Quietud en la ficción del tiempo

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Por: Urraca


Aquella mujer se miraba a sí misma con salpicadas dudas al espejo, queriendo depositar en el árbol de limón la precisión de sus besos.
Detrás de ella, se posa un hombre, vestido con ojos dilatados,  deseando ser ese mismo espejo y así, ver cara a cara, los ojos manuscritos de dicha mujer.
Ella, retozada en su propia vaguedad, tarareando un  viejo preludio de Bach, no miraba en el espejo su propia silueta, ¡no!  Contemplaba al hombre, detrás de ella.
Una mujer transportada es un misterio, quien roza su piel a una mirada, en la cual descarga sus penumbras, reflejando así  la altivez de su alma, versada bajo tantas formas amadas y odiadas, que perece a veces tan sutilmente como la neblina en un teatro después de la escena.
Acongojado, aquel hombre se abre paso con sus palabras sordas; a resolver las cadencias en una mazurka de Chopin, descargando a su vez la impotencia y frustración en su instrumento, reprochando  el orgullo o quizá timidez de ambos,  de no buscar, procurar y tramar (inconsciente y espontáneamente) unos  besos  camuflados entre versos. Esperando a que aquella mujer se dé vuelta y desate el nudo en su garganta.
Mientras, ella de lejos, escuchando los compases;  deseando de nuevo (al igual que él) su presencia; se mira a sí misma con salpicadas dudas al espejo.




Dédiée á Madame RaaR.
24 octobre, 2011

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