EL ECO DE MIS PASOS (Johnny C.)

No hay comentarios.

Hace rato que entré a este lugar, un edificio desconocido, sin razón o necesidad alguna, empecé a subir las desgastadas escaleras con forma de caracol. El pasamano de madera está derruido totalmente en algunos tramos, en otros, endeble o simplemente carcomido por el tiempo y el abandono. El vacío, la escalera. Continúo subiendo sin detenerme. No se puede divisar la cima o el tope, porque la oscuridad se traga todo, unos cuantos niveles más arriba o abajo. Extraña sensación de atemporalidad. No sé lo que hago aquí, pero allá, afuera, crucé la calle con la intención de alguien que está a punto de descubrir algo importante, tal vez necesario o inquietante. No hay visión hacia el exterior, las pocas ventanas o entradas de aire, han sido cubiertas con pedazos de madera, que dejan filtrar algunos rayos de una luz muy blanca y moteada por partículas de polvo. El lugar, expele un fuerte olor a abandono, a humedad, a encierro. No recuerdo cómo llegué hasta aquí o el último lugar en el que estuve. Sigo obstinadamente subiendo los peldaños, sin prisa, sin cansancio, poniendo cierto cuidado en cada paso que doy en la semioscuridad. En cada nivel del edificio descubro una, dos y hasta tres puertas de madera, con la pintura deteriorada y partidas en algunas ocasiones. La mayoría permanecen cerradas, otras parecen haber sido abiertas a la fuerza, dejando entrever un poco el abandono que encerraban. Quizás en el pasado, la gente que habitaba el edificio y estas habitaciones tuvo que abandonar estrepitosamente el lugar, por guerra, incendio, riesgo de desplome; cualquier cosa que haya sido, tuvo que ser lo suficientemente catastrófico para que nadie decidiera regresar y le permitiera al lugar irse cayendo a pedazos, envejecer a voluntad y podrirse en la desidia. No siento impulso o necesidad de entrar a ninguna de las habitaciones. El único sonido que puedo percibir es el de mis zapatos sobre los escalones que crujen con cada pisada, cubiertos por capas y capas de polvo asentado tal vez por años. Cada tanto, me aseguro de la solidez y estabilidad del asidero, para así poder sacar mitad del cuerpo y espiar el final de la espiral o incluso su comienzo. Pero quién sabe, el arriba o el abajo ha sido tragado por una oscuridad que parece extenderse eternamente. Siento una necesidad imperiosa de seguir avanzando sobre el eco de mis pasos, combinada con un fatal desconcierto de permanecer estancado en alguna especie de ilusión. Un rato después, en un tiempo que no se puede medir, tal vez cinco o treinta minutos, quizás horas de avance; me detengo en uno de los descansos y observo sobre el pasamano. Inesperadamente puedo ver el fin del caracol marcado con una puerta que permanece cerrada y estoica. Al llegar a ésta, me detengo, ninguna luz atraviesa los resquicios. Me acerco lentamente, la empujo, y se abre a bisagra oxidada y quejido agudo; dándole paso a un enorme salón cuyos ángulos son tragados por la penumbra, al  techo lo sostienen dos hileras de columnas paralelas, en medio, al final del pasillo, una pálida luz se chorrea sobre la baldosa a través de una puerta acristalada. Conozco esto y no puedo entenderlo, sin prisa y convicción atravieso el pasillo en dirección a la puerta. El vidrio rugoso me impide distinguir el exterior; de antemano sé lo que voy a encontrar. Abro la puerta y desciendo los escalones. Me encuentro de nuevo en la calle. Sumido en una calma perturbadora, doy media vuelta y diviso la misma edificación a la que entré en un principio; de pronto un cegador destello enciende el cielo.

—Hey tú.
—¿Qué haces?
—Te veo dormir. Siento haberte despertado. —Jena me da la espalda y deja la cámara sobre el nochero al lado de la cama. Agarra un paquete de cigarrillos y se lleva uno a los labios, voltea a mirarme y me sonríe.
 —¿Quieres uno? —Me pregunta. Le respondo que no, mientras ella busca el encendedor entre todo lo que hay sobre el nochero. —No encuentro el fuego aquí, no sé qué lo hice o dónde lo dejé. ¿Vos lo tenés?
—No, particularmente ese es el elemento del que menos tengo noción. Por alguna razón, no puedo retenerlo mucho. Es como si producto de eso, me naciera un asco descollante o ardiera tanto como para quemarme. Combustión espontánea lo llaman.
—Déjate de tonterías y mejor ayúdame a encontrar el fuego.
—¿Qué curioso? No vas a creerme; pero hace algún tiempo discutía con Víctor sobre algo parecido.
—Yo no estoy discutiendo con vos. Ya deja la bobada y ayúdame a buscar el maldito encendedor.
—Bueno. Decídete de una vez. Querés que te ayude a buscarlo o encontrarlo—. Jena se sienta y se apoya sobre el espaldar de la cama, devuelve el cigarrillo al paquete.
—¿Por qué la foto? —Le pregunto—. Ella se encoje de hombros y no dice nada, se queda mirándome, levanta las cejas, sonríe, ladea la cabeza, se muerde los labios, peina su cabello. Vuelve a sonreír —Por nada—, finalmente responde. —Es extraño eso. ¿Sabes? Dicen que el verdadero rostro de las personas, sólo se puede conocer cuando están durmiendo. El resto, son sólo máscaras autoimpuestas, a conciencia o no. Lo cual impide siempre, tal vez, conocer a cualquier persona de verdad.
—Tal vez sea porque cuando se duerme, es uno de los momentos en los que se está más desprotegido.
—¿Desprotegido? ¿De qué?
—De sí mismo.
—¿Soñabas algo? Por la expresión de intriga parecía que estabas soñando. Siento la interrupción. ¿Qué soñabas? Mirándote no pude determinar si era bueno o malo, si estabas a gusto o no… Y, bien. ¿Qué soñabas?
—Era el principio del final o el final del principio. No me acuerdo. ¿Para qué la foto?
—No creo mucho en eso. ¿Sabes? Simplemente porque estás durmiendo. Tienes los ojos cerrados e impiden la completa expresión, la mirada es la ventana, el espejo donde se refleja el verdadero sentimiento. Por eso los muertos carecen de expresión.
—Quien quita, se le dedica tanto tiempo a pulir las tales máscaras esas que tal vez en un momento dado, se convierta en el verdadero rostro, ya que el real ha sido descuidado e incluso desconocido de una manera enorme. Uno no es lo que cree ser, uno es lo que las demás personas piensan que eres. ¿Y la foto?
—Es por eso tonto. Trataba de capturarte sin pantallas, sin máscaras; puro y real.
—Gracias por lo de puro; ¿pero real? —Jena me mira y se acuesta sobre su lado derecho con el brazo acuñado entre la almohada y la cabeza. Aparta algunos mechones de cabello que le caen por el rostro, sonríe y me dice: —No es nada—. Mientras gira y queda boca arriba, mirando el techo del cuarto.
—Me gusta tomarle fotos a las personas que duermen. Sobre todo a mi lado.
—Como alguna especie de registro.
—¡No! No ¿Por qué sos así? Es sólo… No sé. Mirá, puedo quedarme mirándote, tratando inútilmente de guardar la mayor cantidad de información posible; pero no es lo mismo, tengo mala memoria y lo nuevo que llega saca a patadas lo viejo. Tal vez sea una mejor manera de conocer a otra persona, de conseguir un rostro real, una sonrisa verdadera. Ya te lo había dicho. Sin máscaras. Despierto, a conciencia, las personas pueden ocultar o mostrar lo que es o no es.

Ella continúa de cara al techo y brazos cruzados. Me incorporo y busco en la ropa, al lado de la cama, en los bolsillos del abrigo el paquete de cigarrillos y un encendedor. Enciendo uno y me quedo sentado, apoyado en el respaldo de la cama. Jena me mira con desaprobación, niega con la cabeza. Le digo:

—Lo que buscas es un resguardo, una salvación. Se podría decir incluso que una excusa.
—Yo no sé lo que busco. ¿Por qué decís eso? El problema con vos es que querés llevarlo todo hasta el absoluto. Le buscas demasiado a las cosas, le das vueltas y vueltas a lo mismo; sos como un perro idiota que trata de morderse la cola. Te tomo una foto dormido, como puedo hacerlo mientras lees, fumas o caminas por la calle. Te tomo una foto a vos al igual que lo puedo hacer con un árbol o con ese portón estilo art nouveau tan hermoso que vimos la otra noche en aquel callejón mientras caminábamos. Lo que buscaba era un maldito encendedor. —Toma la botella de Vodka del nochero y le da un trago. Le entrego el encendedor y ella me pasa la botella, toma su paquete de cigarrillos del nochero y enciende uno. El licor es barato, triturador de entrañas y de sabor horrible. Ella se levanta, y desnuda camina con el cigarrillo pendiendo de los labios buscando no sé qué.
—Deberíamos ir a cine. —Marca el “deberíamos” como si en verdad fuera algo importante—. ¿No te parece? O por lo menos ir a caminar, mirar dónde nos encontramos y seguirle el capricho a la casualidad. Comprar algo de licor, encontrar algo mejor a ese vodka que tenés aquí no debe ser difícil. Podríamos ir hasta “La Fuente”, incluso es posible que nos encontremos con los muchachos. No sé, algo me dice que esos desocupados noctámbulos no andan muy lejos de ahí.
—Si fuéramos como vos decís a “La Fuente”, no estaríamos tentando el destino, simplemente recorreríamos un camino ya preconcebido sabiendo o no, lo que podríamos encontrar. Además, eso no tendría nada de caprichoso, si me permitís usar tu palabrita.
—Estás de muerte hoy.
—Eso lo sé, simplemente te hago el camino más fácil, sin tanto pormenor.

Sigue de pie al lado de la cama, recoge algunos mechones  de cabello detrás de sus orejas. Yo me incorporo y la busco, la atraigo hacia mí; se deja caer estrepitosamente sobre la cama, busca mis labios con los suyos, me besa con un aire entre caliente y frío, con sabor a tarde que se vuelve noche, a súplica dulce, a propósito maligno. —¿Qué decís?—. Me pregunta. Acaricio su vientre y con los dedos en forma de araña que desliza hábilmente las patas por su tela, bajo hasta sus muslos, volviendo a subir hasta el ombligo, atrapándolo como a un insecto incauto, tejiendo pequeños roces, caricias sutiles, envolviéndolo una y otra vez, descendiendo una y otra vez. Ella se deja llevar, me permite asaltar con mis dedos, con mis labios, con mi lengua, su piel, su sexo, su aliento. Ella, allá arriba, hace nudos con mi cabello y tal vez sonríe, mientras la araña, pendida de un hilo empieza a deslizarse entre sus piernas en busca de la gruta sagrada, del calor abrazador. Ella se retuerce, muerde sus labios, aprisiona mi cabeza con sus muslos; emprendemos de nuevo la dulce batalla, el roce constante de dos cuerpos sólidos que transpiran, que buscan fundirse en un solo ser. Hacemos el amor de nuevo, entre contorsiones facinerosas, ahogados gemidos, caricias que se tornaron bruscas incrementando el placer; una entrega delirante rumbo a la extenuación.

Quemamos algunos cigarrillos en silencio, pasando el vodka, apoyados contra la cabecera de la cama; seguros en silencio, de lo nunca hablado, de la probabilidad conocida y aceptada. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué puedo hacer aquí? Acaricio sin ganas su brazo, aparto un poco de cabello de sus ojos. Ella gira el rostro y me mira algunos segundos, buscando el sentimiento del que hablaba anteriormente, tal vez queriendo mostrar la falta de éste en los suyos. —Deja eso ya—. Me dice y se levanta en dirección al baño. Necesita una prueba, una forma que desconoce pero persigue ciegamente. Algo a lo que pueda mirar y sacarle testimonio, mudo de palabras, de acciones y obstáculos. Una manera que le dicte o permita permanecer o por el contrario emprender la retirada, el retroceso, la admisión del error; la lenta y dolorosa insignia del olvido. Pero, ¿olvido de qué? Trato de quedarme dormido de nuevo, arrullado por el sonido del agua que choca contra el baldosín del suelo, contra el cuerpo de ella; intento recordarlo, sentirlo, tenerlo de nuevo ayudado por el aroma que dejó impregnado en las sábanas, en la almohada, en mi piel. ¿Para qué tanta sorna? Esas ganas de rascarse la herida o peor aún de abrirla de nuevo. Aunque, nunca está demás pensar las cosas, porque bajo cada piedrita hay un secreto y muchas veces resulta que vuelves a revisar una conocida y te destapa una araña o un horrible alacrán. En el fondo, la claridad oculta más que la penumbra, debido a su mentiroso juego de apariencias. Se está tan bien aquí, y de seguro esa loca regresará con la descabellada idea de salir a andar por ahí. Jena: dulce y desagradable contrariedad.

Ya no se oye el crepitar del chorro. Siento como abre la puerta y regresa, se queda de pie junto a la cama. Ya está, no existe vuelta de hoja; todo es un volver a empezar, una clase de broma pesada, un puto truco que te obliga a comenzar de nuevo, a volver una y otra vez. Pero, ¿qué hay con las distintas maneras? Abro los ojos y entre brumas y formas coloridas puedo verla envuelta en una toalla.
—No sé qué me parece peor —dice—. Que estés ahí, con la intención de hacer nada o yo aquí, buscando sin saber por qué una verdad falsa. —Se sienta en el borde de la cama y desliza las bragas por sus piernas. Enciende un cigarrillo y se para en la cama, pasa sobre mí, alza su camiseta del suelo, la sacude y se la pone. Se sienta de nuevo en el borde de la cama, esta vez de mi lado.
—No sé vieja, digo que se hace tan difícil eso de andar dando tantas vueltas, porque de golpe y con razón sentís unas enormes ganas de vomitar. Con lo bueno que se está aquí. Y pensar o saber que no se sabe por qué. Entonces ya no quieres entenderlo.

Me incorporo y antes de alcanzar abrazarla se me escapa, rodea la cama, caminando en puntas de pie; mirándome, con el cigarrillo pendiendo de los labios, encuentra y se pone su blue jean. Camina hasta el otro lado del cuarto, allí, junto a mi máquina de escribir, se calza los Converse que horas atrás le saqué con furia y arrojé deliberadamente hasta allí.
—¿Has visto mis lentes? —Pregunta.
—Qué curioso.
—¿Por qué?
—Se supone que tengo que ver lo que ve por mí, entonces si yo no veo lo que ve por mí y eso no puede ver sin mí: es una anulación.
—¿Y por qué te parece curioso eso?
—Porque es igual a vos y a mí.

Jena regresa hasta la cama y apoya sobre el colchón el pie derecho, y  se amarra el cordón.

—¿En serio crees que nos anulemos?
—Yo no digo que nos anulemos —cambia de pie—, digo que somos una anulación.
—De verdad no te entiendo —responde sentándose en el borde de la cama, dándome la espalda, aplastando el cigarrillo en el cenicero.
—¿De verdad no sabes dónde están?

Me acerco a ella, arrastrándome sobre el colchón y la abrazo por la cintura. Sin pretensiones, incluso sin miedo. Desde el principio, hemos sido particularmente un desentendimiento en todo, ahogados en la apatía; con el mismo grado de ignorancia que se puede tener en la indiferencia. Jena encierra uno de mis puños entre unos dedos fríos, pequeños, faltos de uñas, se levanta librándose de mi poca resistencia, y empieza a buscar en el desorden del nochero. Putea. Empecinada, rodea de nuevo la cama, mi presencia; ahora busca en la pequeña biblioteca. Vuelve a putear. Mira bajo la cama. Recontraputea, se sienta de nuevo, enciende otro cigarrillo; con los codos apoyados sobre las rodillas permanece en silencio. Permanecemos en silencio, alargando los segundos. Jena, tratando de encontrar lo que ya tiene, de extender, sin razón, lo que ambos sabíamos antes de cualquier otra cosa. Me levanto y empiezo a vestirme sin tanta parsimonia, al lado de ella que continua fumando, pensando, atribuyéndole una mínima importancia a cualquier resultado. La dejo allí, metida en sus pensamientos; camino hasta la mesa de trabajo, en la cual descansa la computadora, y en donde estoy seguro de encontrar sus lentes, entre arrumes de papel, pocillos sucios e improvisados ceniceros. Tomo los lentes y el verdadero motivo, por el cual los busqué, despliego el cajón y extraigo la reserva, una pequeña y plateada licorera destinada a los tiempos de escases. Doy un trago contemplando su figura de espalda, su cabello que apenas le cubre el cuello; regreso a la cama y en vez de rodearla, paso por encima y me siento al lado de ella, que termina de fumar, le entrego los lentes y le ofrezco un trago.

—¡Vaya! Así que tenías algo mejor que ese horripilante vodka que estábamos bebiendo.
—Es Whisky. Regalo del viejo Osorio. No para cualquier ocasión. —Jena me mira y revuelve mi cabello, le da otro trago a la licorera y me la devuelve, me da golpecitos en la frente con sus dedos.
—Hey tú —dice—, me abraza fuertemente y me besa en la mejilla.
—Hey tú.
—Nunca me dijiste lo que soñabas.
—Jamás creí que fuera a despertar.
Se levanta y busca el resto de sus pertenencias, que introduce descuidadamente dentro de un bolso. De espaldas a ella, la siento ir y venir por todo el cuarto, como tantas otras veces; tal vez mientras fumaba y canturreaba algo o simplemente pensaba en un triste y medio iluminado farolito que vio plantado bajo la lluvia en alguna esquina. Continúo sentado en la cama, encorvado, con las manos sosteniendo mi cabeza y la mirada clavada en el suelo, apenado estúpidamente por lo desgastado de mis zapatos; tratando de reconstruir la forma que crea la vieja baldosa. Sabiendo estar, queriendo escapar. Negándome a ser parte del dibujo; oyendo o creyendo oír la puerta que se cierra, a lo lejos, los pasos sobre el silencio del pasillo y la oscura escalera.  

No hay comentarios. :

Publicar un comentario