EL HÁLITO DE LA SOSPECHA (Urraca)
“La he visto levantarse de su lecho, echar
sobre sí su vestido de noche, abrir su pupitre,
sacar papel, plegarlo, escribir en él,
leerlo y enseguida volver al lecho”.
W. Shakespeare, La tragedia de Macbeth.
sobre sí su vestido de noche, abrir su pupitre,
sacar papel, plegarlo, escribir en él,
leerlo y enseguida volver al lecho”.
W. Shakespeare, La tragedia de Macbeth.
Ella no lo sabe, claro, no tendría por qué saberlo, saber el hecho de que los años le dan a uno esta particular forma de ver las cosas, una forma indescifrable y única de haber vivido esta vida intransferible, tal como la viví. Nada tengo para decirle porque ella tiene su forma de entender las creencias de su edad y su experiencia.
Yo la vi subir tímida y deseosa hasta mi apartamento, vi la fuerza que aplicó para descorchar la botella que apretaba magistralmente con sus piernas, endulzó mi expectativa paralizante con palabras cortas, logrando inexplicablemente que yo pensara todo el tiempo en su piel sin atreverme siquiera. Ella hablaba de su tía, de la universidad, de sus amigos, de sus obsesiones artísticas, hablaba de los caminos que recorre, de los recorridos, de los cuales recorrer, de esos caminos retorcidos, triviales e inútiles que llevan de cuando en vez a despertar una que otra esperanza, uno que otro beso, de esos que llevan a las puertas del amor, puertas en las que la mayoría de veces solo aparecen fantasmas, lágrimas, insomnios profundos, atenciones desatentas y negaciones quemantes, deseos engañados, iridiscentes contradicciones entre lo que se desea y lo que se desea desear. A veces logro atinar y adivinar que todo lo que dice es solo para lograrse un tanto de libertad, otras tantas denoto que lo hace para retorcerme como contorsionista descontrolado ante la urgencia de su deseo, de su amor, de su día, de su noche, para lograrse un milagro de furtividad en esa fiesta en la que vive, para esa rebeldía e intransigencia que desviste, para esa orgía de héroes y musas que es su espíritu. Ella me deslee entre mis novelas de Cortázar y mis sonetos de Shakespeare, me despinta entre mis cuadros de Miró y Kandinsky y mi carne marchita, me desafina y me desafía entre ruda música alemana y colorida e inspiradora música francesa.
Por lo tanto, ella solo logra adivinar de lo poco que conoce, aunque me hable con suficiente claridad de todo lo que imagina, me dice que todo lo logra discernir en una visión inspirada en el pasado, en la tibieza inefable de la paz, en la serenidad vespertina del horizonte claro, en la incómoda comodidad de la vida, en el bastarse a uno mismo como un poco de ángel, otro poco de demonio, en el caminar sobre nuestro indefinido presente. Ella ni se imagina en medio de su soliloquio que yo la contemplo, que a su vez la odio y la quiero, que poco a poco camino hacia ella en medio de pasos imprecisos hacia su cintura, hacia sus labios que torturan, voy guiado por la premonición del placer que palidece mi indecisión, que enrojece mi culpa, que se basa en ella con el fin último de no basarse en mí. Ni se imagina que todos los días la busco a la misma hora de esa hora entre otras horas de todas las horas, para verla salir en medio de su turbación cuando me dice que aun no está lista y que aun no pasa el lienzo de su película, al dolor acuciante e ignorado que todos los días oculta y estrena ante la vida en su rostro de antigua magna cum laude.
Mientras ella deposita el vino en las copas y emprende el desconcierto de los besos, yo tengo tiempo para transcribir en mi mente su vestido color magenta pintado con mi agazapada angustia, mi fugacidad musical, mi dispersión, mi esperanza.
Compongo un preludio a su naciente madurez en duda al unísono con los respiros de mi propio cuerpo y con los tambores de la lucha que son sus senos, en medio del campo de la lucha que es nuestro encuentro. Vencidos y vencedores, ambos nos rendimos y migramos hacia nuestro opuesto campo de batalla.
Sentada, ahí, todo un museo de visiones privadas, un regalo que cambia la inocencia de todo mi estupor, una muestra que enseña que todo mi pasado la esperó en toda su existencia como una forma de mirar el presente y, ¿por qué no?... de prefigurar el futuro.
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