EN PRESENCIA DE LA AUSENCIA (Johnny C.)

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El vuelo se retrasó no sé por cuánto tiempo. Horas de inclemencia climática, que me obligaron a permanecer esperando en esas siempre incómodas bancas de un aeropuerto. Ocupado simplemente en mirar las otras personas, tratando de doblegar el aburrimiento y el sueño. Ahora, supongo, debí tener un poco más de perspicacia y haber traído algún material de lectura que fuera completamente de mi agrado; puesto que la incursión y posterior visita a una pequeña librería ubicada en la parte comercial de la terminal, resultó ser un completo fracaso. No pude encontrar algo medianamente bueno y ligero, que ayudara a vencer el letargo o por lo menos hiciera las veces de distracción.  Sin más por hacer que aburrirme hasta el agotamiento, y ocupado en observar a la gente que pasaba a permanecía cerca de mí; las preguntas y lo extraño de la situación invadieron mi pensamiento.

No puedo, por más que trato de recordar, cómo o cuándo fue la última vez que lo vi y conversamos. Todo, simplemente son líneas borrosas en un libro viejo de páginas deterioradas y amarillas. Hace más de diez años, tal vez más. El tiempo pasado siempre es presa del olvido, no importa si fue bueno o malo; terminamos por recordar solamente, pequeños y anacrónicos momentos que incluso, pudieron no haber sucedido de esa manera. Éramos estudiantes universitarios ya avanzados, cuando nos conocimos. A pesar que él era mayor, iba más atrasado en los estudios; tal vez porque yo contaba con la ayuda de mis padres, mientras él tenía que repartir el tiempo entre las clases y los trabajos que pudiera conseguir. El día de hoy, ha estado dominado por un clima azul y de cielo plomizo; temprano en la mañana parecía que estuviera a punto de anochecer, es como si el día, por un arrebato cósmico, se hubiera deshecho a patadas de la tarde. No sé mucho de él, estoy bastante confundido por el tiempo transcurrido y la desconexión.

Nunca, hasta ahora nos habíamos comunicado; no sé qué pueda querer o el motivo de su regreso. Hace un par de días, recibí una carta con algunas líneas garabateadas y su nombre al final. No decía mucho más allá del día de su arribo y otras menudencias inútiles para descifrar el verdadero objetivo o necesidad de su visita. Desconozco cómo obtuvo mi dirección de morada o el por qué se acordó de mi existencia, de nuestra vieja amistad. Ese planteamiento, me deja inmiscuido en otra duda ¿cómo voy a hacer para reconocerlo? Tal vez diez años no sea suficiente tiempo para que alguien sufra un cambio demasiado brusco en su fisionomía, salvo graves excepciones. Igualmente, esos cambios en mayor o menor medida, también los deben aparentar mi cuerpo, mi rostro y cualquier otra forma que sirva para identificar a alguien.

Nunca me había fijado en lo mucho que odio los aeropuertos o cualquier otro lugar que reúna mucha gente. Vivir en la ciudad no te hace inmune a ese sentimiento, se puede incluso, llegar a pensar que ese estado lo acrecienta. Quizás el aburrimiento de la espera sea lo que esté jugando a favor del odio; pero habría que tener un grado de desconocimiento de sí mismo para no darse por enterado de algunas cosas. Todo es un barullo de voces, gente, pisadas, niños gritando, exceso de avisos publicitarios, afanes, desesperos, confusión; simplemente dejan en un imposible un momento de tranquilidad.

Quizá no pueda recordar la última vez que nos vimos; pero sí puedo rememorar el día que nos conocimos. Fue en uno de esos conversatorios que programan las universidades con figuras sobresalientes en algún campo cultural, social o político. En aquella ocasión, el revuelo era causado por la presencia de un poeta bastante conocido, por lo menos, en ese tiempo.  El trabajo y las obligaciones me han apartado de ese ámbito. Del poeta ese, no he vuelto a saber nada, su material no era de mi predilección. Sin importar eso, aquel día me las arreglé para poder asistir a su conversatorio. Debido al número de clases no alcancé a llegar a tiempo y el auditorio estaba completamente copado, tanto, que fue imposible avanzar más allá de la puerta de ingreso. Allí, de pie, junto a la puerta estaba él; poseía una de esas miradas que son apagadas, pero fijas al mismo tiempo, fumaba una de esas marcas de cigarrillos que son sin filtro. Al verme llegar todo ajetreado, me miró y en un tono de voz que no era cínico ni burlesco me dijo: “bienvenido al show”.  Más tarde, ese mismo día o mejor dicho en la noche, luego de abandonar a la mitad la presentación; sentados en la mesa de algún tórrido bar, me dijo que ese poeta, le parecía una mala copia de Celan, y que su fama era gracias a la editorial que lo respaldaba y al mucho dinero de la familia; en otras palabras, un imbécil burgués que nunca tuvo que ensuciarse las manos. Aquella vez, discutimos sobre eso y muchas otras cosas más, en medio de cervezas, humo de cigarrillo y Rock. Luego de eso, nos hicimos compañeros, a pesar que nuestros estudios eran completamente distintos, nos unía en ese entonces, el gusto por la literatura, la música, la conversación y las tontas ideas sobre la vida, y tal vez el desprecio por el mundo.

Estaba a punto de quedarme dormido cuando la voz anónima de los altoparlantes, dio finalmente la noticia de la llegada del vuelo que traía a mi antiguo compañero. Aproveché el aviso y el tiempo que le tomaría a él llegar hasta acá para desentumecer un poco las piernas y espantar el cansancio de la larga espera. Un rato después y apartando cualquier duda o confusión pude reconocerlo, mientras él hacía su paso por el control de seguridad. No traía más equipaje que una pequeña urna, de esas en las que se deposita los restos de alguien. Al parecer, él tampoco tuvo problemas para reconocerme, puesto que se dirigió inmediatamente hacia donde yo estaba.

—¡Diego! Cuánto tiempo ¿no? —Me saluda mostrando una pequeña sonrisa.
—Bastante —Le respondo—. ¿No me digas que te has vuelto un excéntrico?                     Me siento un idiota y me arrepiento de haber dicho eso. —Lo siento, no quise ofender.
—No te preocupes por eso, la verdad fui incapaz de decidir la mejor forma para trasportar esto. Pude haberlo introducido dentro de una maleta, pero me pareció que así, no disfrutaría del viaje. —Dice esto, levantando un poco la urna que llevaba como si fuera un balón de fútbol.

No sé qué responderle, tampoco qué hacer, si extenderle la mano en forma de saludo o abrazarlo y presentar condolencias. Al final, opto por un semblante ceremonioso y ayudado por su tranquilidad y al parecer buen estado, me disculpo de todo corazón por mi estupidez y poca seriedad. —No se puede jugar con algo así. Siento tu pérdida.
Él se encoge de hombros y me dice que allí, en esa urna, no hay absolutamente nada importante, que su contenido no es muy diferente al de un cenicero en la mañana, después de una noche de fiesta. Ambos, en mutuo acuerdo y en completo silencio, emprendemos camino hacia la salida. Antes de abandonar el aeropuerto, una mujer, más bien distraída choca contra nosotros, provocando que él casi deje caer la urna, mientras a ella un pequeño libro se le resbala de las manos. Yo me adelanto a su reflejo y lo tomo primero que ella. “El Lobo Estepario” alcanzo a leer en la tapa antes de entregárselo, no me dice nada. La muchacha, de mirada afligida, murmura unas pequeñas disculpas a Manuel, y continúa su camino. Por alguna razón se me hace conocida.
—Sigamos. —dice Manuel.
Decido mantener mis especulaciones en secreto y no decir nada. De la muchacha, ya ni rastro alguno quedaba, tal vez un vago aroma a frustración y desespero.

Al abandonar la terminal aérea, nos azota un aire frío, de esos que te llegan a los huesos. Me detengo para abrir el paraguas que opone resistencia a su trabajo. Ya abierto y sobre mi cabeza, levanto la vista y me doy cuenta de que Manuel, ya ha cruzado la calle y me espera como si nada bajo la lluvia que empapa el sobretodo de color negro que lleva puesto. Rápidamente cruzo también la calle y le digo que nos apuremos en alcanzar mi auto que está parqueado algunos metros adelante.
Librados de la lluvia, ya dentro del auto y la urna fija en asiento de atrás con el cinturón de seguridad, pregunto:
—¿Dónde piensas quedarte? Siéntete bienvenido en mi casa.
—Gracias. Pero no será necesario, sólo pienso visitar un lugar en específico, luego, ya veré. No soy de esta ciudad, únicamente estuve en sus calles, mientras llevaba el rótulo de estudiante; luego, pudo más el asco y decidí abandonarla, con todo y estudios. Sentí o me di cuenta de que ya no la recordaba, que la había olvidado por completo…
Me dice todo eso mirando por la ventana del auto hacia cualquier punto. No puedo notar cambio alguno en la persona que solía conocer. Sigue armado de silencio y oculto por una especie de niebla. Se arrellana en el asiento e introduce sus manos en los bolsillos del abrigo.
—Si me preguntas, no hubiera querido molestar; pero no me sentí con la capacidad, ni con el derecho de regresar y recorrer estas calles de nuevo.
—¿Me estás diciendo que simplemente necesitabas de un guía? —le pregunto jocosamente. Manuel, dice que no, mientras niega también con la cabeza. Enciendo el auto y busco en la guantera un paquete de cigarrillos, le ofrezco uno, esta vez niega solamente con la cabeza. Entonces, enciendo uno y me dispongo a salir del parqueadero y tomar la autopista, que nos lleva a la ciudad.

Me siento prisionero, como si fuera yo el que viaja dentro de esa urna. Tal vez el tiempo que ha pasado separando nuestras vidas, sea suficiente motivo para haber perdido la confianza y conversar sobre cualquier cosa. Pero la maldita urna y el expectante silencio mortuorio que la carga, evitan cualquier tipo de acercamiento. Me veo vencido por la situación, completamente aplastado por una fuerza opresora; imposibilitado, limitado de movimientos. Teniendo una especie de miedo y cierto desprecio por cualquier cosa que pudiera decir:
—Oye Manuel —le digo—, no quiero parecer indolente, ni nada por el estilo, pero si no me decís hacia dónde nos dirigimos será un poco difícil todo esto. Si no quieres quedarte en casa, puedo llevarte hasta cualquier hotel en el centro de la ciudad y dejar que hagas lo que se supone que viniste a hacer.
Me mira y se rasca la nariz, luego limpia sus labios con el dorso de su mano. —lo siento, creo que puedo estar un poco absorto. Vuelvo a agradecerte el hecho de que estés aquí y me ofrezcas tu hogar; pero no será necesario, me regreso hoy mismo. En cuanto al lugar—… hace una pausa prolongada ayudada por el ruido de los demás autos y en especial de un camión que nos supera a toda velocidad. —No sé si aún exista…
—¿Puedo preguntar quién va en el asiento trasero del auto?
—¡Claro hombre! No es un secreto de Estado. —Al parecer, no sólo no ha cambiado mucho físicamente, también su humor algo irónico parece continuar intacto. Me inquieta su nuevo silencio, no se decide o querer revelarme la identidad. Seguramente espera a que pregunte directamente. Para ir aminorando un poco el hermetismo, y también el camino, decido cambiar la pregunta: 
—¿Cómo hiciste para encontrarme?
—En esta ciudad llueve tanto. Viví aquí por algunos años y no recuerdo más de dos o tres días en los que la lluvia, de alguna manera no se hizo presente.
Dicho esto, me señala el parabrisas perlado por un número indiscriminado de gotas; más adelante, la ciudad gris e imponente se levanta bajo una cúpula casi negra de nubes a veces centelleantes de relámpagos. Sigo conduciendo, luchando contra el asfalto mojado, lo cual me recuerda la necesidad de un cambio de neumáticos. Él, extrae de uno de sus bolsillos un paquetico de maní y empieza a comerlo... —Por la revista —me dice—, en esa en la que de vez en cuando publicas algún texto.
—No pensé que te interesaran los asuntos científicos.
—En absoluto —Se chupa ruidosamente las muelas—. Fue pura casualidad el hecho de haber encontrado tu nombre. Seguramente, habrás esperado en algún consultorio odontológico o de índole parecida.
—Ya veo, entonces así encontraste mi contacto.
Termina con la bolsita de maní y guarda el empaque. Desabrocha su cinturón de seguridad, algo que me irrita; pero prefiero dejar, luego pasa una mano por su cabello todavía húmedo.
—¿Debes tener hambre? Déjame invitarte a comer algo por lo menos. Ahora que lo recuerdo en la terminal no comí nada.
—No tengo hambre —dice—. Pero si quieres algo, no tengo problema en detenernos.
Se hace un silencio perturbado únicamente por la lluvia que cae sobre la carrocería y el paso constante de las plumillas sobre el parabrisas.
Me detengo en uno de esos estaderos de carretera, adentro, la mayoría de las mesas permanecen libres, arropadas del frío por un feo mantel a cuadros, y una tímida música que escupe el sistema de sonido del lugar. Escogemos sentarnos en una mesa contigua  a la ventana, que nos deja visualizar la carretera y esperamos por la atención.
—Aparte de tu colaboración con esa revista ¿qué hay de la vida? —me pregunta apoyando los codos sobre la mesa.
—Bueno, no es mucho. Soy profesor universitario, estoy casado y tengo tres hijos. Nada estrafalario ni parecido a lo que se pensaba cuando éramos jóvenes. Ya sabes, todas esas consignas e ideas que albergas con fuerza y luego se van diluyendo. Típica vida de familia.
Asienta con la cabeza. Un señor gordo se acerca a nosotros y nos dice de memoria todo el menú o por lo menos parte de éste. Manuel, apenas le presta atención. Decido ordenar el plato del día —¿y el señor?—, pregunta el mesero dirigiéndose a Manuel. Él me mira y dice:
—¿Te parece si nos bebemos una botella de ron?
Esperan que responda, siento la atención de él y del mesero puesta sobre mí. No soy buen bebedor, la verdad el alcohol hace mucho que dejó de ser una preferencia.
—No, lo siento, mañana tengo clases; además estoy conduciendo. Pero si decides cambiar de opinión y quedarte aunque sea esta noche, tal vez más tarde podamos beber algo.
—Entonces que sea media. —Le dice al mesero, que anota la orden y se retira. Manuel despega el pecho del borde de la mesa corriendo la silla hacia atrás, tal vez cruza las piernas. Extrae un paquete de cigarrillos, exactamente los mismos que solíamos fumar en nuestra época de estudiantes. Sonrío al ver el paquete, me ofrece uno, lo guardo en el bolsillo de mi camisa. Para después de la comida, le digo. Él enciende el suyo y deja el paquete sobre la mesa, es tapado por una espesa nube de humo que exhala con tranquilidad. Alcanzo a pensar que esa inmediata imagen, ha sido siempre la de él.
—¿Sabes? Es posible que te acuerdes. Mi esposa se llama Melany. —Manuel mira por la ventana tratando o no de rememorar.
—La de ojos color miel —dice distraídamente—. La que estudiaba gastronomía. Y una vez sin querer me enteré que trabajaba en un pequeño local, y a sabiendas de que te morías por ella te llevé en alguna oportunidad.
—¡Esa misma!
—Me alegra —dice, con bastante displicencia.
—Ahora que lo recuerdo, yo me gradué primero que tú. Quizá fue ahí cuando nuestros caminos se separaron o por lo menos empezaron a distanciarse. ¿Qué pasó contigo a la final?
Con el cigarrillo quemándose entre sus labios responde: —Nunca terminé, en aquel tiempo me sentía desahuciado, abatido; era como una especie de prisionero dentro de mi cuerpo. Todo me parecía un sinsentido, una nulidad que poco a poco se fue apoderando de mí. La felicidad, el triunfo, los anhelos y deseos; cualquier imbecilidad por el estilo se hundía en un mar de mierda perpetuo, que de cualquier forma, sin importar lo que hiciera: estupefacientes, alcohol, espiritualidad, vagabundería cósmica. Nada funcionó, ni de cerca; permanecía inmutable, intransigente… Entonces… conocí una mujer, la cual irónicamente, me hacía sentir que ese cuerpo y la existencia que tanto pesaba, junto a ella; tal vez no fuera la respuesta, pero podría llegar a ser, por lo menos aceptable, podría resultar…
Aplasta el cigarrillo en el cenicero y se queda abruptamente en silencio, como si no hubiera podido encontrar las palabras que daban continuidad a su pensamiento. El mesero hace de nuevo su aparición, esta vez con la orden que deja sobre la mesa y se despide con un “buen provecho”. Manuel toma la botella y la destapa, puedo sentir inmediatamente el fuerte olor que exhala, vierte algo del líquido en un vaso con hielo; permanecemos en silencio.
—¿Realmente no quieres algo para comer? —pregunto, más por decir algo que por otra cosa. Muestra una sonrisa gastada, irónica, casi molesta y descarga las palmas de sus manos sobre el mantel; se limita a dar pequeños y ensordecidos golpes con los dedos.
—No. —Responde levantando su vaso y acabando de un solo tiro con el contenido.
—Entonces continúa la historia, si no tienes problema con eso.
—No tengo problema. Simplemente no me gusta hablar mientras la otra persona come. Toda la vida me he preguntado sobre esa costumbre. Me refiero a la idea de reunirse en una cena, ya sea en casa o en algún otro lugar para comer y conversar. No veo en qué momento la otra u otras personas, se puedan interesar en tu palabra, cuando su mayor interés es satisfacer el apetito…
Me limpio los labios con una servilleta, no puedo dejar de sentirme incómodo con la situación, mientras él se sirve otro trago.
—Entonces… Decidí abandonar todo e irme junto a ella, buscando un lugar menos gris, tal vez tranquilo y en el cual se pudiera observar más a menudo un cielo azul y claro; enorme, uno que no fuera tan aplastante como el de esta ciudad.
Se deja caer sobre el respaldo de la silla y observa por la ventana el gris metálico, que como un animal salvaje se topa contra el vidrio.
—Entonces te volviste viajero. Nómada. Nunca lo sospeché en vos. —Enreja los dedos y apoya  los codos sobre la mesa, como si estuviera orando, descansa  su cabeza sobre los nudillos de sus pulgares. Sin querer, en uno de esos movimientos mecánicos, miro hacía el lugar en el cual parqueamos el auto, y me acuerdo de la urna. Un escalofrío me recorre la espina dorsal en ese momento y los músculos de todo el cuerpo se me entumecen.
—Mierda… Manuel… no me… digas… que. —Me mira directo a los ojos y arquea las cejas. Toma el paquete de cigarrillos y se queda mirándolo, extrae uno; pero no lo enciende.
—Sí, la persona que va en el asiento trasero de tu auto, o lo que queda de ella, es esa mujer. —Suelto los cubiertos o más bien se resbalan de mis dedos entumecidos, dejándome caer sobre la silla. Era obvio que allí, en ese recipiente llevaba a alguien por el cual se tuviera una importancia sentimental. Pero por alguna razón, sólo hasta ese instante pude resolver o asimilar la complejidad del momento, de las palabras; incluso del silencio. Sin decirle absolutamente nada, tomo la botella de ron y vierto algo sobre el resto de Coca-Cola que tenía en mi vaso. Él, encendiendo el cigarrillo, levanta el suyo haciendo chocar los hielos. Brindamos calladamente en presencia de la ausencia.

Llevamos rato en el camino, de a poco nos hemos ido adentrando en la ciudad, sus iridiscencias y ruidos. Él ha trasladado el líquido de la botella a una licorera de metal, bebemos lentamente en completo silencio. Nos dirigimos hacia un pequeño parque arbolado unas cuantas calles arriba de la plaza libertadores. Allí, según me dijo luego de abandonar el estadero, planea esparcir las cenizas. No entiendo el por qué, precisamente sobre un lugar que tanto detesta y del cual estuvo alejado, junto a ella, durante mucho tiempo. Acaso no sería mejor e incluso más fácil echarlas en el lugar donde fueron felices. ¿Por qué venir hasta aquí? Retornar en un viaje, quizás uno, que nunca pensó volver a hacer. ¿En dónde quedó la lógica de los pasos recorridos, la fuerza y decisión que se tuvo? Su silencio y presencia, fabrican las palabras y acciones necesarias.

Llegamos hasta el lugar escogido, me detengo y antes de bajar dice:
—¿Dices que tienes tres hijos? —Asiento con la cabeza— Ella quería tener alguno; pero desde muy joven sabía que no podía parir. Eso y el frasco de tranquilizantes fue lo que la mató —enciende un cigarrillo y me pasa la cantimplora. Doy un trago, a pesar de lo que me está contando, no logro atisbar residuos de dolor o tristeza en sus palabras—.  Le gustaba venir hasta este parque y mirar los nenes jugar. Siempre supo de su imposibilidad, no sé si más arriba aun este la guardería.

Me siento como un imbécil, ya que también desconozco la respuesta. Desabrocha el cinturón de seguridad y baja del auto. Dudo en acompañarlo o no. Cierra la puerta luego de recoger la urna  e irrumpe en el parque. Decido permanecer y observar su avance bajo la garúa desde el auto. Se detiene cerca al lugar de juegos y empieza a dejar caer la ceniza, arrastrada inmediatamente por una ráfaga de viento. Al terminar,  se limpia las manos palmoteando su sobretodo. Hay poca afluencia en los alrededores del parque, la lluvia seguramente ha espantado a los enamorados, a los viejos y sobre todo ha resguardado a los chiquilines. Me busca con la mirada, el viento persistente hace volar el dobladillo del abrigo, me hace una seña a manera de despedida y se dispone a abandonar el parque. 

    




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