LOS HUEVOS DEL GALLO (Jotamario Arbeláez)

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Revista Dimensiones agradece al poeta Jotamario Arbeláez  por compartir su aporte, conjugación de vida y  sus palabras en este universo único de la escritura.




Todos los días salgo de casa dispuesto a aliviar las penas del mundo, por lo general sin un dólar. “Deja de pensar en salvarlo –me señala mi mujer mientras hace cuentas en la cocina–, que ya el existencialismo pasó, y se acabó el comunismo y hasta la caridad cristiana entró en crisis. Piensa más bien en velar por los tuyos pagando estas deudas. ”Como si los míos no fueran todos. Todos eran mis hijos, así se llamaba la obra de Arthur Miller, en la que adolescente hice el papel de Joe Keller para denunciar los negocios de la guerra. Tiempo perdido.
No era que su muchacho se la pasara, como cuchicheaban papá con mi abuela alcahueta, “haciendo versos” o “pensando en los huevos del gallo”, en el sentido de mirando hacia el techo o sumergido en la inanidad. Yo si tenía bien claro que no había hecho el retorno a la vida humana sólo para comer y excretar. Ni para perpetuar los eslabones esclavos del apellido. Tenía que hacer lo posible por reversar el proceso a los condenados de la tierra. Había los caminos de la compasión o las armas. Merced a la peste de Alzhéimer he olvidado de dónde nos salió ese embeleco de echar sobre los hombros los pecados y pesares de la humanidad en cadena, mientras que otros se hacían ricos precisamente haciendo cadenas.
Con mis camaradas poetas clarividentes de entonces nunca supimos cómo cargar un fusil y por eso no hicimos la revolución, como tampoco la hicieron los que lo cargaron y recargaron. Pero, cómo no penar por las guerras que anonadan a tantos países, por las hambres y pestes y catástrofes naturales que los asolan, por los masacrados de anoche, por los desaparecidos de antier, por los desplazados de hoy con sus ojos de faros en los semáforos, por los secuestrados de hace años, por sus parientes desvelados, por los presos sin una rendija de luz o un charco de sombra,por los ambulantes de sida, por los que no tienen qué comer ni dónde cagar, por los que no quiere nadie.
Abominar de quienes toman las decisiones atroces ¡cómo no!, y esperar porque un día sintieran en su duro pellejo el doloroso resultado de sus desmanes. Tocaba hacerlo, sobre todo si teníamos el don de la palabra y dónde imprimirla. Voy por mis pertrechos para hacer frente a la afrenta, como lo he venido haciendo desde que estrené la memoria; a la Papelería Panamericana por una resma de papel ecológico. Pero en la Panamericana no me ven con buenos ojos desde que escribí que dos de los libros que compré en ella los eché a la caneca, cuando una piltrafa humana me dijo en el camino que había contraído su enfermedad al contacto con los ácaros de los libros sin desempolvar en sus anaqueles. Por lo menos el técnico de sistemas me tiene asegurado el correo electrónico contra los asaltos virulentos del ‘milagroso’ de Buga.
 Mi maestro perfecto me lo había dicho desde que era muy joven mientras tomábamos té: “No dejes que caiga la noche sin haber hecho algo por alguna criatura. Y si no has logrado hacerlo, hazlo en la noche. ”Desde el comienzo, tal vez ante mis principios sesgados o ante la influencia de mistagogos sensuales, pensaba que hacer algo por alguien, hacerle el bien, podría ser algo como hacerle el amor. Y a ello me apliqué con un entusiasmo místico. Seguía la norma del Buda, según la cual había que hacer la mayor cantidad posible de contactos con criaturas del mundo exterior, así fueran seres ilusorios. Y qué más contacto que tocar con tacto. Una costilla estremecida con un buen par de caricias dará férvido testimonio de que tal aporte amoroso es más preciado que ninguna otra dádiva. Por lo menos imprime la seguridad de una existencia en el roce con la divinidad, saliendo del vasto mundo de las apariencias. Respecto del reclamo por los desmanes del mundo, por más empeño que se ponga se corre el riesgo de tacar burro.
Los escritores públicos lo que hacemos es rellenar unos espacios con opiniones impresas –y a veces con denuncias– que no conmueven ni al conglomerado ni al señor juez. Antonio Caballero, verbo y gracia, se ha pasado la vida remarcando con impecable estilo atropellos cometidos por la mano poderosa de los corruptos del sistema de todo pelaje, y nunca se le ha hecho el seguimiento investigativo de ninguna requisitoria. Y los que pretendemos orientar a la opinión hacia pasos recomendables para la salud del país nos quedamos con un palmo de narices, ante la inapelable y descorazonadora decisión de las mayorías.
No está hecha de razón la opinión política, o las razones de los unos no suelen ser las razones de los tantos otros. Ante semejante realidad palpable, y para no seguir haciéndole el juego a quienes se nutren de oposiciones volátiles, continúo en mis escritos de prensa –haciendo caso omiso de la hechura de versos o los huevos del gallo– en la evocación peregrina de esos episodios del antepasado que fuimos y de los cuales, a pesar de la peste de Alzhéimer, aun tengo clara memoria.

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