ME OBLIGO A ESTAR AQUÍ (Johnny C.)

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-Llueve de una manera, parece que nunca va a detenerse- se queja Cardona. Creo que por cuarta o quinta vez desde que salimos del café. Caminamos por la acera apurados, buscando refugio bajo los aleros de los techos, tratando inútilmente de no empaparnos; de conservar alguna porción del cuerpo inmaculada, cálida, lejos del agua que empezó por estancarse para mi desgracia en los zapatos, en el pliegue del cuello de la camisa, entre los dedos; luego de deslizarse por todo el brazo desde los hombros, del cabello. Me siento pesado, como si no fuera yo, como si una especie de barrera líquida quisiera encapsularme, hacerme desaparecer,  o estallar como lo haría una ola contra las rocas del acantilado.
-¿Es aquí?, ¿cierto? Estaba tan oscuro la última vez, y esta temporalidad acuática torna todo de otra manera, como si fuera otra realidad superpuesta. ¿Es el último? ¿No?
-Sí, pero revisa antes –le digo-.
-¡Mierda! hay algo pegajoso en el jodido timbre.
-Te avisé, seguramente fue el chico. Miguel, el hijo de la casera, el gordo malcriado, bromista, bufón. Le fascina la gente, se divierte a costa de las personas. Podría llegar a ser un buen gobernante. En definitiva, una patada en los riñones. –Cardona, malhumorado golpea la puerta.
-No pierdas el tiempo, nunca abren, hay que tocar el timbre.
-Jódete –me dice- Yo eso no lo vuelvo a tocar, sabrá dios qué es eso que tiene, ojalá no sea algún tipo de residuo cristiano.
-No seas pendejo, dale con esto –le entrego una servilleta- Mira que no hay salvación y la idea es evitar morir de hipotermia en esta acera, salvarnos de la gran inundación, de las aguas redentoras que limpian la ciudad.
-Sabes una cosa, con respecto a lo que discutíamos anteriormente. Ahora se me ocurre que no se puede ser enemigo del miedo; hay que conocer las distintas facetas del horror. Allá, en el café, te decía que lo mejor era tratar de evitarlo. Ahora te lo complemento. Sí, hay que hacer lo posible por evitarlo, pero sin desconocerlo.
-No Cardona, si siempre estás tratando de evitarlo, de huirle; cómo vas a conocerlo, ni siquiera enfrentándolo tendrás tiza suficiente para dibujarlo. Hay que tenerlo siempre cerca como a un amigo. Porque así no lo creas, es posible que te dé más fuerza, la posibilidad de hacer algo; que eso mismo aparentemente, te lo impedía llevar a cabo.
-Sería mejor irnos. ¿No crees? Parece que no hay nadie.
-Claro que debe haber alguien, o acaso crees que con este clima van a andar por ahí como si nada. Además, para dónde nos vamos a ir. No tengo ni para comprar un par de horas en un café y regresar a la piesa no es una opción; el viejo ese me tiene seco con lo del arriendo, y no lo culpo. Ya no puedo llegar allí sin sentir vergüenza, asco, desespero. En este momento lo poco que tengo debe andar navegando calle abajo. Me da un poco de rabia, por los libros. Vos sabes. Seguramente, fue el chiquilín; timbra de nuevo que ya debo tener los zapatos como albergue de ancianos.
-¿Cómo que el chico?
-Claro, ya que la tregua fue levantada.
-¿A qué te referís?
-Dani, le daba dinero al chico para que estuviera lejos y las bromitas se las hiciera a alguien más. Sin dinero para el mostrico, regresan las bromas. –¿Tienes cigarrillos?- me interrumpe Cardona –No, le respondo. Se mojaron todos, de algunas cosas no hay manera de protegerse e inevitablemente enfrentarlas. En todo caso, como te decía. El miedo… -observo a Cardona, y prefiero callarme. Cardona, levantando los hombros, como para él, para el ruido de la lluvia sobre la calle; pensando en otra cosa, abstraído en la fachada de la casa de enfrente, en el farol de la esquina que chorrea una luz amarillenta partida por la lluvia que cae. Hago silencio y me miro los zapatos, no puedo evitar pensar que es imposible pensar con los pies mojados o que probablemente lo haga más trabajoso, desesperante, inútil.
-Yo no sé vos, pero yo me largo –alcanza a decir Cardona, antes de que Franco abriera la puerta.
-¿Qué carajos están haciendo ustedes dos ahí? – Nos pregunta Franco, mientras Cardona y yo lo miramos de una manera incrédula, como si fuera una aparición.
-¿Que qué carajos hacemos nosotros? –Pregunta Cardona- ¿Qué tanto hacen ustedes dentro? Llevamos como una hora aquí, tocando esa mugre de timbre. Estaba a punto de irme.
Entramos todos hasta el resguardo del pasillo, Francisco nos dice impávido, tranquilo, como si la cosa no fuera con él, que ahora hay que timbrar; pero por teléfono.
-¿Y vos, para dónde vas? Le pregunto a Franco.
-Debo conseguir algo que caliente la garganta. Entonces… dada la situación, ¿por qué no hacen el favor de ir ustedes? Digo, ya que les encanta tanto la lluvia.
-No jodás Franco –Le contesta Cardona- Mira que por poco me comienzan a salir escamas allá afuera. Además, habría que bajar hasta la plaza Guerreros.
-¿Y vos? –Franco me mira- Andá con Cardona, igual él estaba a punto de irse ¿o no? Jorge –Le digo mirándolo- Cardona se limita a mirar el techo, el fondo del pasillo en penumbras y se resigna. Le hace un gesto a Franco y ambos salen.
El pasillo es largo, hay un fuerte olor a humedad y orín de gato; el lugar es una especie de vecindad, una casa enorme que se engulló a otras. Cruzo el pasillo hasta el final y luego sorteo un muro de piedras lamosas que tal vez, tiempo atrás delimitaba el final del callejón. Después, hay un espacio abierto, pantanoso, sesgado por cables donde suelen  tender ropa al sol. Antes de subir por las escaleras de cemento desnudo, puedo ver que la puerta del apartamento esta ajustada y deja escapar una línea amarillenta de luz, que se contornea a la forma de los peldaños. A medida en que asciendo se puede oír más claramente la tonada dispar de algún disco. Toco la puerta sabiendo que está abierta –Entra, está ajustado-, grita Dani desde el interior- Empujo la puerta, solo lo suficiente para entrar y dejar el frío, el mal clima afuera. Jaime, Paula y el propio Dani están distribuidos alrededor del tocadiscos. –Ah, sos vos, pensé que se había devuelto -dice Dani mirándome sin sorprenderse, sin mostrar enojo o pesar. ¿Quién te dejó entrar, viejo?, ¿Él?, ¿Franco? –Sí, le digo- Cardona y yo llevamos tiempo afuera pidiéndole misericordia a un botón.- No dicen nada, la mirada de todos regresa al aparato musical, alternan la mirada entre el aparato musical y mi presencia.
-Termina de llegar –dice Dani- estamos escuchando un par de discos geniales que Jaime le compró al viejo Osorio.
Dani y Paula están sentados en el mismo sofá; Jaime, sentado en el suelo cruzado de piernas, está frente al aparato. Es el único que no ha volteado a mirarme. Me siento en un sillón al frente de la pareja, separados por una mesa de centro repleta de pocillos sucios, un paquete de cigarrillos y un cenicero repleto de colillas. Estiro la mano y agarro un cigarrillo, lo enciendo; me siento invadido por un odio que no se me hace ajeno, aparte de la ropa empapada que ya empieza a oler mal. La música la desconozco, es chirriante y cansina, cruzo las piernas y miro el techo. Jaime está abstraído completamente en la música, como si estuviera sentado a los pies del maestro; Dani, no tan atento también tiene puesta su atención en el aparato, tamborilea con el dedo índice sobre el muslo de Paula que sostiene su cara con la mano izquierda apoyada sobre el brazo del sillón. Ella no está aquí, tal vez está perdida en algún recuerdo de su niñez, en el momento exacto cuando todo empezó a salir mal, o en el descubrimiento del amor bajo un árbol del parque; en la imposible fuga a la muerte, en esa certeza abrumadora de una existencia vacía. En cuanto se entera que la miro, su rostro cobra de nuevo vida y rodea suavemente el cuello de Dani con el brazo derecho. Súbitamente acaba la música, como un golpe seco, directo y sin misericordia; nos deja sumidos en silencio, en esa bruma mágica de ensoñación, en un letargo de estúpidas sonrisas, en esa sensación de cuerpo y estado. Jaime, finalmente se voltea y mira a Dani, quien alza las cejas como aprobando, compartiendo. Luego, Jaime me mira por primera vez, le esbozo una sonrisa perezosa con el cigarrillo pendiendo de los labios. Paula se levanta y dice que va a traer algo para abrigarme, pasa por mi lado derecho y hace crujir la cortina de madera que separa la sala de estar con la cocina.
-¿Y bien? –pregunta Jaime, buscando una aprobación medida en palabras. -Hermoso, genial –le otorga Dani ofreciéndole un cigarrillo. –Ambos me miran, buscando algo más; yo les digo que necesito ir al baño. Los dejo en la antesala de la conversación, de los pros y contras, de los aciertos y posibles errores. Traspaso la cortinita y alcanzo a ver a Paula de pie sobre los baldosines iluminados por la luz de la cocina que parte la penumbra del pasillo en dos. Trae un bulto negro entre sus manos, me mira y entra rápidamente en la cocina; la sigo inmediatamente, la agarro y trato de besarla, se resiste, de nuevo, la tomo de las muñecas como si quisiera recibir el abrigo, trato de besarla; alcanzo a rozarle los labios antes de que decidiera oponerse de nuevo y resbalárseme delicadamente.
-No hagas eso… No es lugar… Date cuenta que nos pueden ver; además, quién te dio ese permiso, esa autoridad. –Me dice, mirándome directo a los ojos  –toma, pónete esto o sino te resfrías, solo a vos se te ocurre salir sin abrigo con este clima. ¿Por qué?
-Lo vendí, o mejor dicho, me vi obligado a venderlo. Empeñarlo, cambiarlo… No sé. –Ella sentándose en un taburete entre la nevera y el poyo se acomoda el cabello detrás de las orejas, vuelve a preguntarme ¿por qué? –Era eso o comerme el abrigo. –Desaprueba con la cabeza. Sentada, tantea encima de la nevera con la mano estirada. Agarro el paquete de cigarrillos y se lo entrego; balbucea unas tímidas gracias y enciende un cigarrillo que sostiene con unos dedos casi sin uñas, comidas. Extremadamente cortas.
-Mejor regresamos o van a pensar cosas raras, cosas que no son. –Dice ella, exhalando el humo. –Desde la sala se pueden percibir las voces de Francisco y Cardona que acaban de regresar. Graves por el alcohol. Fafarachosas.
-¡Qué va! Si Dani pudiera y no digo que no. Te dejaría empeñada en lo del viejo Osorio por un par de discos raros. –Paula aplasta el cigarrillo a medio fumar contra el suelo, en un gesto claro con el que busca aplastar mi desaforada presencia, mis ingratas, desdeñosas y deterioradas palabras.
-Vos por qué siempre tenés que ser tan imbécil.
-No me vas a creer; pero yo vengo haciéndome esa misma pregunta desde que tengo trece años. –Ahora empieza a llegar música, Paula hace un gesto de cansancio, casi desaprobando. Enciende otro cigarrillo. No me mira, tiene las manos sobre el abrigo que cubre sus piernas estiradas; sucio de ceniza, de guardado, de olvido. No sé lo que intento o quiero, desde el principio tal vez lejano. Sabía esto. Lo puedo entender; pero me obligo a estar aquí. Sabiendo, sabiéndonos apartados. Porque quizá es lo que deba hacer, o lo que quiero hacer. En el fondo quiero que me importe solo lo suficiente, lo estrictamente necesario para prolongar el desprecio, mi odio e imposibilidad; la poca importancia de otras personas en mi vida.
-No sé por qué a pesar de estar bien con Dani, me metí con vos. Sin amor o entereza. No trato de explicarme y mucho menos de que me entendas; pero tampoco lo veo como un error. Tanto vos como yo lo sabíamos. Enamorarse es un error de púbertos, una fantasía que colorea bosques; pero luego se pierde en ellos. También sé, que eso lo sabes perfectamente de sobra. Voy a regresar, no tengo nada más que decirte.
    

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