TRAMPAS DE LA AUSENCIA EN LA TAXONOMÍA HUMANA (Urraca)

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Los veo caminar, discutir, poner sus trampas, lanzar sus miradas poco sigilosas y sus palabras imprecisas y sueltas. La gente piensa que eres así y te clasifica de una u otra forma, te etiquetan, te ponen un rótulo disonante e impreciso, que te define de una forma particular para ellos. Detrás de este afán, de esta condición, viene camuflada y agazapada un tipo de ausencia dominante e imponente relacionado al campo afectivo personal e individual.

Para que estos rótulos y definiciones apresuradas existan, las personas, inmediatamente  deben pensar y llegar a un embrollo sumido en la esencia  de la confusión misma existente entre la admiración y la aversión de ser cada uno para sí mismo: “El tipo más extraño del mundo”. Somos fatalmente extraños a nosotros mismos, no nos comprendemos y por tanto, tampoco a los demás, debemos confundirnos con los demás, para así lanzar hacia ellos nuestras propias conjeturas y luego recibir de éstos, el fruto mismo e idéntico de la transformación de dichas conjeturas lanzadas.

Te clasifican para sembrarte inquietudes y falsas pertenencias. Cuando menos piensas te han tejido una red de definiciones, comportamientos y motivos en que tú no tienes nada que ver. ¿Cómo surgirá esa condición, cuáles son sus móviles y por qué se presenta de esa manera tan selectiva, elitista y particular? Es como si naciera de una oscuridad propia, sumergida en algún lugar de la personalidad y comportamiento humano. Un comportamiento voluntario, quizás una necesidad de huir de sí mismo, un intento crudo y agitado de huir de nuestro propio ruido, de nuestro desorden, de las obligaciones, de las deudas; y un afán desdeñoso de depositar toda esta materia intangible y constipada que intenta definirlo en una sola palabra, en un solo sonido, a otra persona, a aquel grupo de personas, a tu ruidoso vecino, a la mujer que se atraviesa en tu camino, a la persona que admiras y a la que repudias, al tipo que ayudas y a la vez odias, a la mujer femenina, a la esposa o la prostituta, al malgeniado o que parece serlo, al tipo bonachón que tanto te irrita, al tipo exitoso, al cura y abogado, a la ama de casa. Una sola idea que tienes de esa otra persona y  que se intenta resumir con una única palabra, quizás dos. Sucede en todos los sentidos y con todas las combinaciones posibles de personas y grupos.

Es muy posible que la espiritualidad dominante del hombre se confunda, en múltiples ocasiones con la de otro hombre, y de esta manera se ponga a descubierto un irritable orgullo, surgido de la confusión natural que ambos seres poseen, (en cuanto a comportamiento y pensamiento se refiere), que a su vez dificulta y genera cierto desgaste al procurar mantener una voluntad de delicadeza y rara cautela, para desechar –o por lo menos tratar de ocultar- una condición de petulante cordialidad. Pero que, así mismo revela las confusiones  y flaquezas que se tienen respecto a nuestra propia personalidad poco definida y con carácter poco formado. De esta manera, encontramos un procedimiento poco vistoso y opuesto a la filosofía del hombre aristócrata, el cual saca de su propio “yo”, la idea fundamentalmente de “hombre bueno”, originando a su vez la contraparte de “hombre malo”.

Volviendo a la esencia y núcleo de nuestro asunto, quisiera comentar, o más bien, distinguir en él un aspecto: resaltar lo que tiene de permanente, al reflejar aspectos mismos de la costumbre del hombre, combinados y permeados casi en su totalidad con los comportamientos innatos y propios que las sociedades implantan y disponen en  las distintas épocas del hombre en la tierra.

Aquella cualidad de colgar adjetivos como collares identificadores, resaltando una cosa y la otra; esa peculiar manera de encajonarte en sus pequeñas cárceles mentales, en sus mentes clasificadoras, propias de aquellos biólogos hambrientos, ansiosos de clasificar y enumerar; se va desarrollando y ampliando a medida que halla obstáculos la exteriorización clara de la comunicación.  Esta manera tan aparentemente simple de catalogar al hombre, pone al descubierto una evidente barrera que éste mismo crea para defenderse de antiguos instintos hallados en su interior tales como: la ira, la crueldad, la necesidad de perseguir, la impaciencia,  la incapacidad de autocontrol; todas estas características tan propias y comunes han derruido lentamente al verdadero hombre interior.

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