden cuatro a cero. ¿Qué tanto esperas? No hay manera de que remonten ese marcador. Resígnate. —Dice Alejo luego de regresar de la cocina.
—¿Y el tinto?
—Ya puse la cafetera.
—Hombre. Estaba pensando que el fútbol es extraño; gritan gol y celebran cuando el balón ese toca la red, en vez de gritar cuando alguno golpea un rival.
—Eso es normal viejo, necesitaban alguna cosa que los diferenciara de los partidos, de los partidos políticos. De cualquier manera, no seas pendejo, ese juego ya está perdido.
—Sí hermano, pero ahora lo que pido o quiero es un gol, un maldito gol. Hace rato que no tengo la felicidad de celebrar uno. No pido que remonten y ganen, sólo un jodido gol y... hablando de goles ¿Dónde está Juana?
—Pásate a otro equipo que haga goles. ¿Juana? Afuera. Dice que el fútbol la aburre mortalmente y prefiere gastar la traba en la hamaca mirando nubes, en vez de perder el tiempo viendo idiotas correr tras un balón y a otro montón de imbéciles cagarse de la expectativa y la emoción.
—No. No serviría porque a ese equipo le pediría que gane algún juego. Si me paso a uno que gane juegos de vez en cuando, ya lo que voy a necesitar es un equipo que gane cada ocho días, luego uno que gane un campeonato, después uno que gane campeonatos cada seis meses. Es como la felicidad. La gente. Esa manada de imbéciles que sueles encontrar fuera de casa, son perpetuamente infelices porque ponen la vara muy alto. Mi felicidad se refiere a un gol, un porro y luego un polvo. Nada extravagante. Ellos por el contrario fijan su felicidad en un montón de cosas que les cuesta enormes problemas llegar a conseguir, y muchas veces con eso, terminan aplacando pequeñas cosas; pero hermosas y complementarias tan o más importantes como eso que tanto persiguen desvalidamente. Por eso son unos tristes y malolientes bultos grises.
—Hay que disfrutar lo que se tenga. Para mí, la tristeza está supravalorada. Es el estado natural del hombre ocasionalmente atacada por pequeños espasmos a los que suelen llamar felicidad.
—¿Me estás diciendo que la tristeza no existe?
—Para nada mi hermano, lo que intento decirte es que al hombre lo hace constantemente triste esa búsqueda de felicidad perpetua, y son infelices en la felicidad. Siempre creyendo que pueden hacer algo más para ser felices, buscando aquí y allá ese algo que a la final van ha terminar abandonando por otra cosa. Entonces se apegan a una tristeza socavona y hasta tienen el descaro de morir ahí y dejar el lugar todo apestado.
—Puede ser viejo. Cómo pueden llegar a conocer la verdadera tristeza si no son más que asquerosos y malolientes antropoides mecánicos. Mirá el quinto.
Alejo se vuelve para la cocina mientras en la t.v. pasan imágenes de personas abrazándose de la felicidad por la conquista de otro gol y la reivindicación del aplastamiento moral y espiritual. Me arrellano más en el viejo sofá de cuero desgastado y quemado por cigarrillos; en algunas partes está roto y el relleno le asoma impunemente como un animal que saca la cabeza de su madriguera tratando de divisar peligro latente. “Tanto sufrimiento. No es justo. Y el padecimiento y la degradación. Debe existir alguna manera para detener toda esa inmundicia que nos rodea y corroe. Tener que aguantar constantemente las patadas en el culo, los rechazos, los mañosos señalamientos. ¿Y todo por qué? Por rebelarse, por tener el coraje y la valentía de no seguir la corriente; por intentar algo distinto a lo que los insulsos padres y la maquinaria familiar esperaban; a lo que la poca y mala educación estatal apuntaba. Merecedores de la hoguera y el destierro por tratar de vivir la vida. Sí, de vivir; porque el resto, la mayoría, se dedica a hacer, como monos entrenados lo que les dicen que deben hacer, cómo y cuándo lo deben hacer. Y se pasan los días y el tiempo los sucede. Razón tiene Alejandro cuando dice que ellos no pueden saber de la tristeza. Si hasta eso les dominan. Es el control mundial impuesto por algunos para el eterno babeo de los muchos”. Aparece Alejo y me extiende una taza enorme de tinto humeante, negro y caliente. Me pide un Pielroja. Extraigo el paquete de mi bolsillo y le doy uno. Tomo otro para mí.
—Ya ves Alejo, —le digo— estaba pensando en hacer una fogata y arrojar allí todas las tristezas y la melancolía; los infortunios y desvaríos.
—Tendrías que arrojarte íntegro mi viejo. Mejor tomá ese fuego y alúmbrate el alma. Tal vez así, no disminuyas todo eso que decís; pero puede llegar a ayudar con el camino y espante las serpientes, aunque no te podes olvidar de lo caliente y desasosegante que puede llegar a ser.
—Como este café.
—O viajar en tren a hora pico.
—El infierno es uno.
—Y los otros.
—¿Dónde está el paraíso?
—Ese lo vendieron, después de haberlo invadido y conquistado. Posteriormente lo cubrieron de pavimento. Allí erigieron una enorme mole de hierro y concreto, al cual llaman con el sugestivo nombre de centro comercial.
—¡Qué va! Si el infierno es uno y los otros, el paraíso es uno y ella.
—¿Cuál? ¿Ella? —Alejo me señala con la cabeza a Juana, que acaba de entrar vestida con un abrigo negro y la capucha calzada hasta las cejas, como sacerdotisa de misa negra camina lentamente frente a nosotros sin pronunciar palabra alguna, llega hasta la tumbona que está en la esquina de la habitación, y se deja caer como un suave terciopelo depositado por el viento en un césped sembrado de girasoles.
—¿Qué hubo Juana? —Pregunto sin obtener respuesta.
Alejo la mira a ella y luego a mí, alza los hombros y termina de beber su café. Me dice:
—Déjala, que de seguro se levantó meditabunda con la intención de escarbar profundo las ideas que la vienen atormentando hace tiempo. Y para eso es necesario mucho silencio.
Sumidos en un acallamiento o lo que algunos llamarían falta de ruido, pasan las imágenes ignoradas e intermitentes que vomita el televisor; cada uno, tragado por algún oscuro pensamiento o idea, alelados por un sospechoso sabor o recuerdo permanecemos tratando de ubicar o encontrar la llave mágica, el color insospechado, la forma pueril de la felicidad. Apago la caja parlanchina y enciendo otro cigarrillo. Estamos en la casa de campo que hace un tiempo heredé de mis abuelos, por ser el portador del ignominioso rótulo de ser el incapaz de la familia, el loco, que debido a su manera de sentir y vivir la vida, nunca llegaría a conseguir nada por propios medios. Entonces, de alguna manera quisieron darme un incentivo para cambiar el modo de pensamiento y recompusiera camino. Qué va. Yo creo que la idea principal era evitar la vergüenza y la degradación de ver a un consanguíneo viviendo y arrastrándose por la calle todo zarrapastroso y lastimero. Por la ventana no entra más que el soplido del viento al remontar la colina y uno que otro trinar de algún pájaro, reposado en las ramas del naranjo sembrado en el jardín. Son unas letárgicas cuatro de la tarde y no sabemos qué ha sido de la felicidad.
—Hey Víctor, viejo. Andaba los lustrosos y nada ponderados caminos de la idea espontánea y me doy de narices con la fatalidad siguiente. Para ser feliz, lo mejor querido amigo, es no pensar y ¡zas! se acaba el problema. Ahora creo entender a mamá cuando en aquellos años de la juventud entraba a mi cuarto, encontrándome con los ojos pegados a las páginas de los libros y me decía que la felicidad no estaba ahí, que mejor buscara una chica a la cual pudiera recorrer, un trabajo así fuera de pésima remuneración o en su defecto, algo productivo para hacer y el futuro no se me viniera encima…
—¿Y qué pasó?
—Me escupió en la cara.
—Entonces…
—¡¿Entonces?! En el fondo, quizás tenga algo de razón. Mira hermanito, tenemos un montón de escritos y tratados filosóficos que nunca nos ayudaron a resolver absolutamente nada. NADA. Es más, nos ahogaron en un desatinado mar de conjeturas, en laberintos profundos y helados; dejándonos caer perpetuamente en un abismo que parece no tener fin.
—Pero qué decís. Si no hiciéramos eso, haríamos parte de la manada de rumiantes a la cual nos jactamos tanto de no pertenecer. Estaríamos junto a ellos, en búsquedas más sonsas e inútiles que esas generadoras de trasnochos y conversaciones. Estaríamos dejando de lado la intrincada búsqueda del yo, la meditación del espíritu, la superioridad intelectual y moral. No seas pendejo, eso es un nivel muy bajo, incluso para vos.
—Ustedes siempre hablando la misma mierda. Díganme, qué sentido tiene darle vueltas a lo mismo todo el tiempo. —Dice Juana desde su esquina encendiendo un cigarrillo—. La felicidad está ahí, en aquello a lo que le pongas la voluntad para hacerte feliz. El hecho de que sea tan esquiva es debido a la codicia y posterior ceguera que ésta genera.
—Sí vieja, eso lo sé. Lo que yo quería decir es que todo eso no sirve para nada. Es estúpido, por más que se haga nunca se va a lograr resolver algo con eso. —Le responde Alejandro encendiendo también otro cigarrillo.
—Pero ahí está. Es precisamente lo que dice Juana. La felicidad, es la búsqueda del yo en la poesía, la pintura, la literatura, el cine; es eso lo que nos da el confort que el resto llena con materialismo, comida chatarra, televisión al por mayor, cretinismo absoluto, y superproducciones hollywoodmierdescas.
—Ese no es el problema viejo. Yo simplemente digo que ya nada genera algún tipo de impulso. Al principio era un caleidoscopio, una amalgamación de colores y formas deslumbrantes; un continuo descubrimiento de belleza, alimento para el alma y el cuerpo. Pero poco a poco esa gema dejó de brillar, se extinguió la llama y lo único que prevalece es una abrazadora oscuridad.
—Lo que pasa con vos Alejandro. Es que sos un desesperanzado sin remedio y te carcome el hecho de serlo, y lo que es peor aún, que nadie te acompañe en esa cruzada bajo ese estandarte. —Dice Juana mirando el techo y dejando escapar lentamente el humo, que se desprende delicadamente de sus labios para ir ascendiendo en suaves curvas azules.
—Te digo algo Alejo. Esa vaina está bien jodida.
—¿Qué vaina está bien jodida? —Pregunta Liz que acaba de llegar y como cosa rara no la sentimos.
—¡Hey Liz!
—¿Qué le pasa a Juana? —Pregunta.
—Ni idea
—Nada, sólo conversamos, —le responde Alejo— ella llegó así y se sentó como alma en pena a lamer sus elucubraciones.
Liz se acerca a Juana y le da un pequeño golpe en una rodilla, ésta le sonríe y le dice: ¿Hey nena qué pasa? —Déjala tranquila que es peligroso despertar a los meditabundos. De seguro se acaba de enterar que los sueños no son más que mentiras putrefactas.
—Que la finalidad del pájaro no es volar sino cantar.
—Tal vez extravió la cajita donde guarda las palabras.
—O quizás las palabras la dejaron muda.
—Porque lo más perjudicial para la salud es la vida.
—Y para eso no basta con colores, flores y tabaco ligero.
—Más bien una Beretta 9 mm provista de una cantidad enorme de municiones, varias granadas de fragmentación y una increíble lucidez; incluso cuando se está dormido.
—No jodan. Ustedes por qué siempre tienen que hablar tanta mierda.
—Yo diría que fácilmente la mierda habla por nosotros.
“¡Oh! Seres celestiales, en los cuales la avarienta sociedad ha decidido cagarse, a pesar de todo y por más mierda que produzca no podrá ahogar completamente la desatinada y perturbada esperanza de libertad que respiramos. Amén”.
Me levanto con la intención de ir a la cocina a preparar más café. Dejo a Alejandro arrodillado ante la improvisada mesa, con un Pielroja pendiendo de los labios, absorto en la tarea de armar otro porro. Camino hasta donde están las muchachas; Juana continúa perdida en el cielorraso; Liz busca algo en su bolso, seguramente cigarrillos o algunos sedantes. Aparta su vista del bolso.
—¿Para dónde vas? —Me pregunta—, miro a Juana y a su dulce tranquilidad.
—Voy a preparar más café ¿Querés?
—No hay algo más pesado.
—Listo. Va sin azúcar.
—No seas pendejo. ¿No queda algo de licor?
—No. Nada. Lo bebimos todo anoche en compañía del diablo y su apacible mandolina.
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