SINE DIE (Urraca)

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Estaba allí de pie, esperando a que por fin algo ocurriera, siempre buscaba cualquier pretexto para pasar mis tardes en esa calle. La mayoría de ocasiones mantenía  mi cabeza inclinada, mirando en el asfalto las sombras de los transeúntes y jugando a adivinar cuál de todas éstas podía ser la de Sine Die. Buscaba su olor en las aceras cuando alguien pasaba a mi lado. Al reflexionar un poco y echar un simple vistazo alrededor,  pensaba que quizás ese comportamiento era un poco absurdo e irrisorio, y después de dar varios rodeos sobre las mismas conclusiones, avergonzado y decepcionado, seguía mi camino calle abajo. Daba vueltas inoficiosas antes de decidirme a donde quería llegar, buscando dentro de mí una excusa para regresar a ese mismo lugar, solo para asegurarme de que allí fue donde la vi por última vez o, quizás solo para reconfirmar mi masoquista seguridad de que una vez más regresando allí mismo, no encontraría rastro alguno de lo que dejo nuestro pasado encuentro.

 Sentados en una acera poco transitada y un poco polvorienta; me dice unas cuantas palabras y luego aprieta sus labios intensamente brillantes, jóvenes, sudorosos. De su boca salen poderosas palabras que llenan de seguridad y algo de terquedad su ya de por sí, complicada forma de actuar y pensar. La miro con mi sonrisa más clásica. La invito a caminar a aquel árbol que se ve en esa pequeña montaña pasando la hacienda de Don Walter. Acepta mi invitación, caminamos por el sabio sendero de herradura. De mi mochila saco un par de naranjas. Cuando hubo satisfecho su hambre de horas le dije: “Te he visto desde hace muchos años, desde que éramos pequeños, eras serena, ordenada con tus cosas de escuela, disfruté al verte crecer mientras yo también lo hacía sentado en las aceras de la única calle por donde te veía transitar, en mi mente llevo fragmentos de un minucioso diario de lo que fue tu vida durante esos hermosos días”.
Y precisamente así fue, al regresar allí,  no encontré nada en ese lugar que me pudiera indicar en dónde o cómo estaba ella. Estando allí, repase uno a uno los momentos en que nos vimos por última vez. Me citó a las 7 de la mañana en aquella acera, llego abatida por la perplejidad, cerró sus ojos y me dijo que quería irse, que lo necesitaba, que no había nacido para echar raíces, que le gustaba viajar a las ciudades y a los pueblos, que sus lentes estaban ansiosos de nuevos reflejos, de formas y gente diferente. Que con el escueto transcurrir de su presente y con el rigor de tan monótona vida a la que estaba siendo sometida en ese momento por parte de su tío, solamente lograría colapsar por completo.

“Y… ¿Cuál es el momento que más recuerdas en ese minucioso diario mental del que me hablas?”, me pregunta mientras caminamos hacia el árbol. “Esa noche, en la que los chicos del barrio fuimos a acampar en “El bosque de Los Santos”- le digo sin dudarlo. “Recuerdo que te tapabas los oídos ante los gritos de algarabía y terror que los muchachos hacían mientras jugaban a yo no sé qué cosas de monstruos. Estabas en ese campamento pero a la vez no lo estabas, me pediste prestada la guitarra, pulsaste sus cuerdas una y otra vez y te sumergiste en ti misma y en el sonido.”
“Esa noche no quería estar en ese campamento –me dice- solo quería huir de la visita que había en mi casa y encontré ese campamento como una buena oportunidad para salir de allí”.
Mientras recordamos momentos de lo que fue la vida de Sine Die en el pasado, llegamos sin prisa al árbol de aquella montaña. Nos sentamos y hablamos durante horas sobre gatos, personas del pueblo, frutas y plantas. Entre tanto, la noche llega a nosotros invadida por el obnubilante preámbulo a la lluvia y nos mojamos las conciencias con miles de gotas fuertes y sorpresivas.

 Le dije a regañadientes que no había problema, que se podía ir, que viajara, que conociera otros lugares, que buscara en cualquier parte su vida, su placer constante. Le dije que en el mundo no hay palabras definitivas, solo intentos de premoniciones, que todo momento de agonía, siempre culminaría en otro de alivio. Que se llenara de argumentos irrecusables y escapara de la cotidianidad hostigante.
Me abrazó y me dijo que yo siempre encontraba las palabras precisas para animarla. Me dio un beso un tanto agitada, su  último beso, nuestro último beso. Nuestras bocas chocaron violentamente. Dio vuelta y se fue.
“No volverá en milenios”-me dije.

Abandonamos el árbol y bajábamos de la montaña, con la lluvia a nuestras espaldas. Llegamos a una pequeña tienda en el pueblo a escurrirnos las ropas. 11:15 de la noche, lo sé por el locutor de la radio. Mientras Sine Die se seca su cabello me dice con voz apacible y dulce: “Me hiciste sentir muy bien hoy, fue un día espectacular, me pregunto si en alguna otra parte del mundo existirá otro lugar tan mágico como aquella pequeña montaña y su árbol. En realidad quería verte hoy, era una necesidad casi suprema, como tantas que sentimos las mujeres en algún momento de nuestras vidas, hiciste que mis sentimientos y pasiones fueran una fuerte turbulencia de vértigo irrefrenable. ¡Mil gracias!”.
Me abraza fuertemente y me da un beso, su primer beso, nuestro primer beso, lento, muy suave y cálido. Nuestras bocas se encuentran sutiles y luchan tibiamente.
Antes de partir a casa de su tío, me dice con voz fría e intrigante: “Quiero que nos veamos mañana en la misma acera donde nos vimos hoy, a las 7, allí te espero”.

Todos estos recuerdos provistos de una sucesión de decrecientes realidades borran de mi mente, con un solo manotazo la imaginación y el deseo que antes de ayer tuve con mi coincidencia de vida, en la vida de Sine Die. En este lugar solo veo arena prosaica, charcos y rastros de un fuerte vendaval nocturno, huellas de herraduras y zapatos, sonidos de escobas limpiando patios y un húmedo olor a ausencia.
Cerré mis ojos y la recordé una vez más.

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