EL RESPLANDOR (RH)
Todo inició hace pocos días…quizás un par de semanas. No sé. Los días se confunden unos con otros y no logro percibir el paso del tiempo. Miro por la ventana hacia el firmamento y brilla por su ausencia el sol, oculto tras el velo blanco que lleva ya varios días allí. De las laderas desciende un frío seco que maltrata la piel y los huesos. El viento pasa suavemente por las calles silbando en los tejados, haciendo crujir las maderas y sacudiendo con delicadeza la esquelética copa de los árboles. A lo lejos, la ciudad de fachadas grises, opacas y de parques solitarios sumergidos en silencios haciendo eco a las campanas de las iglesias y al revoloteo de las palomas que huyen al tenue movimiento de algo que ninguno de nosotros puede percibir. Pero ellos sí, los animales. La agudeza de sus sentidos no se compara con los nuestros. Ellos ven, huelen, oyen, sienten más de lo que nosotros, pobres seres, podemos sentir. No vemos más allá de las apariencias, de lo comúnmente conocido. Nos movemos por las calles como tristes cadáveres teniendo todo por seguro. Sin embargo, hay fugaces instantes, milésimas de segundos en las que sentimos lo desconocido respirándonos en el cuello, susurrando en la oscuridad de la noche o una sombra que se desliza rápidamente por las paredes. Es algo así como un resplandor que te permite ver lo otro, lo del más allá, sentir las otras presencias… alguien viene. Es Frank, trae la medicina. Trago las pastillas maquinalmente, mientras él me da golpecitos en la espalda como si yo fuese un niño. Antes de irse revisa el cuaderno, lo deposita de nuevo en mis manos, se va alejando con la bandeja de medicamentos y haciendo un movimiento de lado a lado con la cabeza. Cierra la puerta con doble llave, coloca el pasador, después el candado y se va por el pasillo silbando hacia la próxima habitación, donde lo reciben con gritos y al rato pasan los muchachos de blanco, bastón en mano, camisa de fuerza, inyección, silencio. Retomo el cuaderno… las presencias… Yo tuve ese resplandor, por eso estoy aquí, en este manicomio, llamado de forma rimbombante Centro Psiquiátrico de Kisbulls, donde el bienestar mental de nuestros pacientes es nuestro objetivo primordial. Pero no estoy aquí simplemente por tener un resplandor, de hecho eso es insignificante para las autoridades, un individuo que esté hablando barrabasadas todo el día es lo más inofensivo que puede haber. Sin embargo, cuando del discurso se pasa a los hechos, he allí una amenaza para la sociedad y merece estar encerrada. Por eso estoy aquí. Por cometer un hecho punible bajo las estupideces, según ellos en su razón, de unas visiones y un discurso esquizofrénico. Pero ellos no entienden que todo obedeció a un resplandor, la ceguedad de su razón no les permite ver lo verdadero que hay detrás de ello, no les permite creer mi versión porque no se cierne a ninguna lógica explicable. Lo que sucedió está por fuera de toda razón, no hay forma de demostrarlo, sólo relatando los hechos tal cual fueron sucediendo, podría echar un mínimo rayo de luz sobre algo tan oscuro.
Corría el mes de agosto y mi economía de estudiante en una ciudad desconocida, no era la mejor. La austeridad crecía y ya no podía pagar la habitación en la que estaba. Debía buscar otra que se acomodara a mi bolsillo. Un día, Carlos, compañero de estudio, me dijo que había una habitación en la 45ª a cuatro calles de la universidad. Ese mismo día fui a mirar y a la siguiente noche ya estaba instalado en la habitación, a pesar de su mal aspecto. En sí, todo el edificio era un vejestorio venido a menos, sus cinco pisos no daban testimonio de la bella arquitectura con la que fue construido, según pude ver en la foto que me enseñó la dueña cuando fui a hablar con ella. Era una señora mayor que vivía en el primer piso, al parecer sola. Y subsistía de arrendar habitaciones miserables a prostitutas, vagabundos, ex convictos, prófugos, y estudiantes necesitados. La miseria se paseaba por los pasillos, las escalas, los cuartos, los baños, las paredes. Todo el conjunto parecía estar bajo el influjo de una maldición. A pesar de todo esto, me quede allí y ¡Cuánto me arrepiento!
Ya llevaba dos meses viviendo en este lugar, cuando empezaron a suceder algunos hechos extraños, que en primer momento dejé pasar en alto, pero que después no pude evitar pensar. El primero sucedió una noche de octubre, un olor nauseabundo envolvió de repente la habitación, era como un olor a sangre y a carne descompuesta. Traté de averiguar de dónde venía, miré en la nevera si había algo descompuesto. No había nada. Abrí la ventana mas no dio efecto, el olor persistía. Estuve a punto de marearme, sentí náuseas. Tuve que abrir la puerta y arrojarme en el pasillo. El olor no llegaba allí. En el piso de abajo, en el tercero, se escuchaban los quejidos de una mujer. No eran los típicos quejidos de placer de las muchachas, además a esa hora ellas aún no habían llegado con los clientes. Este quejido no podía ser de placer. Alguien andaba por ahí abajo llorando. Pero ¿quién? De repente, escuché que algo cayó dentro de mi habitación; fui presa del miedo, temblaba y sudaba frío. Estuve a punto de salir corriendo, pero recordé que estaba en ropa interior. No sabía qué hacer. Si gritar o esconderme en cualquier parte. Los quejidos se fueron alejando, aunque algo peor sucedió, la puerta de mi habitación se fue abriendo lentamente como si la empujara el viento. Fue en ese momento cuando tuve el primer desmayo.
Al despertar era ya de día y estaba sobre la cama. Traté de recordar cómo había llegado hasta allí, me fue imposible. Un poco temeroso recorrí la estancia en busca de alguna señal, sólo en el baño encontré una mancha pegajosa que salía del grifo de la ducha. Deduje que sería de la tubería. Tomé la ducha, desayuné, me vestí sintiendo la sensación de ser observado. Y salí rumbo a la universidad lo más rápido posible cargado de un miedo inefable. Llegó la noche y presa del temor busqué el sueño, pero aquella vez no sucedió nada. No obstante, la noche del viernes, la del domingo, la del lunes, martes, miércoles, se repitió todo de igual forma; el mismo olor, los quejidos, los golpes. El sueño se hacía insoportable, era dominado por el insomnio, y durante el día conservaba el mareo y las ganas de vomitar. Empecé a buscar otro lugar donde quedarme, sin encontrar nada. Las noches pasaban unas tras otras de igual forma. De repente, ya no sabía si estaba soñando o era verdad todo lo que ocurría durante las horas nocturnas. Relaté a algunos amigos lo sucedido y lo único que recibí fueron burlas. En el estudio no marchaba, mi aspecto era enfermizo. Ya no podía quitarme ese olor de encima. Una noche soñé que dos hombres entraban a matarme, pero fue tan real que desperté gritando. De ahí en adelante, ese sueño se repetía una y otra vez. Y mis gritos desgarraban el silencio de la noche. Y en la mañana la mancha negra en el baño. Algo había en ese baño. Un día la dueña me llamó a su piso, para comentarme las quejas de los demás inquilinos sobre mis gritos. Yo le relaté lo que sucedía y ella dejó escapar una carcajada. Dijo que mandaría a un plomero para revisar lo del baño. Mientras tanto, que dejara de leer tanta pendejada o me sacaría a la calle. En la tarde o al otro día llegó el plomero. Se encerró en el baño y al rato salió diciendo que no había nada dañado, y que sólo extrajo una bola de pelos. Sin embargo, hubo algo que el plomero no vio en esa bola de pelos, y fue un anillo. Inmediatamente destapé el grifo de la ducha, introduje la mano en ese agujero hasta asir algo alargado, lo enjuague y ¡oh miedo asqueroso!, era un dedo. El vómito salió a chorros, sentía que vomitaba gusanos, sangre, dedos. Era presa de escalofríos, los huesos me dolían horrible y la cabeza giraba al vértigo. Incorporándome con dificultad, salí de la habitación. Esa noche dormí en la casa de un amigo. No quise contarle nada. A la mañana siguiente, madrugué por mis corotos, quería marcharme lo más pronto posible de esa pesadilla, así me tocara cancelar semestre y regresar a la casa de mis padres. Empaqué lo más rápido posible cuanto pude, al bajar por las escalas me topé con la dueña, iba vestida de negro y entre las manos llevaba la foto de una joven mujer. ¿Quién es ella? -Le pregunté de golpe-. Ella es mi hija, muerta hace diez años. No pregunté nada más. Le dije que me marchaba y que muchas gracias por todo. Bajé corriendo los escalones mientras recordaba el rostro de la fotografía, había algo en él de particular, pero… ¿Qué? …¡El anillo!, en la foto ella tenía el anillo. Desvié mis pasos hacia la universidad, pensando miles de cosas, sintiendo como la fiebre se apoderaba de todo mi cuerpo. En la sección de archivos solicité los periódicos de hace diez años y minuciosamente busque página por página, hasta encontrar la noticia: “Niña de quince años desapareció en su propia casa la noche de su cumpleaños. Los hechos ocurrieron este 14 de julio en el Barrio Los Comuneros al Oriente de la Ciudad. Mientras los familiares celebraban los 15 de la niña, ella desapareció sin dejar rastro”. Unos meses más tarde el mismo periódico reseñaba: “continúa el misterio de la niña desaparecida de los Comuneros, las autoridades han perdido el rastro”. Nunca la encontraron porque está enterrada en el baño de la habitación 401 del edifico de la 45a. Ese olor, esos quejidos. El sueño repetitivo de los hombres matándome. Sin pensarlo dos veces me levanté de la mesa y encaminé mis pasos hacia el edificio, caía una leve lluvia, ascendí rápidamente por las escalas. El lugar estaba en completo silencio. En el zaguán del segundo piso me encontré las herramientas del obrero, tomé su pico y su pala. Abrí sin temor la puerta de la habitación 401 y empecé a romper el piso grueso del baño. Al rato escuché que alguien golpeaba la puerta. Era Marta, una de las muchachas, dijo que yo la había invitado a venir la noche anterior cuando nos encontramos en el pasillo, para que conversáramos sobre lo nuestro. Realmente no lo recordaba, no podía recordar haberle hablado a esta mujer. Hay vacíos en mi mente, por ejemplo, no sé en qué instante pasamos de la puerta a la cama y terminamos haciendo el amor. Y no sé en qué momento empuñe el pico y le partí la espalda en dos, después los brazos, la cabeza, las piernas. Así fue como la mataron a ella. La habitación olía a sangre, a carne. Algo estalló en mi cabeza y caí profundo. Cuando desperté, la luz del sol se colaba por la ventana, tuve la sensación de haber tenido una horrible pesadilla, que todo había sido un simple sueño. Pero al girar la cabeza hacia el otro lado, la realidad era completamente diferente. Charcos de sangre que conducían al baño y en el piso de éste el cuerpo descuartizado de esa mujer, al lado el pico y la pala. ¿Quién pudo haber cometido esto? El informe policial me señalaba como el asesino y que la única muerte ocurrida en ese baño era la de esa tal Marta. Que la dueña no tenía ninguna hija desaparecida, que la herramienta no la encontré en el pasillo, sino que la compré un par de días antes. Que entre Marta y yo hubo un romance y ese fue uno de los motivos para matarla. Realmente no recuerdo nada, sólo ese olor a sangre y a carne descompuesta que aún persiste.
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