TODAS LAS TARDES, IGUAL (Johnny C.)

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La casa está en silencio, doña Aurora debe estar tomando su pequeña siesta. No puedo recordar o sentir como mío el pasado que este corredor me guarda todas las tardes; hace años que tiene la misma distribución, el mismo color de paredes y la terca y empecinada posición de las materas en el patio. Es una tarde como cualquiera, un poco fría ya que empieza a regarse la noche en el horizonte, y allá abajo; en la solitaria sala, el reloj de péndulo le marca los segundos al silencio de la casa, a mí, que estoy aquí, un poco más viejo, inútil; tal vez melancólico. Me puedo ver entre las materas jugando, persiguiendo las abejas, las moscas y las mariposas para tener el placer de alimentar al pájaro, que no puede hacer más que revolotear en su triste jaula dorada. Todas las tardes. Igual. Sin poder evitar o sorprender al pasado. Saberlo como una ráfaga de aire que atropelladamente se bate en el interior de la casa, y descubre cuerpos, formas, pensamientos y situaciones como lo haría el soplido de un niño, que encuentra un baúl viejo entre los enceres abandonados en el altillo de la casa. La decepción de no encontrar nada valioso, es la misma que siento ahora.
Con el propósito, quizá mentiroso de visitar a la vieja estoy aquí. Cada tarde, mientras el tiempo lo permita, porque no veo una obligación, porque he comprendido su muerte mucho antes que ella misma. Incluso y tal vez la verdadera razón sea… sean las imágenes, el silencio; el desatinado interés por saber que todo continúa igual. Igual al tiempo en el que un mocoso y torpe chiquilín montado sobre un triciclo, se lanzaba desde la parte alta del pasillo una y otra vez, sin permiso, sin agotamiento; por lo menos hasta que en una terminaba contra las materas haciendo un daño o haciéndoselo a él mismo. Tal vez, en el que ya crecido, guiaba la mano temblorosa de Clarita por la penumbra del pasillo hasta su habitación, en busca del primer contacto, de la primera vergüenza o satisfacción. Luego, están los traspiés, el tanteo en la oscuridad cenagosa después de permanecer hasta altas horas de la noche en las cantinas atiborrándose de cerveza, humo y desolación; entre peleas y gritos; entre ideales vacíos e insulsos, agrandándose la falta de una compañía femenina y odiándose, culpando a otros; inventando sobre la bruma y los espejismos maneras esporádicas o justificaciones para continuar y soportar el sinsentido de la existencia.
Después o durante, está el tiempo del viejo. Alto, parco, duro de facciones y actos. Castigando por cualquier niñería. Desde aquí se lo podía observar, empecinado en hacer andar de nuevo, en arreglar o restaurar cuanta cosa lo necesitara o no. Con paciencia, sin camisa; desde aquí hasta su pequeña sala taller. Haciendo preguntas, mostrando las herramientas,  enseñándolas a utilizar correctamente; siempre con la premisa de que el problema del mundo radica en no saber cómo funciona; y lo que sería doblemente peor: saberlo e ignorarlo. El viejo, siempre fue el viejo, nunca una gota de alcohol o una historia mal habida; un golpe a su mujer o a sus hijos, por lo menos cuando no lo merecían. Con esa pequeña sonrisa única para todo, desde responder los saludos de los conocidos en la calle, las buenas o malas notas del colegio o los problemas cotidianos de la vida familiar.
Sé de mi recuerdo, de mi comprensión; incluso del orgullo que podría llegar a sentir a pesar de su fría e inexpresiva presencia, de sus palabras vacías de emoción; porque su objetivo jamás fue el cariño u odio que cualquiera de nosotros podía profesarle; porque su idea por lo menos para lo que llevara el rótulo de su familia, era la idealización de su persona, la correcta forma del individuo sobre la farsa y la irresponsabilidad corruptoras de la sociedad. Puedo comprender todo eso, el deterioro, la abstracción; la conclusión inevitable del fracaso que pudo o no llevarlo a la muerte.
Ahora, aparece Ramón, se limpia los zapatos en el felpudo y deja los paquetes que trae a un lado del perchero en el que cuelga su abrigo. Me ve, hace un gesto con la cabeza y luego mira el reloj de la sala. Camina hasta donde estoy.
.¿Qué hay Luis? ¿Y mamá?
-Dormida… supongo.
-¿Cómo, no sabés dónde está? –bufa y luego suspira.
-¿Querés un café? –me pregunta. –No- le respondo.
Se sienta en la silla que esta a mi lado y me ofrece un cigarrillo con falso interés. No se lo acepto. -¿qué has pensado sobre lo que te conté de mamá?- me pregunta, mientras se levanta y va en busca de un cenicero al comedor. Dejo, que el propio eco de sus pasos sobre el corredor le responda. Miro las matas de mamá que reciben de nuevo, cansinamente, más lluvia. Me digo, que es una tontería y una estupidez hacer algo; recriminar, actuar en defensa de eso que ya no puedo cambiar. Ramón, regresa y se sienta a mi lado de nuevo, deposita el cenicero en el brazo derecho de la silla; observa también sin interés, sin expresión la lluvia menuda que cae sobre el suelo del patio.
-Entonces ¿qué has pensado sobre el problema que hay con mamá? –pregunta de nuevo, esta vez con un talante serio, casi preparado para la ocasión.
-El problema con mamá, es que está vieja, y por lo general la gente vieja es un problema para sí misma y para la gente que dice o está segura de rodearla.
-No jodas Luis, mirá que estás hablando de mamá.
-Por eso. De una vieja. –Ramón me mira esta vez con lo que podría ser una expresión de verdadera sorpresa, de asco naciente o renovado.
-No sé, en lo que realmente estés pensando; pero a mí, se me hace muy peligroso que mamá le ande abriendo la puerta y dejando entrar a la casa a todo el mundo, a todos los limosneros que se aprovechan de que está vieja y sonsa para robarle, quitarle lo poco que tiene. Explotan su estado. No te digo que hace unos días había como cuatro de estas personas esperando a que ella abriera para que les diera algo. Es inaudito viejo, no puedo creer el grado de cinismo que esta gente puede llegar a tener.
-Si querés, le mandamos a instalar una ventanita igual a la de las licoreras. Así no tiene que abrir la puerta y puede seguir practicando la caridad que tanto le gusta, sólo que por ventanilla.
-¿Vos estás hablando en serio Luis? No jodás hombre ¿No te parece un problema grave?
-No. Si mamá quiere regalar sopas, dinero, trastos viejos, joyas o cualquier otra cosa que a “esa gente” como la llamás vos le hace falta, me tiene sin cuidado. ¿Por qué habría de importarme eso? ¡Ah! DECIME.
- No es eso Luis –me dice luego de aplastar el cigarrillo en el cenicero- Esta bien que haga su obra de caridad. Yo me refiero al potencial peligro que representa ese alguien al verla sola e incapaz de cualquier defensa. Porque se me hace imposible que no pensés en el riesgo  que se corre dejándola a merced de todo eso. Además, si quiere hacer caridad, que la haga en la iglesia. Total es su dinero y voluntad.
-Sabés qué Ramón –le digo, mientras enciendo un cigarrillo- Deja de ser pendejo, prefiero que le entregue lo que quiera a cualquier persona en vez de un cura. Sabrá su dios qué hace con todo eso. -Ramón se queda callado con la cara arrugada de enojo, cruza las piernas y empieza a sacudir el zapato, ha dejado de llover y he decidido que entiendo al viejo completamente. Que nada importa.
-¿Y la familia? ¿Cómo está Inés? ¿Alejandra? ¿Juanchito? Hace rato que no veo al muchacho.
-Bien. Creo. –No puede darse por enterado o es incapaz de entender que lo sé y estoy sentado junto a él. Que no me importa estar junto al tipo que se acuesta con mi esposa. Mi hermano, el tipo junto al que crecí, con el que tal vez tengo mayor entendimiento; al que podría considerar el más cercano a un amigo. Si es que eso existe. No puedo evitar el por qué, no me importa, pero necesito de alguna forma saberlo. No por una falsa intención de perdón u olvido, no porque quiera demostrarle un dolor; hacerlo asumir el papel de error. –Supongo que los niños están bien. No soy un buen padre. Me dedico a que desde ya empiecen a olvidarme progresivamente y así cuando ya no esté, ni se den cuenta, ni se enteren que tuvieron a alguien a quien pudieran considerar como una persona cercana e influyente. En cuanto a Inés, ha sabido ser una buena mujer y lo que podría juzgar como una buena esposa. Aún me sorprende su energía y entrega para con los hijos, los asuntos familiares, su trabajo y su amante. –Ramón, no hace más que contener la respiración y cerrar los párpados  por algunos segundos. Enciende otro cigarrillo y exhala ruidosamente el humo deshaciéndose o preparándose para algo.
-¿Estás seguro de eso que me estás diciendo?
-No, no sé exactamente qué piensan mis hijos de mí. –Le digo mirándolo a los ojos, disfrutando por primera vez de su sorpresa, de su taciturno miedo. –Decime, ¿Sabe Gloria que la engañas? No, no creo. Conociendo lo escandalosa que es tu esposa ya habría hecho algo y más cuando es con Inés. –Ramón permanece en silencio, mira las baldosas del suelo sin parpadear. No puedo aceptar que se sienta tan perplejo por una acción que seguramente llevó a cabo con gusto y sorna.
-Mierda… Luis… No sabes… lo mucho… que… no tengo palabras; pero siempre percibí que este momento llegaría y que tarde o temprano tendría que afrontarlo… ¿Te contó ella? No voy a tratar de explicarme, ni siquiera de defenderme.
-Me lo pudo haber contado ella o simplemente lo intuía; tal vez los vi saliendo juntos de un café o entrando a un hotel. No sé; pero tus palabras no hacen más que confirmar… Te acordás de la tarde en que papá decidió perpetuar su silencio, de la tarde en que vos y yo, allá en el patio de atrás haciendo no sé qué; oímos la escopeta y supimos de inmediato que era la de él, porque él mismo nos había enseñado a dispararla y al mismo tiempo nos tenía terminantemente prohibido siquiera tocarla. No sabes el número de veces que entré a su pequeño taller y lo sorprendí mirándola fijamente, como se mira a una novia, o un contrincante a muerte. Te acordás que corrimos inmediatamente después del fogonazo y un par de tíos que estaban en ese momento no nos dejaron entrar, queriendo mantenernos lo más lejos posible del cuarto ese. Pero sin importar eso, tanto vos como yo, sabíamos lo que había pasado. Te acordás también de las recriminaciones posteriores, de las preguntas sobre el por qué lo había hecho; del sentimiento total de apatía y negación en contra de él… Ahora lo entiendo, incluso puedo perdonarlo. Porque él, tal vez o no, entendió que nada tiene sentido, que ningún esfuerzo vale la pena a pesar de que intentes o quieras hacer lo mejor… Me tengo que ir viejo. Despedíte de mamá por mí… Sabes qué, mejor no le digas que estuve aquí y conversamos…

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