Imborrable

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 Por: Andrés Pérez


Aquella imagen impresa e imborrable en la retina del recuerdo. Esa imagen primaria y única gravitando como el perdurable recuerdo del abuelo. De ese abuelo que fue siempre un personaje misterioso, una sombra deslizándose entre el velo endeble de las palabras de quienes lo recuerdan hoy, los que estamos vivos o creemos estarlo. Y en ese ritual de la palabra, el muerto toma el hálito necesario y su incorpórea existencia se transmuta en los zapatos viejos, en el machete, en la ruana y en el  retrato opaco que domina desde su altura la sala desierta de mi casa. Y trato de verlo caminando por las viejas calles de ese Medellín de tren, carriel y Guayaquil.  Aquel Medellín añejo que se esfumó en la nada; lo borraron a plomadas, lo derrumbaron para dar paso a este espectro. Derrumbamos para construir, construimos para derrumbar. Todo pasa, nada queda más que el melancólico recuerdo, ese mísero residuo de la fatigosa existencia. ¡Ah! La ciega existencia de mi abuelo en esas calles viejas dando tumbos y tumbos, perdido en el mar oscuro de sus  ojos agotados. Ya él andaba ciego, andaba a la sombra de la muerte que le opacaba la luz. Esa muerte ingrata. Sin embargo, lo esperó pacientemente para que regresara a su tierra, al campo que perecía entre los machetazos de los liberales y los conservadores. Al mismo tiempo, él regresó para morirse entre sus hijos, sus animales y no desfallecer en esa convulsa ciudad que crecía a gritos de parideras y plañideras, construyendo y destruyendo, levantando nubes de polvo y cavando fosas profundas. Un día lo vi en su fosa -la última morada de todo hombre- y cómo olvidar esa imagen única e imborrable, aquella imagen logro decirme más de lo que pudo haberme dicho mi abuelo en vida. La frialdad del cúmulo de huesos, ese cráneo sin dientes y las cuencas vacías donde vi todo lo que tenía que ver en este mundo.

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