FRAGMENTO DE UN DIARIO (RH)

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Martes- verano maldito del 92

La alarma del despertador estalla  monótonamente en las derruidas cuatro paredes de la habitación y en el turbio interior de mi cabeza. Se recoge la rugosidad de las persianas de mis párpados y aún permanece sobre la retina una frágil nubosidad,  que se retiró al restregarme los ojos con la yema sucia de los dedos. Aparece el desorden de la habitación. No me agobia, así es mi vida, un desorden, un caos de cosas esparcidas por todo el espacio. Transpiro asquerosamente bajo la deshilachada sábana. El calor es insoportable. Apago la alarma. No miro la hora, sé que son las 4 de la tarde, sé que es martes, sé que estamos en un prolongado y maldito verano, sé que hoy doy 24 pasos más hacia la muerte, sé que no hay marcha atrás, solución a este problema o una cura a esta maldita enfermedad. Con gran esfuerzo me levanto de la cama, el cuerpo pesa y los huesos rasgan la piel. Arden los ojos y la boca es puro óxido. Arrastro los pies por el asqueroso piso, arrastro este cuerpo penitente, este bulto de huesos pensante y penante. No me atrevo a mirarme en el espejo, sé que hoy hay algo nuevo en mí; siempre hay algo nuevo, una mancha asquerosa, una maldita herida repleta de pus que me arde como un demonio, no quiero ver mi figura lánguida y de aspecto frágil. La sombra que ríe en las paredes me basta. Un trozo de pan, un sorbo de agua panela, una pastilla que alivia el dolor y agrieta la cabeza volcando la mente hacia el abismo de la locura. Nada por hacer, nada que hacer, solo esperar a la noche, a la muerte.  Esta madrugada la muerte pasó cerca, pero terminó llevándose a un pobre desdichado que llevaba un poco de afán y terminó bajo las llantas de un autobús que también llevaba afán, ¿para qué tanto afán? Si no vamos para ningún lado o quizás si, vamos hacia el abismo de la nada. Grité de alegría cuando vi a ese hombre reventado en el pavimento, ¡lo mataron!, ¡lo mataron! Grité para disimular la envidia que carcomía la debilidad de mi cuerpo. Quería estar ahí, quería ser ese cuerpo desangrado. Pero no, seguía aquí: de noche en las esquinas del barrio esperando algún cliente, de día orinando sangre.  Escupí en el pavimento, maldije los rostros estúpidos de los pasajeros en la ventana, al chofer, a Dios, a mí mismo por no tener el valor. Me alejé de allí riendo y llorando. Y ahora estoy aquí, vivo pero desangrándome lentamente, esperando la fútil noche para ceñir el cuerpo en el vestido rojo manchado, la peluca, los tacones, el maquillaje, la esquina y esperar al mejor cliente de la noche: la muerte.

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